Argentina: Competencia populista y gasto público
Si uno mira la historia económica contemporánea argentina se va a encontrar con múltiples crisis. Desde inflación alta, hasta mega inflación e hiperinflación. También encuentra varios defaults de la deuda, confiscaciones de los depósitos bancarios, pesificaciones y aumentos impositivos transitorios que se transformaron en permanentes.
El actual impuesto a las ganancias nació en la década del 30 como el impuesto a los réditos y fue un impuesto de emergencia. Es decir, vivimos en emergencia hace 80 años. El IVA fue aumentado transitoriamente en 1995 por la crisis del tequila y todavía continúa en los niveles de transitoriedad. El impuesto al cheque nació en 2001 como un impuesto transitorio y ya lleva 16 años de vida. Los derechos de exportación que Duhalde estableció transitoriamente en 2002 tienen una larga vida de 15 años. En definitiva, el Estado se ha transformado en un saqueador del sector productivo de la economía.
La causa de los defaults, confiscaciones de depósitos, hiperinflación y endeudamiento es el gasto público, esa vaca sagrada que nadie se anima a tocar porque supuestamente es políticamente incorrecto o inviable.
Si uno mira la evolución del gasto público consolidado (el gasto de la nación, las provincias y los municipios) con relación al PBI puede ver que en 1980 el gasto público consolidado representaba el 29% del PBI y en 2016 llegó al 48% del PBI. A lo largo de las décadas del 80 y del 90 el gasto público consolidado se mantuvo en el orden del 30/35 por ciento del PBI y en esos períodos hubo defaults, megainflaciones, ahorro forzoso, aumentos del IVA, defaults, etc. En 2001 el gasto público consolidado estaba en el 35,6% del PBI y no pudo ser financiado. Cuando se acabó el financiamiento externo estalló todo y terminamos en la confiscación de los depósitos y en una crisis institucional. La pregunta es: ¿por qué si en 2001 el gasto público no pudo ser financiado cuando representaba el 35% del PBI, ahora estando en el 48% sí va a poder ser financiado?
El gobierno apuesta a que congelando el gasto público en valores constantes, es decir, que no suba nominalmente más que la inflación, y con la economía creciendo al 3/3,5 por ciento anual, crecerá la recaudación y el déficit fiscal bajará del 4,2% este año al 2,2% en 2019. Más allá que hoy el déficit fiscal está en el orden del 8% de PBI, por el momento no se están cumpliendo ninguno de los requisitos para que se produzca la mencionada baja. La economía todavía no crece a ese ritmo, la recaudación aumenta por debajo de la inflación y el gasto aumenta por encima de la inflación. Al menos en los dos primeros meses de 2017 los números dan justo al revés y el déficit fiscal creció el 80% al compararse el primer bimestre de este año versus el mismo bimestre de 2016.
La pregunta que surge es: ¿por qué insistimos en no bajar el gasto público si sabemos que siempre termina mal la historia de querer evitarlo? ¿Por qué se piensa que el gasto va a ser licuado por el aumento del PBI si la historia demuestra que el gasto público termina licuando al sector privado hasta que ya no puede financiar al Estado?
Mi impresión es que la democracia se ha transformado en una competencia populista en la que el que más gasto público promete, más votos obtiene. Esta competencia populista consiste en tratar de exprimir a unos pocos con una feroz carga impositiva para redistribuir esos ingresos entre amplios sectores de la sociedad. El cálculo es que los votos que pierdo por imponer una carga tributaria exagerada son más que compensados con los votos que gano redistribuyendo el fruto del trabajo ajeno.
Los números dan que aproximadamente 8 millones de personas que trabajamos en el sector privado en blanco tenemos que sostener a 20 millones de personas que reciben mensualmente un cheque del Estado (empleados públicos nacionales, provinciales y municipales, jubilados, pensionados, planes sociales, etc.). Si uno propone reducir la cantidad de empleados públicos o ponerle un límite de tiempo y monto a los planes sociales es tratado de insensible. ¿Cómo van a sobrevivir esas personas sin el dinero que les da el Estado?
En rigor el Estado no les da ningún dinero propio porque no lo tiene. Le da dinero que le quita al contribuyente y nadie parece preguntare cómo va a sobrevivir el contribuyente sosteniendo semejante peso del gasto público.
Desafortunadamente una parte importante de la dirigencia política ha tomado esta actividad como un negocio. Y un negocio muy redituable. Para eso necesita votos y los votos se consiguen con la oferta populista de redistribuir ingresos, organismos públicos innecesarios y otros tipos despilfarros.
Esta competencia populista por redistribuir ingresos siempre es presentada como un acto de solidaridad social, como si los dirigentes políticos tuviesen el monopolio de la solidaridad y el resto de los ciudadanos fuésemos unos egoístas que disfrutamos ver a la gente en la pobreza. La dirigencia política nos ha vendido el argumento que ellos son buenos y el resto somos malos. Que unos son pobres porque otros son ricos, de manera que ellos han venido a este mundo a restablecer la justicia matando con impuestos a una parte de la sociedad para redistribuirla entre los más humildes.
El resultado de este relato es que la fenomenal carga tributaria espanta las inversiones y cada vez hay menos puestos de trabajo en el sector privado y más gente viviendo del empleo público y de los subsidios. Como se invierte poco, la riqueza generada sobre la que se aplica la carga tributaria es cada vez menor y se tiene menos para redistribuir. Con lo cual siempre terminamos en una crisis fiscal, sea por default, devaluación, mega inflación o confiscaciones.
En la medida que los políticos sigan pensando en el resultado de las próximas elecciones y no piensen como estadistas de largo plazo, la democracia seguirá siendo una competencia populista que destruye la riqueza que se genera. Es decir, una máquina de generar pobres porque el estado seguirá destruyendo al sector privado. El que realmente genera riqueza.
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