Política y destino de la historia
No hay dos épocas que tengan las mismas intenciones filosóficas; claro es que me refiero a la verdadera filosofía y no a las minuciosidades académicas sobre las formas del juicio o las categorías del sentimiento.
Oswald Spengler
Según José Ortega y Gasset, el hombre no tiene naturaleza, sino historia. Somos el producto de nuestras decisiones, las que, si bien se toman en circunstancias específicas, no responden a ningún determinismo. Hay diferentes factores que influyen al momento de afrontar problemas del presente; sin embargo, existe un margen para la libertad, gracias al cual nos consideramos autónomos. Así, cuando no asoma la insensatez, tanto los aciertos como las equivocaciones sirven para tener una vida en donde lo pasado permita nuestro avance. No me refiero ahora al progreso de orden intelectual; pienso en cómo esas vivencias pesan cuando hablamos del poder. Pasa que una mirada puesta en el ayer puede ayudar a quienes anhelan la fabricación de pretextos para su encumbramiento político.
No es posible concebir la política sin tener en cuenta el poder, cuya restricción ha originado variadas e imprescindibles disputas. Desde Hobbes hasta Foucault, por citar algunos filósofos, se ha reflexionado al respecto, deliberando sobre su ejercicio y manifestaciones en nuestra realidad. Con todo, destaco el tema de su justificación porque, para presentarla como algo indiscutible, se puede recurrir a Dios, la razón o el pasado. En efecto, la historia puede ser empleada para respaldar autoridades, gobiernos o sistemas que ya no parezcan tener ningún otro sustento. De esta manera, en criterio del régimen que las invoca, esas épocas pretéritas acreditarían su llamado a mandar al semejante, quien, si no quiere contradecir el hado nacional, debe obedecer cualesquier órdenes.
Obviamente, aun cuando nos castiguen con discursos que, sin seriedad, señalan al pasado como fuente de su legitimidad, cabe inclinarse por la desconfianza. Ocure que la historia puede ser también entendida como una invención de quienes ansían la conquista o conservación del poder. Es conocido el alegato de que contendría sólo aquello favorable a sus intereses, no sintiendo pesar si se deben tergiversar hechos por los cuales su ensalzamiento resulte cuestionable. Siguiendo esta línea, la finalidad no es posibilitar que los ciudadanos conozcan de su sociedad, recordando éxitos, pero asimismo discutiendo en torno a sus abominaciones; para esos gobernantes, lo fundamental es proyectar al régimen como la encarnación del destino.
En una de sus ingeniosas frases, Aldous Huxley escribió: “La gran lección de la historia es que no se aprendió la lección de la historia”. Esta reflexión puede usarse para criticar a las personas que pretenden hallar un sentido, una conexión, razonable y coherente, entre los distintos tiempos. Es una enseñanza que no debe relegarse. No tenemos ninguna fuerza suprahumana capaz de impulsar nuestro adelanto o, en varios casos, imponer el retroceso; por ende, aunque recuerden profecías milenarias, los regímenes no deberían invocarla. Por otro lado, esa sentencia del autor de Un mundo feliz, libro harto recomendable, es útil para reconocer nuestras falencias. Porque, pese a las extraordinarias facilidades que se nos brinda hoy para conocer de los errores del pasado, somos terribles aprendices. Por ejemplo, pueden mostrarnos cómo una ideología propagó hambrunas, muertes e irracionalidades dondequiera que tuvo presencia; no obstante, muchos sujetos prefieren una cómplice y estúpida incredulidad. Optan por esperar a su redentor, al mortal que sea la síntesis de siglos en los cuales su nombre haya sido entrevisto. Mientras tanto, nos condenan a un presente sin un futuro digno, siquiera decente.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
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