Corrupción: ¡Es el Estado estúpido!
Esencialmente, un delito de corrupción consta de una práctica en la cual, un individuo, utiliza sus funciones y medios institucionales para obtener alguna ventaja económica o de otro tipo en su favor, en contraposición a los objetivos del órgano al cual pertenece.
A su vez, si bien una conducta de dicho tipo pareciera que pudiera tener lugar en el sector privado, dicha visión carece de sentido, ya que los propietarios de las empresas son los principales interesados para que este tipo de acciones no tengan lugar, y que si por alguna razón ello tuviera lugar, esto iría en perjuicio de sus beneficios. Esto es, existen incentivos compatibles para que una empresa que opera en un entorno competitivo procure un ambiente de máxima transparencia. Sin embargo, al momento de ingresar el Estado a la escena y comenzar la intervención de la economía aparece la corrupción.
No hay ninguna intervención estatal (salvo donativo) en la mecánica del mercado que, desde el punto de vista de los individuos por ella afectados, puede dejar de calificarse como una acción violenta, la cual puede ser de tres tipos: (i) autística -ej. el caso donde el Estado decide aniquilar a un/o conjunto de individuos por pensar distinto-, (ii) binaria -los impuestos y el gasto público- o (iii) triangular -controles de precios / cantidades-. Así, de este modo, la actividad del Estado da lugar a que ciertos grupos o individuos sean beneficiados a costa del resto de la sociedad.
A su vez, ninguna normativa garantiza el que sean justa y equitativamente ejercitadas las tremendas facultades que el intervencionismo coloca en manos del poder. Los intervencionistas pretenden que la actuación del gobernante, siempre sabio y ecuánime, y la de sus no menos angélicos servidores, los burócratas, evitará tan perniciosas consecuencias que, desde un punto de vista social, la propiedad individual y la acción empresarial provocan.
El hombre común, para tales ideólogos, no es sino débil ser necesitado de paternal tutelaje que le proteja contra las ladinas tretas de una pandilla de bribones. Así, los actos de los administradores públicos están siempre autorizados por una justicia sui generis, a la cual se invoca para justificar cualquier tipo de sanción a quienes, los funcionarios entiendan que, se hayan apropiado egoístamente de lo que a otros pertenecía.
Sin embargo, por desgracia, no es angélica la condición de los funcionarios y de los burócratas que de ellos dependen y pronto advierten que sus decisiones, bajo un régimen intervencionista, pueden causar al empresario graves pérdidas y, a veces, también fuertes ganancias. A su vez, si bien existen empleados públicos rectos y honorables, también están los que no dudan en, si la acción se puede hacer de modo discreto, convertirse en asociados de los beneficios que sus intervenciones generan. Así, el intervencionismo del Estado -su razón de ser- siempre genera corrupción, lo cual se ve incrementado conforme aumenta el tamaño del sector público, donde la maliciosa idea del Estado omnipresente resulta ser la figura favorita de funcionarios arrogantes y/o corruptos.
Finalmente, más allá de las consideraciones nefastas de la corrupción en un plano moral, existen por lo menos tres efectos negativos sobre el funcionamiento del sistema económico. En primer lugar, los individuos coaccionados descubren que es más sencillo lograr sus objetivos tratando de seducir al órgano de control que aplicando su ingenio a la satisfacción de los consumidores.
En segundo lugar, aquellos que no han logrado alzarse con el poder deben dedicar parte de sus esfuerzos a evitar los daños que pueden causar los interventores, para lo cual deciden conceder privilegios, ventajas o entrega de bienes y servicios a las personas que están a cargo del control.
Por último, desde el punto de vista de los agentes que tienen a cargo el proceso de coacción sistemática ejercen su función empresarial (ingenio) de modo perverso, siendo su principal objetivo -dados los beneficios que ello genera-mantenerse en el poder. Por ende, todo este conjunto de tareas deriva en un gran despilfarro de recursos que, no sólo daña las libertades individuales y la dignidad de los seres humanos, sino que además destruye la producción y el bienestar.
Por lo tanto, la política es un conflicto de intereses que se disfraza de lucha de principios, en la cual, la captura del Estado se lleva a cabo en favor de los beneficios de quienes detentan dicho poder bajo la máscara del objetivo del bien común.
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