Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (IX): la teoría austríaca del monopolio y el Estado
Max Weber, en una de las definiciones más famosas de la historia delas ciencias sociales, identificó al Estado como el detentador del monopolio de la violencia legítima en un territorio. La definición es sumamente interesante, más partiendo de quien la realiza es un autor no anarquista, porque identifica el Estado con la violencia, algo que ha influido muchísimo en tradiciones como la de la sociología histórica (Charles Tilly, Michael Mann, Barrington Moore, John Hall…) que desde entonces han echado por tierra el mito del origen contractual o consentido del Estado moderno y desvelado, por tanto, sus no inmaculados inicios.
Se ha insistido bastante menos, sin embargo, en su carácter de monopolio. La teoría del monopolio austríaca difiere en muchos aspectos de la teoría mainstream y es uno de los principales puntos de desencuentro con las demás escuelas económicas (sólo hay que observar las agrias polémicas entre Scherer por el lado neoclásico y Armentano por el austríaco). Uno de ellos es el de la no existencia de monopolios naturales, que precisen, por tanto, de algún tipo de intervención correctora por parte del gobierno. La teoría económica mainstream defiende que en algunos casos un Estado o una empresa privada puede suministrar un bien o servicio de forma monopolística a un coste muy inferior al que existiría en un entorno competitivo. Esto se debería a las ineficiencias derivadas de su duplicación, que incrementarían los costes sin ofrecer un mejor producto o servicio. Agua corriente urbana o suministro eléctrico serían ejemplos de manual de tales monopolios naturales.
Algunos de los argumentos que se acostumbran a utilizar para defender la existencia del Estado parten de principios muy similares a los de la teoría del monopolio natural, en el sentido de que se presume que es más eficiente la prestación de determinados servicios públicos como los de defensa o justicia en régimen de monopolio por razones muy similares. Esto es, se presume que la duplicidad de tales servicios no sólo incrementaría los costes económicos sino que podría traer consigo incrementos en costes sociales tales como inestabilidad, conflicto o falta de seguridad jurídica. Debemos, pues, proceder a analizar la pertinencia de tales argumentos. En este artículo analizaremos, en primer lugar, los aspectos económicos, dejando para un artículo posterior el análisis de los costes sociales del monopolio público.
En lo que se refiere a los costes económicos de la competencia en un determinado territorio de varias empresas u organizaciones dedicadas a prestar los mismos servicios, creo que el argumento estatista no tiene fácil defensa. En primer lugar, la defensa es un bien subjetivo, esto es, no todas las personas tienen la misma percepción de inseguridad ni perciben de la misma forma cuáles son los enemigos potenciales. La última invasión sufrida por los españoles fue la francesa. Pues bien, entonces hubo españoles (los famosos liberales afrancesados) que la percibieron como positiva y colaboraron con ella mientras que otros se resistieron fieramente a la misma. Tampoco todos los ciudadanos se sienten igual de inseguros. Unos ven enemigos o amenazas potenciales a la seguridad por todas partes mientras que otros van voluntarios a combatir a las peores guerras del mundo o se adentran sin miedo en los barrios más peligrosos.
En segundo lugar, y derivado de lo anterior, no todos están dispuestos a pagar lo mismo por tal servicio e, incluso, algunos pagarían por ser invadidos si esto fuese posible. Dada la forma de prestación del servicio, no todos los ciudadanos están igual de seguros en la forma en que el monopolio de seguridad suministra el servicio. Los habitantes rurales están más protegidos que los urbanos en caso de bombardeos, los que habitan en zonas fronterizas tienen más peligro de ser invadidos, al igual los que viven cerca de un objetivo estratégico. Es decir, no todos los ciudadanos están defendidos por igual y es lógico que presenten demandas distintas y que, por tanto, no estén dispuestos a aceptar los mismos precios monopolistas. De hecho, el monopolio realiza aquí una labor redistributiva de la seguridad que no satisface más que a una pequeña parte de la sociedad.
En tercer lugar, y aun en el caso de que existiese algún tipo de consenso sobre la cantidad de defensa necesaria, no habría forma de establecer los medios en que esta tendría que ser llevada a cabo (el argumento sobre la imposibilidad del socialismo se refiere no a los bienes demandados sino a la imposibilidad de establecer cuál es la forma correcta de producirlos). Los gobiernos, al operar de forma monopolista, determinan cuál es la cantidad y calidad necesaria de defensa y establecen los medios necesarios, pero al no disponer de la información necesaria no pueden determinar los medios apropiados. Es cierto que autores como el nobel Jan Tinbergen han intentado, por ejemplo, calcular las dimensiones óptimas de los arsenales, pero no parece haber tenido mucho éxito, pues no sólo hay que determinar el número óptimo de armas sino determinar cómo, a quién, cuándo y dónde aplicarlas y esto son elementos ajenos al cálculo meramente económico. ¿Aplicarlas con motivos de desmoralización, de mayor destrucción económica, de mayor valor simbólico, a regiones concretas con el ánimo de dividir…? Es más un cálculo político que económico. Sin contar con que, de acuerdo con la teoría de la elección pública, no hay ninguna garantía de que determinados grupos de interés no la capturen y la establezcan de acuerdo con sus propios intereses. Autores como Mary Kaldor (en su genial El arsenal barroco) afirman que buena parte del armamento estatal no responde a necesidades de defensa, sino a imperativos de prestigio o de impresionar al enemigo o la propia población (solo hay que observar los desfiles militares para darse cuenta de que la mayor parte de las armas allí exhibidas no son nunca usadas ni tienen utilidad bélica, sino que sirven para exhibir de forma ritual el poderío estatal). Otros como el libertario Seymour Melman (su El capitalismo del Pentágono sigue siendo lectura obligada) nos explican cómo buena parte de los gastos de defensa viene determinada por las presiones de la industria del armamento y sus conexiones con el poder político. No es una novedad en la historia la captura del gasto en defensa por parte de los lobistas armamentísticos ya desde tiempos de los romanos y que me temo sigue siendo tan vigente como siempre (de hecho, el famoso libro Los comerciantes de la muerte de Engelbrecht está previsto que sea reeditado por Unión editorial más de 70 años después de su publicación). Se darían, por tanto, costes extraordinarios derivados de la búsqueda de rentas por parte de grupos de interés, derivados en buena parte de que al no existir mercados libres, en estos bienes los precios son desconocidos por la población y es fácil que tales asimetrías de información se resuelvan a favor del monopolista y sus contratantes. Algo que es común a muchas de las compras y concesiones llevadas a cabo por las administraciones públicas. Los manuales de gestión pública están llenos de ejemplos de despilfarros en las compras de bienes militares (Trump en sus primeros días desveló algunas de ellas, si bien ahora parece haberlas olvidado).
De esto se puede deducir que la prestación de servicios de seguridad y defensa en un ámbito monopolístico no es necesariamente más barata de lo que sería en una situación de libre competencia y, sobre todo, que para el consumidor de tal servicio puede ser un despilfarro total porque bien no es producida en suficiente cantidad o bien es sobreproducida. Por lo tanto, la característica principal de un monopolio natural no se daría en el caso de la defensa y la seguridad y, por tanto, el monopolio no estaría justificado ni siquiera aceptando (que no las acepto) las teorías mainstream del monopolio.
Otra de las críticas de los austríacos a los neoclásicos en la teoría del monopolio es la falta de concreción en lo que respecta al ámbito geográfico del monopolio. Para los austríacos es normal que en un determinado espacio exista un sólo proveedor y, en este aspecto, podemos decir que todo establecimiento o empresa cuenta con un monopolio de localización con características propias y que depende de los gustos y necesidades del consumidor. Una cafetería puede estar al lado de la otra y una tener sombra y la otra no. Donde yo vivo hay solo un quiosco cerca. Si me enfadase con el vendedor tendría que ir a la ciudad a comprar el periódico con un encarecimiento del precio en tiempo y aparcamientos. ¿Son monopolistas la cafetería y el kiosco? Para mí, de hecho, lo serían, pero no creo que incurran en ninguna práctica colusoria que merezca sanción ni que, por tanto, deba existir provisión estatal de los mismos, pues, en última instancia, si no me satisfacen puedo cambiarlos aun teniendo que incurrir en costes mayores. Pues algo semejante puede ocurrir con la defensa. Obviamente, al igual que con la carretera o el quiosco, puedo preferir una organización de defensa de proximidad por las ventajas que pudiera tener (estos pueden conocer mis necesidades mejor o estar más próximos culturalmente), pero debería ser el consumidor quien determine qué agencia es la que mejor le provee el servicio y no que esta le venga impuesta. Los gibraltareños parece que no desean agencias protectoras de proximidad y prefieren ser defendidos a distancia y, en este caso, como en el de otros enclaves que existen en el mundo, la teoría del monopolio natural, por razones geográficas, no parece funcionar bien. Supongamos un Estado llamado Rallonia, monopolista de la violencia en un territorio. Supongamos que su población tiene diferencias irreconciliables sobre la cuestión de las letras reales y el tipo de reserva y se secesionan creando dos Estados donde había uno, el Rallistán y Rallolandia, pero su división es de forma no compacta manteniendo enclaves, que prefieren ser defendidos por sus correligionarios. Bien, donde antes había monopolio ahora existen monopolios, pero de forma discontinua y sin poder descartar que alguno de estos enclaves se secesione a su vez. Estas situaciones existieron históricamente y existen hoy en países como Líbano, Armenia o Bosnia con enclaves de este tipo. Recordemos que teóricamente la secesión no tiene límites definidos, dado que los Estados no tienen escala óptima. Entonces ¿en qué se diferencia esta situación de monopolio estatal en pequeños enclaves de una situación de libre mercado en el que existan agencias voluntarias en competencia también protegiendo pequeños enclaves? Una agencia de protección tampoco tiene una escala definida, y puede proteger un domicilio particular, un condominio, un barrio, una ciudad, una región, etc., y a su vez puede perfectamente ser la única agencia en cada uno de esos territorios sin que podamos hablar de monopolio. De la misma forma en que solo tengo un quiosco y este no es monopolista, puedo también tener una única agencia de protección privada sin ser esta tampoco monopolista. Lo único que los diferencia es que en un caso se usa la fuerza para someter a la clientela y en la otra no, pero no es una cuestión de necesidad estricta.
Otro aspecto a tratar del monopolio natural es el que se refiere a los costes de duplicar servicios, esto es, que sea extraordinariamente caro duplicar las redes de suministro y, por tanto, solo compense tener una. En el ámbito de la defensa se refiere a si puede ser conveniente o no la redundancia en lo que respecta al diseño y logística en el suministro de tal servicio, o si es más conveniente la prestación única, no solo en términos relacionados con el cómputo económico sino también en el ámbito de la paz social. Esto es, ¿pueden convivir en un territorio distintas agencias de protección sin que existan conflictos sociales, étnicos o religiosos derivados de tal multiplicidad? ¿Pueden existir varios ejércitos o policías en un territorio sin que se peleen entre sí? Yo creo que sí y de hecho ya ocurre, pero esa idea será desarrollada en próximos artículos.
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