Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (VI): anarquía en las relaciones internacionales
El estudio de las relaciones internacionales es fascinante para un anarcocapitalista por muchas razones, pero especialmente por dos. La primera es que nos permite observar cómo en un entorno anárquico se pueden construir reglas de paz, cooperación y comercio estables y duraderas en el tiempo, esto es, cómo se construye derecho sin un poder central monopolista encargado de implementarlo. La segunda es que es una de las pocas de las llamadas ciencias políticas donde aún se conserva el estudio teórico del Estado como ente y donde el estudio de la anarquía en todas sus formas no ha devenido en un área marginal sino que se constituye en parte fundamental del núcleo duro de la disciplina. Muchos libros y artículos de esta rama del pensamiento tienen como objeto el estudio de la sociedad anárquica internacional, como los trabajos de Wendt o de Bull entre otros muchos. De hecho, las principales escuelas de relaciones internacionales, la realista y la liberal, difieren no sobre la existencia de anarquía sino en cómo afrontarla: con pactos o tratados la primera o con instituciones internacionales que poco a poco la moderen la segunda.
En una inteligente discusión digital se me hacía saber que no estaba tan clara la situación anárquica del orden internacional dado que en este se dan fenómenos de hegemonía según los cuales existirían algunos Estados más poderosos que la mayoría, conocidos en el lenguaje de las relaciones internacionales como hegemones, a los cuales los Estados con menor capacidad de defensa se subordinarían y obedecerían. Los hegemones desempeñarían las funciones de un Estado convencional sólo que esta vez en el ámbito internacional. Lo cierto es que el sistema internacional da la apariencia de ser ordenado y no de funcionar como una anarquía. A día de hoy los Estados cooperan pacíficamente en multitud de ámbitos y los conflictos bélicos entre ellos son casi inexistentes. Pero esta paz relativa en el orden mundial se debe precisamente a que opera en anarquía y, como decía el viejo Proudhom, esta es la madre del orden.
En efecto, existen líderes estatales que deciden organizar la riqueza que extraen de sus pueblos hacia la guerra y la expansión estatal en mayor medida que otros, y eso lleva a que algunos Estados prefieran obedecerles a confrontarse con ellos. Su fuerza relativa depende de los recursos económicos y humanos que pueden movilizar, pero también de su disposición a la lucha. Han existido Estados de pequeñas dimensiones muy agresivos y gigantes pacíficos, y han cambiado a lo largo de la historia. Los hoy pacíficos mongoles fueron en la Edad Media un pueblo brutal, mientras que los antes pacíficos coreanos del norte son hoy por obra y gracia de sus violentos gobernantes un Estado gamberro. A estos Estados violentos se les suman, por tanto, otros más débiles con la esperanza de que estos los defiendan de otros Estados violentos menos fuertes o bien para evitar verse en problemas con el gamberro. De ahí las alianzas, ejes, ententes y bloques que se dan con frecuencia en la política internacional. Pero aun así no se ha dado nunca la situación de un hegemón operante a nivel mundial. Incluso en el caso de un sistema bipolar imperfecto como el imperante en los años de la Guerra Fría seguía prevaleciendo una situación de anarquía entre ambos bloques en la cual ninguno conseguía imponerse por completo sobre el otro. Esos bloques tenían, por tanto, que operar sin un ente superior que regulase sus conductas. Todavía hoy en un sistema de hegemonía relativa norteamericana vemos como Estados Unidos no puede dominar a todos los demás Estados a la vez. Incluso comprobamos cómo Rusia o China tiran de las barbas al viejo Tío Sam de vez en cuando y muchos pequeños Estados como Moldavia o Filipinas prefieran cambiar sus lealtades y sentirse más protegidos por aquellos que por la ya declinante potencia norteamericana. Si en épocas de bloques o hegemonías existe la anarquía, aún más existirá en las épocas de tipo Westfalia caracterizadas por muchos actores estatales en competencia entre sí y sin que uno de ellos destaque claramente, como fue el caso de la anárquica civilización europea, a la cual debemos en buena medida el florecimiento histórico de nuestro continente.
El sistema internacional nos puede dar a los anarcocapitalistas buenas pistas de cómo podría funcionar un sistema en ausencia de regulador monopolista. En primer lugar, podemos observar cómo los Estados existentes, que buscan preservar su existencia libre, están alerta ante la posibilidad de que aparezca una amenaza exterior que pudiera privarlos de su autonomía. Cuando observan a otro Estado aliándose con otros o iniciando conductas potencialmente amenazantes, buscan alianzas entre sí para contrarrestar el peligro. En el antes citado sistema de Westfalia los Estados realizaron alianzas sucesivas contra España, Francia, Reino Unido, Prusia, etc., de tal forma que fueron capaces de neutralizar en cada momento a la potencia amenazante. Una sociedad anarcocapitalista sería también consciente de las potenciales amenazas, internas o externas, a su libertad y buscaría también la forma de contrarrestarlas. Algunos críticos del anarcocapitalismo piensan que una sociedad de este tipo quedaría inerme frente a la aparición potencial de un Estado, o de una nozickiana agencia dominante, pero, a diferencia de nuestros antepasados los anarquistas prehistóricos, nosotros contamos con las herramientas de la historia y de la consciencia, y sabríamos ver cuando tal amenaza existiese. Como bien dicen los historiadores de los Estados primitivos, aquellas pobres gentes no sabían dónde se metían cuando aparecieron los primeros jefes, pues carecían de historia o del conocimiento de otras realidades geográficas (recomiendo las obras del profesor Claessen al respecto), pero a diferencia de ellos nosotros sí tenemos consciencia y seríamos capaces de actuar preventivamente, exactamente igual que lo hacen los Estados frente a un potencial agresor.
Podemos aprender también otro aspecto muy importante del funcionamiento del sistema internacional: el uso de la exclusión y el boicot como herramientas para conseguir el orden. Cierto es que los Estados han recurrido con frecuencia a la violencia en sus relaciones, pero no es menos cierto que en perspectiva histórica el recurso a la misma no ha sido la pauta dominante. El Estado español lleva ya dos siglos en paz con sus vecinos continentales, y los años en paz con ellos superan en mucho a los años en guerra. En la actualidad, como antes apuntamos, son casi inexistentes los conflictos entre Estados (las guerras hoy son en el interior de los Estados, bien para apoderarse de otros Estados, bien para secesionarse). Es más, observamos cómo existe comercio, turismo o transacciones financieras entre todos ellos sin necesidad de un poder centralizado. Las cartas llegaban de un país a otro gracias a la anárquica Unión Postal Internacional (y hoy en día los correos electrónicos o las páginas web gracias a instituciones parecidas en estos ámbitos). Podemos deleitarnos con anárquicos festivales interestatales como Eurovisión o disfrutar de anárquicas ligas de fútbol europeo, americano o mundial (el estudio de órdenes sin Estado que funcionan por exclusión con normas propias autorreguladas, como las instituciones deportivas internacionales, merecería otro estudio, así como de las distorsiones causadas por los Estados cuando quieren intervenir estos órdenes). El comercio internacional opera fundamentalmente en anarquía, con la expulsión o boicot como principales fuentes de orden. La Lex Mercatoria medieval operaba a través de la pérdida de reputación del comerciante incumplidor y, por tanto, su expulsión de los mercados en la misma forma en que operan las grandes plataformas de comercio internacional vía internet, como Amazon o Alibaba. No cuentan con ningún tribunal estatal común a comprador y vendedor que sea capaz de establecer justicia en caso de incumplimiento.
El orden internacional nos puede enseñar también que, incluso en ausencia de una ley común para todos las personas, somos capaces de convivir en paz, de la misma forma en que en una sociedad anarcocapitalista cada grupo en su comunidad puede establecer normas distintas. Los diversos Estados cuentan con leyes y normas distintas sobre pluralidad de asuntos, desde el derecho penal al civil pasando por el tributario y aun así conviven. En algunos casos incluso puede escogerse la ley (matrimonios, sociedades mercantiles, etc.), aun dentro del territorio de un Estado. La pluralidad de leyes en un territorio estatal se da, por ejemplo, en el derecho diplomático (un embajador viviendo en España no está sujeto a la ley española, un militar norteamericano tampoco) y no lo vemos como imposible, de hecho antiguamente esta era la norma. Un delincuente solo con cruzar una línea fronteriza puede perfectamente quedar impune de delitos que en la otra parte de la frontera serían gravísimos. Con esto se quiere señalar que lo que se considera inimaginable dentro del territorio de un Estado lo estamos viendo a cada momento en el ámbito del derecho internacional sin que el mundo se acabe (al contrario, vivimos en paz generalizada). Cuesta imaginar marcos legales más distintos que el español y la sharia saudí, pero vemos que los gobernantes de ambos Estados comparten negocios y tratados en paz y cooperación. Algo semejante podría perfectamente ocurrir en una sociedad sin Estado, en la cual vivirían sociedades muy distintas, comerciando y cooperando sin necesariamente tener por qué compartir los mismos valores.
Por último, el sistema internacional nos apunta la importancia de la legitimidad y el reconocimiento como rasgos fundamentales del poder político. Un Estado solo es considerado legítimo si los demás Estados lo reconocen como tal, y de no ser así no pasaría de ser considerado como un vulgar bandido, terrorista o guerrillero. Pero si se logra tal reconocimiento, el bandido pasa a ser cosiderado respetable, a contar con embajadas y un buen mullido asiento en la ONU. Exactamente igual que en el interior de los Estados. El antiguo bandolero que gana una guerra y conquista un territorio pasa de repente a disfrutar de reverencias y honores de todo tipo e incluso llega a ser estudiado con alabanzas en los libros de texto de las escuelas estatales y puede firmar papeles con su nombre susceptibles de ser utilizados como medios de pago. ¿A qué se debe tan radical transmutación? Pues a nada más que al genio invisible de la legitimidad, que nadie sabe en qué consiste exactamente (como nos recordaba el viejo Guglielmo Ferrero en su magistral libro El poder: los genios invisibles de la ciudad), pero todos sabemos a quién se le atribuye en cada momento.
La principal ventaja con que cuenta el sistema internacional es precisamente la de ser anárquico, y precisamente por eso, puede existir cierto orden en las relaciones entre los distintos entes estatales. De esta anarquía se derivan ventajas para las personas, como la imposibilidad de establecer medios de pago a nivel mundial, cierta competencia fiscal o la dificultad de limitar libertades a nivel global, dado que en cualquiera de estos casos siempre queda algún espacio donde refugiarse. Un Estado mundial eliminaría todo eso y nos dejaría sin capacidad de refugio frente a sus abusos. Así que de momento mejor que la anarquía mundial siga existiendo antes que el potencial horror de un Estado único mundial.
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