El muro y el Flaco
El País, madrid
Un buen reportaje puede ser tan fascinante e instructivo sobre el mundo real como un gran cuento o una magnífica novela. Si alguien lo pone en duda, le ruego que lea la crónica de Ioan Grillo Bring On the Wall que apareció en The New York Times el pasado 7 de mayo. Cuenta la historia del Flaco, un contrabandista mexicano que, desde que estaba en el colegio, a los 15 años, se ha pasado la vida contrabandeando drogas e inmigrantes ilegales a Estados Unidos. Aunque estuvo cinco años en la cárcel no se ha arrepentido del oficio que practica y menos ahora, cuando, dice, su ilícita profesión está más floreciente que nunca.
Cuando el Flaco empezó a traficar con marihuana, cocaína o compatriotas suyos y centroamericanos que habían cruzado el desierto de Sonora y soñaban con entrar a Estados Unidos, el contrabando era un oficio de los llamados coyotes, que trabajaban por su cuenta y solían cobrar unos cincuenta centavos por inmigrante. Pero como, a medida que las autoridades norteamericanas fortificaban la frontera con rejas, muros, aduanas y policías, el precio fue subiendo —ahora cada ilegal paga un mínimo de 5.000 dólares por el cruce—, los carteles de la droga, sobre todo los de Sinaloa, Juárez, el Golfo y los Zetas, asumieron el negocio y ahora controlan, peleándose a menudo entre ellos con ferocidad, los pasos secretos a través de los 3.000 kilómetros en que esa frontera se extiende, desde las orillas del Pacífico hasta el golfo de México. Al ilegal que pasa por su cuenta, prescindiendo de ellos, los carteles lo castigan, a veces con la muerte.
Las maneras de burlar la frontera son infinitas y el Flaco le ha mostrado a Ioan Grillo buenos ejemplos del ingenio y astucia de los contrabandistas: las catapultas o trampolines que sobrevuelan el muro, los escondites que se construyen en el interior de los trenes, camiones y automóviles, y los túneles, algunos de ellos con luz eléctrica y aire acondicionado para que los usuarios disfruten de una cómoda travesía. ¿Cuántos hay? Deben de ser muchísimos, pese a los 224 que la policía ha descubierto entre 1990 y 2016, pues, según el Flaco, el negocio, en lugar de decaer, prospera con el aumento de la persecución y las prohibiciones. Según sus palabras, hay tantos túneles operando que la frontera méxico-americana “parece un queso suizo”.
¿Significa esto que el famoso muro para el que el presidente Trump busca afanosamente los miles de millones de dólares que costaría no preocupa a los carteles? “Por el contrario”, afirma el Flaco, “mientras más obstáculos haya para cruzar, el negocio es más espléndido”. O sea que aquello de que “nadie sabe para quién trabaja” se cumple en este caso a cabalidad: los carteles mexicanos están encantados con los beneficios que les acarreará la obsesión antiinmigratoria del nuevo mandatario estadounidense. Y, sin duda, servirá también de gran incentivo para que la infraestructura de la ilegalidad alcance nuevas cimas de desarrollo tecnológico.
La ciudad de Nogales, donde nació el Flaco, se extiende hasta la misma frontera, de modo que muchas casas tienen pasajes subterráneos que comunican con casas del otro lado, así que el cruce y descruce es entonces veloz y facilísimo. Ioan Grillo tuvo incluso la oportunidad de ver uno de esos túneles que comenzaba en una tumba del cementerio de la ciudad. Y también le mostraron, a la altura de Arizona, cómo las anchas tuberías del desagüe que comparten ambos países fueron convertidas por la mafia, mediante audaces operaciones tecnológicas, en corredores para el transporte de drogas e inmigrantes.
El negocio es tan próspero que la mafia puede pagar mejores sueldos a choferes, aduaneros, policías, ferroviarios, empleados, que los que reciben del Estado o de las empresas particulares, y contar de este modo con un sistema de informaciones que contrarresta el de las autoridades, y con medios suficientes para defender en los tribunales y en la Administración con buenos abogados a sus colaboradores. Como dice Grillo en su reportaje, resulta bastante absurdo que en esa frontera Estados Unidos esté gastando fortunas vertiginosas para impedir el tráfico ilegal de drogas cuando en muchos Estados norteamericanos se ha legalizado o se va a legalizar pronto el uso de la marihuana y de la cocaína. Y, añadiría yo, donde la demanda de inmigrantes —ilegales o no— sigue siendo muy fuerte, tanto en los campos, sobre todo en épocas de siembra y de cosecha, como en las ciudades donde prácticamente ciertos servicios manuales funcionan gracias a los inmigrantes latinoamericanos. (Aquí en Chicago no he visto un restaurante, café o bar que no esté repleto de ellos).
Grillo recuerda los miles de millones de dólares que Estados Unidos ha gastado desde que Richard Nixon declaró la “guerra a las drogas”, y cómo, a pesar de ello, el consumo de estupefacientes ha ido creciendo paulatinamente, estimulando su producción y el tráfico, y generando en torno una corrupción y una violencia indescriptibles. Basta concentrarse en países como Colombia y México para advertir que la mafia vinculada al narcotráfico ha dado origen a trastornos políticos y sociales enormes, al ascenso canceroso de la criminalidad hasta convertirse en la razón de ser de una supuesta guerra revolucionaria que, por lo menos en teoría, parece estar llegando a su fin.
Con la inmigración ilegal pasa algo parecido. Tanto en Europa como en Estados Unidos ha surgido una paranoia en torno a este tema en el que —una vez más en la historia— sociedades en crisis buscan un chivo expiatorio para los problemas sociales y económicos que padecen y, por supuesto, los inmigrantes —gentes de otro color, otra lengua, otros dioses y otras costumbres— son los elegidos, es decir, quienes vienen a arrebatar los puestos a los nacionales, a cometer desmanes, robar, violar, a traer el terrorismo y atorar los servicios de salud, de educación y de pensiones. De este modo, el racismo, que parecía desaparecido (estaba sólo marginado y oculto), alcanza ahora una suerte de legitimidad incluso en los países como Suecia u Holanda, que hasta hace poco habían sido un modelo de tolerancia y coexistencia.
La verdad es que los inmigrantes aportan a los países que los hospedan mucho más que lo que reciben de ellos: todas las encuestas e investigaciones lo confirman. Y la inmensa mayoría de ellos están en contra del terrorismo, del que, por lo demás, son siempre las víctimas más numerosas. Y, finalmente, aunque sean gente humilde y desvalida, los inmigrantes no son tontos, no van a los países donde no los necesitan sino a aquellas sociedades donde, precisamente por el desarrollo y prosperidad que han alcanzado, los nativos ya no quieren practicar ciertos oficios, funciones y quehaceres imprescindibles para que una sociedad funcione y que están en marcha gracias a ellos. Las agencias internacionales y las fundaciones y centros de estudio nos lo recuerdan a cada momento: si los países más desarrollados quieren seguir teniendo sus altos niveles de vida, necesitan abrir sus fronteras a la inmigración. No de cualquier modo, por supuesto: integrándola, no marginándola en guetos que son nidos de frustración y de violencia, dándole las oportunidades que, por ejemplo, le daba Estados Unidos antes de la demagogia nacionalista y racista de Trump.
En resumidas cuentas, es muy simple: la única manera verdaderamente funcional de acabar con el problema de la inmigración ilegal y de los tráficos mafiosos es legalizando las drogas y abriendo las fronteras de par en par.
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