Los gobiernos de América Latina necesitan más David Crocketts
David Crockett fue un político, aventurero y héroe popular norteamericano nacido en 1786 y muerto en 1836 en la Batalla de El Álamo. Fue conocido como el Rey de la Frontera Salvaje (King of the Wild Frontier) y durante varios años representó a Tennessee en el Congreso de los Estados Unidos. Pero más allá de todas sus aventuras, la mayor batalla de Crockett fue, para mi gusto, contra el mal uso que el gobierno norteamericano —basado en buenas intenciones— pretendía hacer de los fondos públicos.
El mismo David Crockett fue, al principio, uno de los hombres que votaba a favor de políticas sociales destinadas a los más necesitados. Una de estas políticas por las que él votó fue el subsidio de 20.000 dólares a aquellas familias de Georgetown que habían perdido sus hogares debido a un terrible incendio.
¿Cuántos de nuestros políticos actuales elogiarían este subsidio? ¿Acaso no todos? ¿Acaso no lo anunciarían en todos los medios de comunicación en búsqueda del aplauso del público? ¿Acaso no se vería como un acto noble, humano y generoso?
Bueno, el mismo Coronel Crockett pensaba así, hasta que en su recorrido por el distrito en campaña para las siguientes elecciones, se encontró con un campesino llamado Horace Bunce, que, con cortesía pero en forma tajante, le informó que no volvería a votar por él. La razón: el voto positivo de Crockett al subsidio destinado a los damnificados de Georgetown.
Crockett, que nunca pensó que ese voto podría convertirse en su enemigo, le pidió a Bunce que le explicara en qué había obrado mal, sobre todo cuando el Tesoro estaba rebosante de dinero.
Bunce no solo le aclaró que en la Constitución —la que consideraba sagrada— no figuraba la facultad del Gobierno de hacer caridad con los fondos públicos, sino que además le ofreció una clase magistral de ética que, afortunadamente, Crockett no olvidó jamás. Estas fueron las palabras de Bunce.
«No me quejo por la cantidad (de dinero), Coronel; lo que me interesa es el principio en juego. En primer lugar, el Tesoro no debería contar más que con lo indispensable para cumplir con sus fines legítimos. […]
La facultad para percibir y desembolsar dinero a discreción, es una de la más peligrosas que se le puede confiar a un hombre, especialmente bajo nuestro sistema impositivo que alcanza a todas las personas del país, por pobres que sean (y, cuanto más pobres son, más es lo que pagan en relación con sus medios). Lo que es peor; soportan cargas cuyo monto ignoran, ya que no hay un hombre en los Estados Unidos que pueda adivinar jamás cuánto entrega al Gobierno.
Así que ya ve, mientras usted contribuye a ayudar a uno, le está sacando algo a miles que están peor que él. Si usted tuviera el derecho de dar algo, la cantidad dependería de su discreción y tendría tanto derecho a dar veinte millones como a dar veinte mil. Si usted tiene derecho a dar a uno, también tiene derecho a dar a todos y, como la Constitución no define la caridad ni estipula sumas, usted es libre de ejercer lo que usted cree y dice creer que es caridad con quien quiera, y dándole la cantidad que le parezca apropiada.
Se dará usted cuenta enseguida de que esto puede abrir una enorme puerta para el fraude, la corrupción y el favoritismo, por un lado, y para robar al pueblo, por el otro. No, coronel, el Congreso no tiene derecho a hacer caridad. Sus integrantes individuales pueden dar todo lo que quieran de su propio dinero, pero carecen del derecho para tocar un solo dólar del tesoro público con ese fin.
El pueblo ha delegado en el Congreso, por medio de la Constitución, facultades para hacer ciertas cosas. Para hacerlas, está autorizado a recaudar dinero y efectuar pagos; pero solo para hacer esas cosas. Todo lo que vaya más allá, es usurpación y una violación de la Constitución».*
David Crockett comprendió el principio involucrado y se comprometió a no volver a incurrir en el mismo error si le daban una nueva oportunidad para demostrarlo.
La oportunidad le llegó unos años más tarde, cuando en el Congreso se presentó un proyecto de ley destinado a asignar una suma de dinero a la viuda de un distinguido oficial naval. Hubo varios discursos apoyando el proyecto, y todos parecían estar de acuerdo en apoyar la medida. Pero justo antes de someter la idea a votación, David Crockett se levantó y pronunció su discurso. Uno que vale la pena citar en forma textual
«Señor presidente: Tengo tanto respeto por la memoria del desaparecido marino y siento tanta simpatía por los sufrimientos de sus familiares, si es que sufren, como cualquier otro integrante de esta Sala. Pero no podemos permitir que nuestro respeto por los muertos o nuestra simpatía por una parte de los vivos, nos lleven a un acto de injusticia para con el resto de los demás seres vivientes. No discutiré el hecho de que el Congreso puede carecer de facultades para destinar este dinero a un acto de caridad. Todos sus integrantes saben que es así. Como personas individuales, tenemos derecho a dar para obras de caridad todo lo que deseamos de nuestro propio dinero; pero como miembros del Congreso, no tenemos derecho a destinar de este modo ni un solo dólar de los dineros públicos.
Señor, aquí no existe ninguna deuda. El Gobierno no le debía nada al oficial fallecido cuando estaba vivo; es imposible que haya contraído esa deuda después de su muerte. […]. A menos que estemos dispuestos a cometer la más burda corrupción, no podemos votar la asignación de este dinero en concepto de pago de una deuda. Y no tenemos la menor autoridad para asignarla como acto de caridad.
“Señor presidente: he afirmado que en ese sentido, tenemos derecho a dar tanto de nuestro dinero como deseemos. Yo soy el miembro más pobre de esta Sala. No puedo votar a favor de esta ley pero estoy dispuesto a destinar al fin propuesto, una semana de mi sueldo, y si todos los integrantes de la Sala aceptan hacer lo mismo, reuniremos una suma mayor que la propuesta en el proyecto de ley».*
Crockett logró, de este modo, que la ley no fuera sancionada. Pero lo más cómico fue que todos aquellos hombres que estaban dispuestos a usar el dinero de los contribuyentes para hacer caridad, no estuvieron dispuestos a aceptar su propuesta de apoyar a la viuda con su propio dinero. En sus palabras:
«… ninguno de ellos respondió a mi propuesta. Para ellos el dinero no vale nada siempre que salga del pueblo. Pero es una gran cosa por la que la mayoría de ellos luchan, y muchos sacrifican el honor, la integridad y la justicia con tal de conseguirlo».*
Si lográramos en nuestros países un solo político como Crockett, capaz de pararse frente al resto, argumentar y señalar la inmoralidad de aquellos que pretenden hacer caridad con lo ajeno, quizás al poco tiempo, el resto de los políticos pensarían dos veces antes de presentar sus “generosas” propuestas.
Si además los confrontara con la posibilidad de ser ellos mismos quienes financien el subsidio, el plan social, o la nueva aventura que les vino a la cabeza —y que obviamente esperan que les reditúe en votos—, en poco tiempo el Congreso quedaría limpio de ladrones de guante blanco.
Referencia
Edward S. Ellis (edit.). (1884). The Life of Colonel David Crockett. Filadelfia; Porter & Coates.
La autora es licenciada en Comunicación Social, guionista y libertaria. Es la directora ejecutiva de la Fundación para la Responsabilidad Intelectual (FRI).
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