Diana, princesa de corazones
Hace veinte años que Diana Spencer murió trágicamente y todavía despierta la misma fascinación que cuando pasó a formar parte de la familia real inglesa al casarse con el príncipe Carlos.
Con motivo de este aniversario de su muerte en un accidente de tránsito en París, llueven los documentales sobre su vida: desde los más satinados hasta los que escarban en su infelicidad conyugal y sus devaneos amorosos, pasando por uno muy especial, en el que sus dos hijos, Guillermo y Enrique, la recuerdan con sincero cariño y admiración, luchando contra el olvido de una figura materna que desapareció prematuramente.
Diana, que logró alcanzar la estatura de mito en el imaginario colectivo como sucedió con Jackie Kennedy, ha sido deconstruida de todas las maneras posibles como un icono de la cultura de masas. Sin proponérselo, cuando aún era la jovencita sonrojada de diecinueve años que se casó con un príncipe trece años mayor que ella, le bastó poco para cautivar a la plebe: aquellos ojos inmensos, una sencillez transparente y una ingenuidad que fue su encanto y también su perdición.
Desprovista del fogueo que confieren las vivencias e intoxicada por las novelas románticas que escribía su famosa abuelastra, la autora Barbara Cartland, esta muchacha de la aristocracia en la corte de Isabel II se creyó a pie juntillas los cuentos de princesas. Así fue como, según ella misma le confesó años después a su profesor de oratoria en unas grabaciones que hoy se han divulgado, tras una docena de encuentros se comprometió con quien supuestamente estaba destinado a ocupar el trono.
Ajena a las intrigas palaciegas y al conocimiento por parte de casi todos los implicados en el casamiento de que su príncipe azul hacía años estaba enamorado de otra mujer, Diana no avanzó hacia la guillotina como Ana Bolena, pero sí hacia un matrimonio que si bien para el desposado era principalmente de conveniencia, para ella era la escenificación de una fantasía: entrar al castillo enfundada en un vestido abultado como un gigantesco merengue y, como en los cuentos, a ser por siempre felices.
Ahora, a veinte años de un hecho que conmovió al mundo cuando se vieron las imágenes de Diana agonizando entre los hierros de un auto destrozado, el recuerdo de aquella criatura cuya belleza se intensificó a medida que aumentaban su desdicha y frustración, ya no es el de la chiquilla simplona y lozana, sino el de una mujer llena de aristas y con la voluntad de ruborizar a quienes en su momento le sacaron a ella los colores.
Parte del interés que hasta el día de hoy emana este personaje es la cantidad de adeptos con los que cuenta frente a otro tanto de detractores. Sus incondicionales admiran esa sutil fiereza con que se enfrentó nada menos que a los Windsor, al comprender que todo aquel montaje de cortejo y boda ocultaba la estafa de un enlace sin amor para perpetuar un viejo romance del príncipe heredero. Sus críticos, sin embargo, afirman que Diana no estuvo a la altura de lo que implica ingresar en una familia real, con la propia Reina como ejemplo de estoicismo y opacidad para sostener el peso de una monarquía milenaria.
De su perfil público siempre destacó una genuina empatía con el pueblo llano que hasta ese entonces no trasmitían los miembros de una dinastía educada para regir desde la distancia. Muy pronto Diana intuyó que el calor que faltaba en su hogar y su alcoba se avivaba en los abrazos con la muchedumbre, los enfermos, los desahuciados, los más indefensos. Y también entendió que esa sería su mejor arma para compensar el agravio de un príncipe que le salió rana: no era la princesa de sus sueños, pero sí llegaría a ser la princesa del pueblo.
Parece mentira que a estas alturas todavía haya quien se escandalice o tuerza el gesto por las crónicas de los amores extraconyugales que la princesa de Gales tuvo a lo largo de su fallido matrimonio. Pésele a quien le pese, Diana -cuya sangre era roja como la pasión y no azul como el témpano- exploró, erró y maduró entre las paredes del palacio de Kensington hasta dar a su modo con esa habitación propia que reivindicó Virginia Woolf para todas las mujeres. Su azaroso recorrido sacudió a alguien tan imperturbable como la Reina, pero en una monarquía moderna ya no había cabida para una consorte permanentemente cabizbaja y resignada a su suerte.
En la hora de la despedida el hermano de Diana la describió como una mujer singular, compleja, extraordinaria e irreemplazable. Si solo Jane Austen la hubiera imaginado para una novela del siglo XX.
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