Trump, ¿hacia el modelo canadiense?

El Presidente Trump ha emitido esta semana dos señales sorprendentes en relación con la inmigración. Dada su capacidad para dar bandazos y el clima tóxico que su retórica ha alimentado, es difícil saber si está realmente dispuesto a dar el viraje que esas señales anuncian. Pero tratándose del primer mandatario estadounidense, hay que tomarlas en cuenta.
La primera señal la emitió en una reunión privada con medios de comunicación severamente críticos el día en que debía dar su primer discurso ante el Congreso de los Estados Unidos. En ese almuerzo, Trump se declaró “llano” a contemplar la posibilidad de una reforma migratoria semejante a la que impulsó, sin éxito, George W. Bush en 2007. Como se trataba de un intercambio de pareceres “off the record”, ninguno de los medios lo citó directamente, pero la información se coló por los filtros.
La segunda señal la emitió esa misma noche en su discurso ante el Congreso. Allí no repitió lo que había dicho a los periodistas en privado pero dijo que propondría un sistema migratorio “basado en el mérito”, semejante al que rige “en Canadá y Australia”.
Es la primera vez, ya sea en campaña o en la Casa Blanca, que Trump se aparta del discurso puramente nativista y acepta discutir opciones que supongan validar flujos migratorios permanentes. Es difícil que esto no haya dado escalofríos a quienes, como Marine Le Pen en Francia o Geert Wilders en Holanda, encabezan encuestas por el mundo agarrándose con fiereza al modelo “Trump”. El modelo, se entiende, anterior a las señales enviadas esta semana.
Si Trump opta por la propuesta de Bush que no rechazó en privado, quiere decir que está dispuesto a abrazar lo que para él era hasta ayer un anatema: la legalización de 11 millones de indocumentados. Porque eso mismo fue lo que propuso Bush: reforzar la aplicación de las leyes migratorias y la frontera, pero al mismo tiempo abrirles a los inmigrantes ilegales “una vía” hacia la legalidad y eventualmente la ciudadanía. También aspiraba a modificar el énfasis de la actual política migratoria, que reside en la reunificación familiar, para que la prioridad la tengan los inmigrantes con un ofrecimiento de empleo.
Si Trump opta por el modelo canadiense -y este es el paradigma que sacudió ante los ojos del país la noche del martes en su discurso, por tanto debemos suponer que es el preferido-, propugnará un sistema de “méritos” basado esencialmente en la acumulación de “puntos”. Esos puntos dependen de la competencia profesional, el dominio del inglés y el nivel educativo. En otras palabras, el modelo canadiense, del que el australiano es un reflejo, pone el acento en la inmigración cualificada, en contra de la de bajo nivel educativo y profesional. Muchos países del mundo han debatido el modelo canadiense, que rige desde los años 90, pero es la primera vez que un presidente estadounidense lo convierte en la referencia de su propia propuesta de reforma migratoria.
Donald Trump, es cierto, se cuidó mucho de no acompañar esta señal de mención alguna a lo que haría con los 11 millones de indocumentados. Habló de los que han cometido delitos o crímenes, a quienes se está persiguiendo con renovados bríos, pero no de los otros, que son los más. Al no referirse a ellos, ¿dejaba acaso abierta la puerta a la solución que en el almuerzo privado había dicho estar dispuesto a contemplar?
Canadá, como Australia, comparte con Estados Unidos algo muy importante: a diferencia de otros países, su mito fundacional, la idea que tiene de su propio origen, no está basada en la etnicidad o la “nación”, sino en una comunidad que se hace desde cero a partir de ciertos principios de gobierno, convivencia y legalidad. Podría decirse que se trata de un “credo” antes que de una “nación”. ¿Por qué es esto clave? Porque la consecuencia natural de un modelo basado en el credo antes que en la nación es la diversidad o pluralidad étnica, es decir la inmigración.
Durante mucho tiempo quienes defendieron esta idea en Estados Unidos, Canadá y Australia lograron imponerse, no sin sufrir duros reveses temporales, a quienes querían hacer prevalecer la idea nacionalista, que surgió en algún momento del siglo XIX en todos estos países. Desde entonces, la discusión es una pugna entre ambas visiones. La de Trump es claramente una visión más enfeudada a la idea nacionalista que a la ideológica en lo que respecta al origen y la evolución histórica del país. De allí que -por lo menos hasta esta semana- su posición en materia migratoria haya rayado en la xenofobia y la discriminación étnica.
Pero como se trata, al fin y al cabo, de un negociador nato, no puede descartarse que Trump haya intuido que no hay forma en la práctica de imponer una visión nacionalista en un país con tantos inmigrantes, con la tradición que tiene y con las conexiones que lo atan al mundo entero. Y, por tanto, que haya entendido la necesidad de pactar.
De lo que no hay duda, es de que, en caso de impulsar una reforma semejante a la iniciativa de Bush o al modelo canadiense, se producirá un cambio capital en la política, es decir la legislación, migratoria de Estados Unidos. La que rige en la actualidad -con alteraciones- es la de 1965, que fue cataclísmica en su impacto. Hasta entonces, lo que había prevalecido en Estados Unidos era la inmigración europea (y canadiense). En los años 50, por ejemplo, dos terceras partes de los inmigrantes legales eran de Europa o Canadá, 25% de América Latina y 6% de Asia, etc… La ley de 1965 cambió drásticamente la composición porque abrió las puertas a la reunificación familiar. Como los inmigrantes europeos, muchos de ellos de segunda o tercera generación, ya no tenían en los países de origen demasiados parientes cercanos a quienes reclamar, fueron sobre todo los latinoamericanos -y en menor medida los asiáticos- quienes aprovecharon las posibilidades de la nueva legislación.
Era una ley que reflejaba la forma de pensar de la generación que se había hecho adulta en la Segunda Guerra Mundial. Para esta generación, había llegado la hora de valorar a las antiguas colonias de Occidente, a la “periferia” del mundo. No previeron, claro, la magnitud de lo que sucedería. Hay un delicioso discurso del finado senador Edward Kennedy durante los debates de aquella ley que yo cito en un libro mío sobre la inmigración porque recoge espectacularmente la falta de previsión de quienes impulsaron aquel cambio crucial en la legislación migratoria.
En esa intervención en el Congreso estadounidense, Kennedy dice que la ley “no cambiará el ‘mix’ étnico de la inmigración” y que no irán a Estados Unidos “un millón de inmigrantes cada año”. Como sabemos, el ‘mix’ cambió drásticamente, pues ya en los años 80 la mitad de los inmigrantes eran latinoamericanos, un 37% eran asiáticos y apenas 13% eran europeos. Y, por supuesto, “un millón” es más o menos la cifra de inmigrantes que empezaron a llegar anualmente…
Lo que está, pues, en juego, es nada más y nada menos que modificar, medio siglo después, la ley seminal y la “última ratio” de la inmigración contemporánea en Estados Unidos.
Por su parte, tanto Canadá como Australia habían sido hasta los años 90 países con políticas migratorias abiertas y flexibles, aunque en ciertos casos (por ejemplo, el de los chinos en Australia) las restricciones eran enormes y apuntaban a evitar una recomposición étnica del país. El primer ministro Pierre Trudeau, por ejemplo, había sido un defensor idealista de la inmigración en Canadá. Pero en los años 90, ese país, donde se producía el debate intenso que hoy se produce en tantos otros, instauró un sistema de puntaje para favorecer a los inmigrantes con competencia profesional, dominio del idioma y alto nivel educativo. Australia lo copió, con leves variaciones, poco después.
Como toda ley que interfiere entre la oferta y la demanda, la legislación basada en el “mérito” partía de un criterio arbitrario. No buscaba que Canadá tuviera el número de inmigrantes que el país -su economía- necesitaba, sino el que el gobierno decretara. Primero se fijaba, políticamente, la cuota y luego se adaptaba la realidad a esa decisión en lugar de que fuese la ley la que reflejase la realidad. Sin embargo, esta legislación resultaba atractiva porque permitía mantener la imagen de un Canadá relativamente abierto a la inmigración y daba a los países donde este asunto provocaba grandes enfrentamientos un modelo alternativo.
Es más fácil para un político decirle a su pueblo que aceptará inmigrantes bien educados que aportarán a la sociedad receptora su competencia y sus conocimientos, y que se adaptarán rápidamente porque dominan el idioma, que convencerlo de que la inmigración de bajo nivel educativo es tan necesaria para la economía como la otra y que en dos generaciones el idioma no será un problema…
El otro atractivo de esta ley es que da al nativista un instrumento sutil para introducir una discriminación étnica sin que se note demasiado. Aunque esto está cambiando con la globalización y el avance de los “emergentes”, es obvio que los aspirantes a emigrar desde países menos desarrollados y libres, que no han tenido las mismas oportunidades que los ciudadanos de países prósperos con estado de derecho, están en seria desventaja frente a otros a la hora de acumular puntaje y hacer méritos ante las autoridades migratorias estadounidenses (o canadienses o australianas).
Sucede, sin embargo, que dada la toxicidad política de este debate, si Trump se muestra dispuesto a legalizar a los indocumentados y propone un sistema de mérito, los demócratas y la prensa “liberal” podrían respaldarlo como el mal menor. La razón es que -in pectore, al menos- concuerdan en que el sistema vigente debe ser modificado y que se deben introducir nuevos criterios para restringir la inmigración de los menos preparados.
Muchos estudios demuestran que el aporte de los menos cualificados a la economía es significativo y que, si bien en una primera instancia, reducen muy ligeramente los salarios, ello es compensado de muchas formas, incluyendo la demanda de bienes y servicios que aportan a la economía. El académico de Harvard George Bojas, por ejemplo, ha dicho que en el peor de los casos los indocumentados reducen temporalmente 10% el salario de los menos cualificados (lo cual, por cierto, es un argumento tácito a favor de legalizarlos).
Pero nadie en el Partido Demócrata y en la gran prensa de izquierda propone una política totalmente porosa y flexible. Proponen legalizar a los indocumentados pero aceptan restricciones para los nuevos inmigrantes. De allí que la postura que Trump ha adoptado esta semana -y que está por verse si va en serio- haya creado en ambos partidos la expectativa de una salida al entrampamiento.
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