Putin contamina las democracias liberales
Sin duda Vladimir Putin sigue siendo el hombre fuerte de Rusia y en las elecciones de 2018 podría ganar un cuarto mandato, pero la juventud comienza a hartarse de los desmanes de su gobierno y no oculta su descontento.
Hace un tiempo era difícil imaginar manifestaciones multitudinarias en contra de un jefe de estado que se ha valido de un caudillismo ultranacionalista para desempolvar la noción de una potencia con vocación imperialista. Putin, que lleva a cuestas su pasado de agente de la KGB, no sólo gobierna con mano dura en Rusia. Este nostálgico de la Unión Soviética en plena guerra fría también pretende extender sus tentáculos en el ámbito internacional, enturbiando los procesos electorales allá donde pueda colocar a sus hackers y su aparato de Inteligencia, tal y como sucedió en las elecciones en Estados Unidos y ahora en el propio patio de Europa, donde el gobernante ruso favorece a movimientos nacionalistas como el de Marine Le Pen en Francia.
Pero a la ciudadanía rusa ya no le basta el exhibicionismo de un mandatario más preocupado por sus pectorales de forzudo que por el bienestar y la libertad de la sociedad que preside. Sin ir más lejos, el pasado 26 de marzo en Moscú y otras ciudades del país miles de personas se echaron a las calles para protestar contra la corrupción rampante que, según la oposición, reina en la cúpula de poder.
La convocatoria la organizó en las redes sociales Alexei Navalny, uno de los más acérrimos detractores de Putin que aspira a la presidencia con el lema “Es hora de elegir”. Navalny “colgó” un video que expone la presunta trama de corrupción en la que estaría implicado el primer ministro Dmitri Medvedev, quien aparentemente ha amasado una fortuna por medio de millonarios negocios inmobiliarios con la bendición de Putin. Medvedev no sería el único, pues la oposición acusa al entorno del presidente de
Putin digiere mal estas denuncias y la creciente decepción de una generación más joven que sigue las voces disidentes de grupos como las Pussy Riots, conocidas por irreverentes performances contra el gobierno que les han costado detenciones y prolongados encierros. Para el presidente ruso estas manifestaciones son el producto de una supuesta “injerencia” de fuerzas internacionales en los asuntos internos del país.
Es evidente que lo que intenta conseguir Putin en el exterior, que es desestabilizar y debilitar las democracias de Occidente, no quiere que le suceda en su propio terreno, donde procura perpetuarse como dueño y señor de la gleba que maneja a su antojo. De ahí que sea implacable con adversarios que en ocasiones han muerto en circunstancias misteriosas, y con disidentes que han acabado en los gulags que todavía existen como residuos del comunismo a la antigua usanza.
A Putin podría aplicársele el dicho, “Aunque la mona se vista de seda, mona se queda”. Su mentalidad es la de un agente de la seguridad del estado que ha de aplastar cualquier brote de autonomía y libertad individual. Así fue programado en los años más oscuros de la Unión Soviética y ese chip lo lleva dentro de su henchido pecho.
Mientras el gobernante ruso contamina las democracias liberales que bajan la guardia ante un personaje tan tóxico, sus propios electores comienzan a sentirse saturados de un régimen que despide el tufo de una casposa oligarquía. Nada bueno se puede esperar de un apparatchik ex KGB.
©FIRMAS PRESS
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