Contra el igualitarismo
Según la mitología griega, Procusto era un bandido que vivía en la montaña, en el camino entre Atenas y Eleusis. Ofrecía posada a los incautos viajeros y les invitaba a descansar en su famosa cama de hierro. Durante la noche, mientras su huésped dormía, Procusto se aseguraba de que su estatura fuese idéntica a las medidas de su cama: si el invitado era demasiado alto, serraba los pies que sobresalían del lecho; si por el contrario su estatura era menor, estiraba sus piernas hasta que se ajustaran al largo de la cama. Así, a la posada de Procusto llegaban viajeros de diversas estaturas, unos más altos y otros más bajos, pero salían todos midiendo exactamente lo mismo.
La obsesión igualitaria, en mayor o menor medida, siempre ha formado parte de la naturaleza del ser humano. Pero en los últimos tiempos, a raíz de la Gran Recesión, está adquiriendo una mayor relevancia en el ámbito económico y se está haciendo con un espacio central en el debate político. Se puede ver en el éxito de autores como Piketty, Krugman, Stiglitz o Milanovic, en la proliferación de informes alarmistas sobre la dispersión estadística de la renta y la riqueza en el mundo o en el crecimiento de los movimientos políticos que exigen medidas estatales para igualar los ingresos y patrimonios de las personas en los países occidentales.
Contra este renacer del síndrome de Procusto, la editorial Deusto acaba de publicar en España “La tiranía de la igualdad”, del chileno Axel Kaiser. Este libro constituye una enmienda a la totalidad al pensamiento igualitarista, entendiendo como tal la defensa de medidas coactivas ejercidas desde el Estado destinadas a imponer una igualdad material en la sociedad, es decir, una distribución más igualitaria de la renta y la riqueza. El igualitarismo es un tremendo error desde dos puntos de vista: desde una perspectiva ética es injusto y desde una óptica económica es enormemente empobrecedor para todas las capas sociales.
Axel Kaiser explica que el igualitarismo se basa en la coacción, en la sistemática violación de los derechos más básicos de las personas: la libertad individual y el derecho de propiedad. El Estado busca alcanzar esta igualdad de resultados mediante privilegios y discriminaciones legales, obligaciones y prohibiciones arbitrarias y mediante la expropiación y redistribución de los legítimos recursos de familias y empresas. Así, el igualitarismo se ve obligado a abandonar el principio en el que se basa una sociedad liberal, el de igualdad ante la ley, para tratar de forzar una igualdad mediante la ley.
Como explica el filósofo Robert Nozick en “Anarquía, Estado y Utopía”, no sólo es que sea necesario asumir un pequeño recorte de libertades para alcanzar una distribución de los recursos “justa”. Es que si la justicia dependiera de cuál es la distribución final de los recursos, la libertad individual y los derechos más básicos quedarían totalmente eliminados. Nozick ponía un ejemplo similar al siguiente: supongamos que existe una determinada distribución de los recursos que podemos considerar “justa”, y que una sociedad por fin logra alcanzarla. Al día siguiente, un millón de personas de dicha sociedad deciden, libremente, pagar 10 euros a Roger Federer y Rafa Nadal para ver un partido entre ambos. Cada una de ese millón de personas pasaría a tener 10 euros menos, mientras que los afortunados tenistas verían incrementada su riqueza en 5 millones de euros cada uno. Aunque en apariencia no se ha cometido ninguna injusticia, desde una perspectiva igualitaria la nueva distribución de la riqueza sería de nuevo injusta. El Estado tendría, por tanto, que limitar de manera continua la libertad de las personas, pues cada transacción que realicen alterará esa supuesta distribución ideal. Una concepción de la justicia que dependa de las acciones de las personas es incompatible e irreconciliable con una que dependa de la distribución final de los recursos. El igualitarismo, por tanto, socava contra la libertad individual y los derechos más básicos de las personas, y por ello es profundamente injusto.
Si dejáramos de lado los criterios éticos y analizáramos el igualitarismo desde una perspectiva puramente económica, la conclusión es que seguiría siendo un gran error. Economistas como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek explicaron que el único sistema racional de producción económica, el único que permite la coordinación y asignación de los recursos mediante el cálculo económico, es el proceso de mercado. El mercado permite coordinar los esfuerzos de todas las personas y los recursos existentes con las preferencias de los consumidores mediante el sistema de precios, arrojando beneficios y pérdidas y distintos niveles de rentabilidad. La forma en la que el mercado va distribuyendo los recursos no es arbitraria, sino que es parte esencial de ese mecanismo de transmisión de información y de generación de incentivos que permite la coordinación económica y el florecimiento de la prosperidad humana.
No es casualidad que los países más prósperos del mundo tiendan a ser aquellos que disfrutan de un alto grado de libertad económica. La libertad económica es un contrastado camino hacia la prosperidad. Por el contrario, aquellos países que para tratar de alcanzar una utopía igualitarista caen en la tentación de socavar la libertad individual, inevitablemente tienden a convertirse en países en los que es difícil prosperar. Al alterar mediante el uso de la coacción la asignación de recursos del mercado, se deteriora, y en el extremo se destruye, el proceso coordinador que permite que las personas prosperen. El igualitarismo, por tanto, no sólo es injusto, sino que también es enormemente empobrecedor.
Decía el economista español Pedro Schwartz: “No me importa la desigualdad porque no soy envidioso. Me importa la pobreza”. A muchos aún sorprende descubrir que son dos cosas distintas. Dónde preferiría usted vivir, ¿en un país próspero, en el que ricos y pobres tengan un nivel de vida elevado aunque la distribución sea muy desigual o un país muy igualitario aunque sea muy pobre? Los flujos migratorios hablan por sí mismos: la gente no tiende a emigrar a países igualitarios, sino a países prósperos, que ofrezcan oportunidades de crecimiento y en los que puedan desarrollar sus planes vitales en libertad. El problema para los igualitaristas es que la solución para resolver el problema de la pobreza no es la igualación coactiva de las rentas que ellos proponen, sino la libertad económica. Será por eso que cuanto más desciende la pobreza en el mundo (hoy, por primera vez en la Historia, menos del 10% de la población mundial vive en condiciones de pobreza absoluta), más alarmistas se vuelven los igualitaristas y con más intensidad trasladan a la opinión pública que estamos peor que nunca.
Aun así, es legítimo que muchas personas tengan una fuerte preferencia por vivir en una sociedad igualitarista, en la que todos tengan niveles de renta o riqueza similares. Lo bueno del liberalismo es que, como decía Robert Nozick, constituye un marco para las utopías: es un sistema de convivencia que permite a cada cual asociarse de manera voluntaria para vivir de acuerdo con su propia concepción de la buena vida. Así, cualquier igualitarista podría, dentro de un sistema liberal, juntarse con otros que tengan las mismas preferencias y vivir en una comuna, un kibutz o un monasterio; o pueden afiliarse a una organización filantrópica, a una parroquia o a una sociedad de ayuda mutua. El liberalismo no sólo permite a quienes tienen preferencia por una mayor igualdad de rentas poner en práctica sus convicciones de manera pacífica y voluntaria, sino que en la realidad se comprueba que los países con un alto grado de libertad tienden a estar entre los primeros puestos de la lista de países más filantrópicos.
En conclusión, el igualitarismo es injusto desde el punto de vista ético y empobrecedor desde una perspectiva económica. Una alternativa superior ética y económicamente es el liberalismo: un sistema integrador que promueve el respeto a la libertad y derechos de las personas, genera prosperidad y oportunidades para todos, y a la vez permite que cada cual pueda desarrollar sus proyectos vitales siempre y cuando respete ese mismo derecho a todos los demás. Contra el dañino síndrome de Procusto, libertad.
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