El nocivo ritual de la complacencia
Un sector de la comunidad cree con convicción, que las soluciones vendrán cuando muchos depositen una inmensa voluntad para que todo lo bueno ocurra. Es una actitud meramente emocional, muy infantil y bastante poco racional, ausente de ese mismo pragmatismo que tantas veces endiosan.
Nada grandioso ocurrirá por arte de magia. Las cosas positivas solo suceden cuando se trabaja a conciencia para conseguirlas, luego de una secuencia plagada de decisiones correctas e inteligentemente instrumentadas.
No se debería dudar de los sanos propósitos de esos ciudadanos que aspiran a un mejor porvenir. Pero no menos cierto es que eso no es suficiente y que aquel refrán popular que dice que “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones” sigue describiendo la realidad.
Una discutible lógica binaria empuja a la sociedad a suponer que las alternativas solo pasan por criticar todo o aplaudir ciegamente. Emulan la dinámica de oficialismo y oposición de la política tradicional, sin comprender que el rol ciudadano es otro bastante distinto.
Reprobar sistemáticamente la totalidad de lo que hace un gobierno no parece conducente, pero mucho menos lo es ser condescendiente con los errores haciéndose los distraídos solo por ese miedo de retornar al pasado.
La idea de que la crítica es patrimonio exclusivo de los detractores seriales es completamente falaz. Esa postura simplista ignora deliberadamente la chance de apelar a las alertas oportunas que permiten hacer las correcciones necesarias que todo proceso político precisa.
Una eficiente forma de colaborar es señalar lo incorrecto, hacerlo a tiempo y con la vehemencia necesaria. No se puede ayudar a quien no se cuestiona cuando comete errores. Hacer la vista gorda no solo es una mala opción, sino que es absolutamente contraproducente para la vida en comunidad.
Ese mal hábito que minimiza los síntomas de la enfermedad y hasta los oculta, no valora la utilidad que tiene disponer de los avisos que habilitan las oportunas determinaciones que cada circunstancia amerita.
Los gobiernos no están conformados por niños a los que hay que consentir para cuidar su autoestima. Esos políticos, son personas adultas, que aspiraron a tener ese lugar cuando se postularon para ocupar cargos. Fueron seleccionados para resolver problemas y no para recibir aplausos.
Claro que hay gente que utiliza los cuestionamientos con un fin político mezquino. Es parte del juego. Ellos usarán cada error para sacar provecho y mostrarse como una opción para suceder al que está gobernando.
La visión disparatada consiste en suponer que los inconvenientes desaparecerán si se mira para otro lado. En realidad, si no se actúa a tiempo la idealizada tolerancia se puede convertir en complicidad.
Definitivamente las opciones no son solo las más obvias. Ni el que critica siempre lastima, ni el que alaba siempre ayuda. Indudablemente, el peor de los caminos es advertir la equivocación y omitir los cuestionamientos. No solo es una postura cínica sino que es altamente perjudicial para todos.
Identificar un problema debe ser una virtud, porque permite accionar en la dirección adecuada, con la antelación suficiente, sorteando esas complicaciones que efectivamente pueden ser evitadas. Poco sentido tiene esperar a que todo sea luego mucho más difícil de resolver.
Una apreciación adversa sobre la realidad es como una señal. Su tarea es avisar que algo está mal, que no funciona como debe. Si se registra la presencia de esta amenaza con la debida seriedad y no se prefiere ignorarla solo porque es negativa, una modificación del rumbo puede encaminar todo.
Claro que el interlocutor que emite el juicio es un actor principal. Algunos se descalifican por si mismos por su conocida intencionalidad, pero siempre es saludable chequear la totalidad de las observaciones. Es menester testear todas ellas para eventualmente aceptarlas o descartarlas según sea el caso.
Los gobernantes deben ser menos hipersensibles a los cuestionamientos. No ocupan sus puestos para ser objeto del elogio cívico. No es ese su destino y la sociedad no tiene el deber de aclamarlos por sus exitosas intervenciones.
Una sociedad condescendiente solo estimula políticas erróneas, alimenta la infaltable arrogancia de los funcionarios de turno y posterga su propia prosperidad. Definitivamente, hacerlo es una decisión muy costosa.
Muchos repetirán aquel lugar común que sostiene que “los extremos siempre son malos”, intentando encontrar un falso punto medio. Son los que reclaman esa falsa objetividad de aplaudir los aciertos con la misma intensidad que se plantean los enojos frente a los yerros.
La misión de un gobierno es garantizar a los ciudadanos el pleno ejercicio de sus derechos. Ovacionar funcionarios no es un deber cívico. Cuando los que gobiernan se limitan a su tarea, son las personas las que se encargan de su propia felicidad.
Los respaldos políticos se plasman en las urnas en un contexto donde los partidos ofrecen propuestas de futuro. Una gestión aceptable, probablemente reciba acompañamiento para continuar su tarea, pero a veces los ciclos inexorablemente concluyen a pesar de sus logros.
La gente no tiene la obligación de continuar con un color político o reemplazarlo. No todo es tan lineal. Una elección es solo optar entre alternativas. Eso no convierte a unos en buenos y a otros en malos. Es la percepción subjetiva la que finalmente inclina la balanza hacia la mejor posibilidad disponible de cara al futuro en función de las variantes ofrecidas.
El día que la ciudadanía pierde su capacidad de criticar inicia un perverso circuito de deterioro institucional. Las equivocaciones se naturalizan y todo termina funcionando deficientemente. Los cheques en blanco siempre culminan mal pero todo empieza con el nocivo ritual de la complacencia.
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