Argentina y la reforma impositiva: A no hacerse ilusiones
A estas alturas nadie discute que la presión impositiva es totalmente insoportable. Se ha constituido en un dilema a resolver si se pretende dinamizar la economía, generar empleo y apostar por el desarrollo.
Sin embargo, las cuestiones estructurales como el gasto estatal absolutamente desbordado y la imposibilidad de reducir su financiamiento en el corto plazo, aparecen como una barrera difícil de superar.
En ese contexto, el actual Gobierno nacional viene planteando con énfasis que es vital encarar una reforma profunda sobre estos aspectos. Desde lo estrictamente descriptivo, es imposible no compartir esa mirada oficial.
Lo cierto es que, al menos por ahora, todo es sólo mera retórica, discursos grandilocuentes pero vacíos y un poco de maquillaje superficial. No alcanza con entender lo que pasa, si no se hace algo concreto al respecto.
Todos apuestan a que una vez concluida las elecciones, el Gobierno federal presentará a las provincias y al Congreso una propuesta que incluye varias reformas puntuales, con la intención de mejorar la situación actual.
Algunos son muy optimistas y creen que ese cambio será trascendente. Se apoyan en la crudeza de los planteos de muchos funcionarios nacionales, que en público, pero sobre todo en privado, afirman que esta dinámica es insostenible y que bajo estas condiciones jamás aparecerá el progreso.
No caben dudas de que tienen razón. Con estos niveles de cargas fiscales los capitales nunca vendrán, los inversores no tienen estímulos suficientes y, por lo tanto, es impensable creer en las chances de desarrollarse.
Este Gobierno tiene demasiadas contradicciones entre sus diagnósticos y los hechos, entre lo descriptivo y la realidad. Sus aproximaciones son muy ciertas, pero a la hora de ejecutar siempre queda a mitad de camino.
Lamentablemente no alcanza con entender la gravedad del asunto si no se tiene la capacidad y la convicción para encarar políticas públicas específicas que apunten a resolver las causas que originan todo este desmadre.
Nadie sabe a ciencia cierta en qué consiste el paquete de proyectos que el oficialismo pondrá a consideración de las otras fuerzas políticas y de toda la sociedad, aunque se tienen algunas pocas pistas siempre en el terreno de las conjeturas y las hipótesis.
A muchos funcionarios les preocupan las distorsiones que generan impuestos como los “ingresos brutos” de las provincias. Entienden que esos tributos generan impactos indeseados en el funcionamiento de la economía.
Algunos fueron mucho más osados y ya hablan de la posibilidad de que sean reemplazados muy pronto este tipo de impuestos por una especie de IVA provincial, al que consideran mucho menos nocivo para la gente.
Actualmente, el país tiene un déficit significativo que se viene financiando con impuestos, emisión monetaria y endeudamiento. Ese panorama impide pensar en prescindir del componente tributario como fuente de recursos.
Es por eso, que a pesar de la coincidencia respecto de lo que hay que hacer resulte tan improbable un cambio de raíz en esta cuestión. Sin una reducción considerable del gasto estatal es casi imposible implementar modificaciones esenciales en el régimen impositivo vigente.Finalmente, todos estos posibles cambios, serían neutrales en sus efectos. Eso no significa que no haya que intentar modificar la dinámica de muchos de esos tributos. Es evidente que algunos de ellos son demasiado dañinos respecto de los otros y que es saludable, al menos, mutarlos parcialmente.
No habrá una considerable reducción de la presión impositiva, en la medida que la Nación, las provincias y los municipios no se animen a replantear el tamaño de sus elevados gastos corrientes.
Sin un redimensionamiento inteligente del Estado en todos sus niveles, es inviable mejorar el actual esquema impositivo de cada una de las jurisdicciones. Cuando los gobiernos son tan caros e ineficientes, la carga impositiva termina siendo inexorablemente abrumadora.
Todos los dirigentes políticos desearían cobrar menos impuestos a los contribuyentes, pero su avidez por convivir con Estados elefantiásicos para ser proveedores infinitos de demandas ciudadanas es mayor y eso los ha llevado a recorrer este trayecto que parece un callejón sin aparente salida.
Claro que existen posibles soluciones correctas, pero llevarlas a cabo precisa de mucho coraje político y una elocuencia superior para transmitirle a la sociedad las consecuencias que conlleva cada una de esas posibilidades.
Un Estado todopoderoso, gigante y con múltiples objetivos precisa una carga tributaria casi infinita. Si se optara por un esquema de mayor austeridad, transparencia y eficiencia para cumplir con una nómina de roles básicos, seguramente se podría vivir en una sociedad mucho más sensata.
Ante este escenario no parece muy razonable esperar grandes logros de la mano de la eventual reforma impositiva que asoma. Aun en el caso de que se eliminen ciertos tributos y se establezcan nuevos, en el mejor de los casos, sólo se habrá logrado minimizar las distorsiones, pero no eliminarlas.
El debate pendiente sigue siendo otro bien diferente. Ese que no se quiere dar nunca porque es incómodo. Discutirlo pone a la sociedad y a la política frente a decisiones muy duras que prefiere no tener que enfrentar. Cuesta mucho ser optimista frente a esta coyuntura, pero son los gobiernos los que tienen en definitiva la última palabra.
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