La bomba de Kim Jong-un
El País, Madrid
Hijo y nieto de tiranos, tirano él mismo y especialista en el asesinato de familiares, nadie se preocupó demasiado cuando el joven gordinflón y algo payaso Kim Jong-un (tiene ahora 33 años y pesa 130 kilos) tomó el poder en Corea del Norte. Sin embargo, en la actualidad, el mundo reconoce que quien parecía nada más que un pequeño sátrapa mozalbete y malcriado ha materializado el sueño de su abuelo, Kim Il-sung, fundador de la dinastía y de Corea del Norte, pues tiene en sus manos la llave de una catástrofe nuclear de dimensiones apocalípticas que podría retroceder el planeta a la edad de las cavernas o, pura y simplemente, desaparecer en él toda forma de vida. Sin dejar de temblar, hay que quitarse el sombrero: ¡vaya macabra proeza!
Cuando en octubre de 2006 Corea del Norte llevó a cabo su primera prueba nuclear nadie le hizo mucho caso y los científicos occidentales ningunearon aquel experimento ridiculizándolo: tener bombas atómicas estaba fuera del alcance de esa satrapía miserable y hambrienta. Y, en todo caso, si las cosas se ponían serias, China y Rusia, más realistas que su perrito faldero norcoreano, lo pondrían en vereda. En aquella época todavía hubiera sido posible parar en seco a Kim Jong-un mediante una acción militar limitada que pusiera fin a sus sueños de convertir a su país en una potencia nuclear y sirviera de escarmiento preventivo al “Brillante Camarada”, como llaman los norcoreanos al amo del país.
Hoy día ya no es posible aquella acción militar, por más que el presidente Trump haya amenazado a Corea del Norte con “una furia y un fuego jamás vistos en el mundo”. Y no lo es por la sencilla razón de que, en primer lugar, aquella acción ya no sería “limitada” sino de gran envergadura —lo que significa miles de muertos—, y, en segundo, porque la respuesta de Kim Jong-un podría causar otra matanza gigantesca en los propios Estados Unidos, o en Corea del Sur y Japón, y quién sabe si desatar una guerra generalizada en la que todo el siniestro polvorín nuclear en que está convertido el mundo entraría en actividad. Perecerían así millones de personas.
Esta perspectiva parecerá absurda y exagerada a mucha gente racional y sensata, que está a años luz de ese joven extremista que goza de poderes absolutos en su desdichado país, y al que, probablemente, la condición de dios viviente a que ha sido elevado por la adulación y el sometimiento de sus veinticinco millones de vasallos hace vivir una enajenación narcisista demencial que lo induce a creer aquello de lo que alardea: que la minúscula Corea del Norte, dueña ahora de una bomba varias veces más poderosa que las que se abatieron sobre Hiroshima y Nagasaki, puede, si lo quiere, herir de muerte a Estados Unidos. Podrá no desaparecerlo, pero sí infligirle daños monumentales si es verdad que su bomba de hidrógeno es capaz de ser acoplada a uno de esos misiles que, por lo visto, ya podrían alcanzar las costas norteamericanas.
La racionalidad y la sensatez llevaron a los países occidentales a responder al desafío nuclear norcoreano con sanciones, que, aprobadas por las Naciones Unidas, han ido aumentado en consonancia con los experimentos nucleares de Pyongyang, sin llegar, sin embargo, por la oposición de Rusia y China, a los extremos que quería Estados Unidos. En todo caso, convendría reconocer la verdad: esas sanciones, por duras que sean, no servirán absolutamente para nada. En vez de obligar al líder estalinista a dar marcha atrás le permitirán, como las sanciones económicas de Estados Unidos a Cuba, que, al igual que lo hacía Fidel Castro, responsabilice a Washington y al resto de países occidentales de la penuria económica que sus políticas estatistas y colectivistas han acarreado a su nación. Pues, gran paradoja, las sanciones sólo son eficaces contra sistemas abiertos, donde hay una opinión pública que, afectada por aquellas, reacciona y presiona a su Gobierno para que negocie y haga concesiones. Pero, contra una dictadura vertical, cerrada a piedra y lodo contra toda actividad cívica independiente, como es Corea del Norte, las sanciones —que, por otra parte, jamás llegan a materializarse por completo, pues abundan los Gobiernos que las violan, además de los contrabandistas— no afectan a la cúpula ni a la nomenclatura totalitaria, sólo al pueblo que tiene que apretarse cada vez más el cinturón.
Quienes creen que las sanciones pueden amansar a Kim Jong-un citan el ejemplo de Irán: ¿acaso allí no funcionaron? Sí, es verdad, las sanciones hicieron tanto daño económico y social al régimen de los ayatolás, que la jerarquía se vio obligada a negociar y poner fin a sus experimentos nucleares a cambio de que las sanciones fueran levantadas. Aunque se trate en ambos casos de dictaduras, la iraní está lejos de ser un régimen unipersonal, dependiente exclusivamente de un sátrapa. Irán tiene una estructura dictatorial religiosa que permite una acción cívica, dentro, claro está, de los parámetros rígidos de obediencia a la “legalidad” emanada del propio sistema. En el mismo régimen hay diferencias, a veces grandes, y una acción cívica es capaz de manifestarse.
Si las cosas son así ¿qué cabe hacer? ¿Mirar a otro lado y, por lo menos los creyentes, rezar a los dioses que las cosas no vayan a peor, es decir, que un error o accidente no ponga en marcha el mecanismo de destrucción que podría generar una guerra atómica? Esto es, en cierto modo, lo que está ocurriendo. Basta ver la prensa. Si lo que está en juego es, nada más y nada menos, la posibilidad de un cataclismo planetario, el tema debería seguir ocupando las primeras planas y los comentarios centrales en el mundo de las comunicaciones. El experimento de una bomba de hidrógeno ocupa uno o dos días las primeras planas de los diarios y las televisiones; luego pasa a tercer o cuarto lugar y, por fin, un ominoso silencio cae sobre el asunto, que sólo lo resucitará con un nuevo experimento —sería el séptimo—, que acarrearía nuevas sanciones, etcétera.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? En muchísimos sentidos el mundo ha ido mejorando en las últimas décadas, dando pasos gigantescos en los campos de la educación, de los derechos humanos, de la salud, de las oportunidades, de la libertad, dejando atrás las peores formas de la barbarie que a lo largo de tantos siglos causaron sufrimientos atroces a la mayor parte de la humanidad. Para una mayoría de seres humanos, el mundo es hoy menos cruel y más vivible. Y, sin embargo, jamás ha estado la humanidad tan amenazada de extinción como en esta era de prodigiosos descubrimientos tecnológicos y donde la democracia —el régimen menos inhumano de todos los que se conocen— ha dejado atrás y poco menos que desaparecido a los mayores enemigos que la amenazaban: el fascismo y el comunismo.
No tengo ninguna respuesta a esa pregunta que formulo con un sabor de ceniza en la boca. Y temo mucho que nadie tenga una respuesta convincente sobre por qué hemos llegado a una situación en la que un pobre diablo seguramente inculto, de inteligencia primaria, que en las pantallas parece una caricatura de sí mismo, haya sido capaz de llegar a tener en sus manos la decisión de que la civilización siga existiendo o se extinga en un aquelarre de violencia.
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