La batalla de Gorsuch
No es tan importante como la batalla de Yorktown que en 1781 llevó a la independencia de Estados Unidos. Pero la batalla de Gorsuch, es decir el enfrentamiento descomunal que acaba de empezar tras la nominación del juez Neil Gorsuch por parte de Donald Trump para llenar la vacante en la Corte Suprema de Justicia, determinará el curso político, social y cultural del país por muchos años.
Los jueces de la Corte Suprema son el gran poder del Estado en este país. Sus decisiones marcan el derrotero de la sociedad. El fin de la segregación racial en las escuelas (1954), la legalización del aborto (1973) o la victoria de Bush sobre Gore (2000), decisiones del tribunal máximo, fueron parteaguas históricos.
Trump llevaba una semana sembrando pánico en su partido, el Republicano, por estar cumpliendo, a punta de decretos, sus tremebundas promesas de campaña. Pero el martes, al nominar a Gorsuch, un juez de 49 de una corte federal de apelaciones de Denver, para el cargo vitalicio de juez supremo, se metió al bolsillo a su partido y al movimiento conservador: si es confirmado por el Senado, Gorsuch devolverá a la Corte Suprema una mayoría conservadora.
Hoy hay ocho jueces supremos porque una plaza, la de Antonin Scalia, un conservador odiado y amado, murió en 2016. Eso dejaba en empate temporal a 4 la composición del tribunal al que llegan las grandes cuestiones. Los conservadores temían que Trump, cuyo conservadurismo es reciente y heterodoxo, los traicionara nombrando a algún espíritu dubitativo de esos que en gobiernos republicanos anteriores acabaron decepcionando a quienes querían recuperar el control de la Corte Suprema. Los progresistas, como se llaman a sí mismos los anticonservadores, deseaban que Trump, su bestia negra, volviera a ser en asuntos valóricos el liberal que fue.
El Presidente, con una puesta en escena espectaclar de “reality show”, ha nominado a un conservador de prestigio en su profesión.
Sus posiciones a favor de las empresas, la libertad del dueño de una compañía de no dar cobertura al aborto a través del seguro médico y la interpretación literal y tradicional de la Constitución, a la que ve como un mandato inamovible en lugar de un organismo en evolución, como lo hacen los progresistas y no pocos liberales, garantiza que los demócratas y grupos de presión de izquierda dén la batalla de su vida para impedir que Gorsuch sea confirmado. Los conservadores, para muchos de los cuales la posibilidad de llenar la plaza con un tradicionalista fue la razón de ser su voto por Trump a pesar de disentir de él en otros temas, es la oportunidad de su vida. Si no logran retomar el control de la Corte Suprema, pasarán muchos años antes de que se abra una nueva ocasión.
Se necesita una mayoría ampliada en el Senado (60 votos) en lugar de simple (51). Los demócratas tienen 48 escaños contra 52 de los republicanos. Si ningún demócrata vota por Gorsuch, surgirá un riesgo para aquellos que irán a la reelección en 2018 en estados donde ganó Trump con holgura. Si votan algunos por Gorsuch, la base demócrata y el activismo de izquierda los masacrarán, políticamente hablando. Si los republicanos no logran 60 votos, pueden optar por la “opción nuclear”, es decir cambiar las reglas de juego para que sea necesaria una mayoría simple. Lo cual, sin embargo, implicaría abrirle las puertas de una fácil aprobación, en el futuro, a una nominación progresista bajo una eventual mayoría escueta del Partido Demócrata.
La batalla de Gorsuch ha empezado. No hay, no habrá en mucho tiempo, batalla más decisiva en los Estados Unidos.
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