El “no” de Colombia… ¿o sí?
No sé qué asombra más en el resultado del plebiscito colombiano, si la ajustada victoria de un “no” que ninguna encuestadora vaticinó o el ausentismo: casi dos terceras partes del electorado.
Impacta también el mapa del “no”, una vasta zona central de Colombia que se extiende a la frontera con Venezuela, apenas interrumpida por algunos oasis del “sí” como Bogotá, donde sin embargo el “no” fue muy importante. Aunque sólo unos 60 mil votos separaron a los bandos rivales en el escrutinio, la mancha céntrica del “no”, menos extensa en tamaño que la mancha periférica del “sí”, es un remedo de la geografía de quienes votaron por el uribismo en las últimas presidenciales. El “no” obtuvo en el plebiscito apenas medio millón de votos menos de los que obtuvo el uribismo en las presidenciales de 2014, mientras que el “sí” sacó un millón y medio menos votos de los que entonces reeligieron a Santos.
Vayamos por partes.
¿Porqué fallaron las encuestas?
En realidad, esta insistente pregunta no es tan difícil de responder: en todas partes, un fallo tan clamoroso suele responder a que las encuestadoras no fueron capaces de detectar la verdad porque los encuestados sencillamente no les permitieron penetrar del todo en su conciencia.
Más interesante es la pregunta de si había indicios de lo que iba a pasar. Los había, pero quedaron perdidos como aguja en el pajar de los vaticinios favorables al “sí”. Los dos más significativos: la reducción del “sí” en los días finales y la abstención, que sin llegar a ser comparable a la que finalmente se produjo, era sorprendentemente alta en esos sondeos para un momento fronterizo en la historia del país.
Ipsos Franco Napoleón, por ejemplo, registraba un descenso del “sí” de más de ocho puntos porcentuales en tres semanas y media, un tipo de tendencia que si se da en el momento culminante de una campaña, suele acelerarse. El otro dato clave era que 44% decía que no iba a votar; en los países con fuerte ausentismo, el número de quienes se quedan en casa suele superar al de quienes anuncian a las encuestadoras que no irán a votar.
Lo que no sabremos nunca es si la tendencia acelerada de los últimos días era una tendencia a decir finalmente la verdad, es decir si quienes antes no se atrevían a responder “no” se envalentonaron y empezaron a hacerlo, o si realmente hubo un cambio de parecer (o una toma de conciencia a partir de lo que antes eran intuiciones sin forma definida).
¿Ganó el “sí” en las zonas más afectadas?
En las horas posteriores al plebiscito se dijo que en las zonas más afectadas por la violencia había triunfado el “sí”. Aunque es cierto que en muchas lo hizo, también fueron varios los municipios especialmente golpeados en todos estos años donde el “no” superó el 50%. Lugares como San Carlos o El Bagre, en Antioquia, o Planadas, en Tolima, o Yondó, en el Magdalena Medio, por ejemplo. Hay departamentos en los que las Farc han tenido presencia importante y cometido atrocidades (o donde los paramilitares hicieron lo propio en su momento) y el “no” se impuso; por ejemplo, el Meta, Cundinamarca o norte de Santander. En Bogotá, aunque triunfó el “sí”, el margen fue bastante inferior del que se pensaba.
Concluir, por tanto, que la gente que sufrió la violencia votó por la paz y quienes la vieron de más lejos votaron por la guerra es, además de injusto teniendo en cuenta que toda Colombia fue traumatizada por el terror, minuciosamente inexacto.
La partidocracia y el “castrochavismo”
La campaña del “no” supo manipular los términos del debate mucho más eficazmente que la campaña del “sí”. Para el “no”, el acuerdo de paz entrañaba no sólo impunidad sino también la entrega de un poder formal, institucional, a los totalitarios de casa y del vecindario sudamericano. Para el “sí”, votar por el “no” era votar por la guerra y el odio. Ese fuego cruzado de propagandas lo ganó el “no”, no tanto porque obtuvo más votos que el “sí” el margen fue pequeño, como porque fue capaz de disuadir de votar, es decir de paralizar cívicamente, a un número mayor de votantes de los que normalmente se quedan en casa.
Contribuyó a ello un hecho que en apariencia debería más bien haber tenido el efecto contrario: la masiva movilización de caras, nombres y símbolos que representaban al “establishment”, es decir al poder, dentro y fuera de Colombia. Pero el hecho de que 17 partidos o agrupaciones políticas y la inmensa mayoría de medios de comunicación, así como gobiernos y organismos extranjeros, se volcaran con el “sí” desdibujó esa campaña a ojos de un electorado que, como tantos en el mundo, alberga antipatías y rencores contra el poder organizado.
Cierto, quienes defendían el “no” también eran parte del “establishment”: el uribismo gobernó durante ocho años y el Centro Democrático es una fuerza clave en el Parlamento. Pero el uribismo ha sabido instalarse en el espacio de la “anti-elite” y conectar emocionalmente con sectores que ven a Santos, a los partidos de la Unidad Nacional y a la gran prensa como los poderosos. Hay populismo en el santismo y el uribismo, pero el del uribismo, aun cuando un sector pudiente simpatiza con él, le ha ganado ese partido desde hace mucho rato al santismo.
El Presidente Santos nunca fue un hombre popular. Ganó dos elecciones pero no dio nunca la sensación de haberse instalado en el corazón de la gente. Y ninguna elección, en el ánimo de un votante, tiene que ver primordialmente con ideas o propuestas: antes, tiene que ver con personas. El “no” fue eficaz identificando al “sí” con la impopularidad del gobierno, que para colmo se ha acrecentado con el bajón económico producto del cambio de viento de los “commodities”. El “sí” también cosechó votos entre quienes ven en Uribe a un caudillo mesiánico interesado en el poder antes que en la paz. Pero la base de soporte popular de Uribe es superior a la de Santos. Eso explicó en 2014 que su candidato, Oscar Iván Zuluaga, ganase la primera vuelta.
Un grave error que cometió el “sí” fue actuar, en su relación con Cuba y Venezuela, de tal modo que pareció confirmar la campaña del “no” acerca del peligro de que el acuerdo de paz fuera el caballo de Troya del castrochavismo. La perturbadora foto de Santos, Raúl Castro y “Timochenko”, vestidos de blanco, en Cartagena pocos días antes del plebiscito fue un regalo de los dioses para el “no”. Colombia no es un país que ve el chavismo desde el balcón como ocurre con algunos otros países latinoamericanos, sino un vecino de frontera que ha padecido al chavismo como protector de las Farc y como intermitente desestabilizador del gobierno de Bogotá, para no hablar de las escenas dantescas de miles de venezolanos cruzando del otro lado para abastecerse.
Un estratega mínimamente sensato hubiera debido darse cuenta de que convertir al dictador Castro en el padre de la paz -y un padre nada neutral, pues además era el aliado de las Farc- podía activar en el subconsciente toda clase de miedos que, acicateados por la campaña del “no”, aflorarían ante una votación como la del domingo pasado.
El argumento racional de que Cuba era necesaria en este proceso precisamente por su relación con las Farc lo entienden los académicos, los políticos y una parte de la clase media, pero para muchos millones de personas el miedo a que el castrochavismo, como decía la campaña del “no”, se apoderase de Colombia superaba esas frías consideraciones racionales. Esto, Nariño no lo supo intuir.
El fenómeno Uribe
No se entiende lo sucedido sin comprender lo que representa Alvaro Uribe para muchos colombianos. No hay un líder en tiempos modernos que haya logrado reunir una masa de adherentes tan profundamente identificados con su jefe como él. Que su imagen sea, para muchos críticos dentro y fuera, la de un caudillo populista de derecha ha llevado a sus adversarios a menospreciarlo y a subestimar el poder de movilización de conciencias que su campaña podía tener contra un acuerdo éticamente tan dudoso aun si políticamente era defendible.
La rivalidad Santos-Uribe, que es la de personas que pertenecen a un mismo espacio ideológico y entre las cuales se mezclan antipatías personales con cuestiones estratégicas o de visión general, como lo era la rivalidad -ya legendaria- entre Margaret Thatcher y Michael Heseltine, es el gran eje de la política colombiana de estos años convulsos. Era inevitable que esa rivalidad fuera también el eje de la campaña del plebiscito.
Santos intentó, pero no lo suficiente, involucrar a Uribe o al menos al uribismo en el proceso del que surgió el acuerdo de paz. No lo tenía fácil, porque se había convertido desde el primer día de su gobierno en el “anti-Uribe”, en parte provocando que Uribe se convirtiera en el “anti-Santos”. Pero el resultado del plebiscito indica algo más importante todavía: sólo si se obtenía la neutralidad de Uribe como mínimo, y mucho mejor si se lograba su aquiescencia, era posible darle viabilidad plebiscitaria a lo acordado en La Habana. Tampoco está claro que el santismo entendiera eso.
La reelección de Santos, y el apoyo masivo de las instituciones dentro y fuera de Colombia a lo que estaba haciendo, probablemente le impidieron ver con claridad hasta qué punto Uribe era necesario para que su plan funcionara.
¿Es posible salvar el acuerdo?
No es imposible. Pero sólo es posible si Uribe se involucra -mejor dicho, si Santos y “Timochenko” involucran a Uribe- de alguna forma política y sentimentalmente justificable para todas las partes. Porque en todo esto los sentimientos personales están jugando un rol descomunalmente importante. Quizá sea justo decir que no hay hecho político transcendental en que los sentimientos y egos de los actores no lo jueguen: la diferencia está en cuánto se note.
Tanto Uribe como Santos -y el propio “Timochenko”- han emitido unas primeras señales de querer arreglar las cosas. El escollo está en el destino que tendrán los líderes de las Farc, pues hay consenso, y Uribe lo ha ratificado en sus declaraciones iniciales, en otorgar amnistía a los guerrilleros “rasos” de la organización terrorista. Lo que no es dable suponer es que Uribe acepte un acuerdo en el que no haya alguna pena de cárcel efectiva y ciertas restricciones a la participación política para los principales responsables de la violencia. Ya está demasiado comprometido con esa idea, y lo están también sus seguidores, como para dar marcha atrás.
Pero entre el acuerdo firmado -que permitía a quienes confesaran sus crímenes evitar la cárcel efectiva y garantizaba una participación muy significativa y hasta subsidiada por el Estado a los responsables- y las exigencias del uribismo, hay espacio amplio para una solución con grises, con matices.
La pregunta, pues, no es tanto si es posible salvar el acuerdo, modificándolo, sino si los tres actores claves del drama -Uribe, “Timochenko” y Santos, en ese orden- estarán a la altura del reto.
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