La hora cero
El País, Madrid
¿Habrá hoy referéndum en Cataluña? Espero ardientemente que, en un acto de sensatez, la Generalitat lo haya desconvocado, pero, de otro lado, sé de sobra los altos niveles de testarudez e irrealidad que conlleva todo nacionalismo, de manera que no es imposible que, pese a todo —y este “todo” es muchísimo—, los dirigentes del Govern catalán se empeñen en incitar a sus partidarios a desobedecer la ley y votar. Si ocurre así, el llamado referéndum será una caricatura de consulta, írrita a la legalidad, sin censo de votantes, ni urnas autorizadas, ni compromisarios, ni padrones electorales, con un porcentaje mínimo de participantes y sólo independentistas, es decir, el monólogo patético de una minoría ciega y sorda a la racionalidad, pues, según las encuestas, por lo menos dos tercios de los catalanes admiten que el referéndum carece de validez legal. Sólo servirá para alimentar el victimismo, ingrediente esencial de toda ideología nacionalista, y acusar al Gobierno español de haber violentado la democracia impidiendo al pueblo catalán ejercer su derecho a decidir su destino mediante la más pacífica y civilizada manera democrática, que es votar.
Escribo este artículo muy lejos de España, en sus antípodas, y desconozco los últimos episodios de este problema que ha tenido en vilo a todo el país en las últimas semanas. Pero tal vez la distancia sea buena para preguntarse con serenidad qué ha llevado a Cataluña, una de las regiones más cultas y cosmopolitas de España, a que prenda en su seno, de manera tan extendida, esa anticuada, provinciana y aberrante ideología que es el nacionalismo. ¿Cómo es posible que millares de jóvenes universitarios y escolares de una sociedad moderna, que forma parte del más generoso e idealista proyecto democrático de nuestro tiempo, la construcción de Europa, concebida precisamente como una ciudadela contra los nacionalismos que han bañado de sangre y de cadáveres la historia, tengan ahora como ilusión política querer encastillarse en una sociedad cerrada y obsoleta, que retrocedería y empobrecería brutalmente a Cataluña, pues saldría del euro y de la Unión Europea y tendría un largo y difícil trámite para retornar a ellos?
La respuesta no puede ser la que esgrimen los nacionalistas, que ello se debe a que “España roba a Cataluña”, pues, precisamente, desde la caída de la dictadura de Franco y la transición hacia la democracia esta región ha obtenido progresivamente la mayor atribución de competencias económicas, culturales y políticas de toda su historia. Podría no ser suficiente, desde luego, y quizás haya habido de parte de los gobiernos centrales negligencia en atender los reclamos de Cataluña; pero esto, que tiene una salida perfectamente negociada dentro de la legalidad, no puede justificar la pretensión de cortar de manera unilateral quinientos años de historia común y romper con el resto de una comunidad que está presente e imbricada de mil maneras en la sociedad y la historia catalanas.
Nada puede estar más reñido con el provincianismo racista y anacrónico del nacionalismo que la gran tradición cultural bilingüe de Cataluña, con sus artistas, músicos, arquitectos, poetas, novelistas, cantantes, que estuvieron casi siempre a la vanguardia, experimentando nuevas formas y técnicas, abriéndose al resto del mundo, asimilando lo nuevo con fruición y propagándolo por el resto de España. ¿Cómo encajan un Gaudí, un Dalí o un Tàpies con un Puigdemont y un Junqueras? ¿Y un Pla o Foix o Marsé o Serrat o Cercas con Carme Forcadell o Ada Colau? Hay un abismo tal entre lo que unos y otros representan que cuesta imaginar alguna línea de continuidad cultural o ideológica que los una.
La explicación está seguramente en una labor de adoctrinamiento sistemático, que comenzando en las escuelas y proyectándose a todo el conjunto de Cataluña a través de los grandes medios de comunicación, orquestado y financiado desde el Govern catalán desde los años de Jordi Pujol y sus seguidores, fue calando en las nuevas generaciones hasta impregnarlas con la ficción perniciosa que significa todo nacionalismo. Un adoctrinamiento que no fue casi contrarrestado por la incuria o la ingenua creencia de parte del Gobierno y la élite política e intelectual del resto de España de que aquella fabricación mentirosa no prendería, que la sociedad catalana sabría resistirla, que el problema se iría resolviendo solo. No ha sido así y esa incuria irresponsable está hoy detrás de un monstruo que ha crecido y llevado a buena parte de Cataluña a una deriva secesionista que, aunque cuando no triunfe —y yo creo firmemente que no triunfará—, puede precipitar a España en una crisis traumática, que, entre otras consecuencias nefastas, podría paralizar el proceso de recuperación económica que tantos sacrificios ha costado ya a los españoles.
Un sector minoritario de la extrema izquierda ha hecho causa común con el independentismo catalán y otro, más numerosos y más sensato, exige diálogo. No hay duda de que esto último parece indispensable. El problema, sin embargo, es que para que un diálogo sea posible y fructífero, tiene que haber algún denominador común entre los dialogantes. Lo hubo en el pasado y fue lamentable que, entonces, las negociaciones no tuvieran lugar. Pero, ahora, aunque no imposible, es mucho más difícil dialogar con quienes no aceptan otra opción que “la secesión sí o sí” y tienen en su intransigencia el respaldo de un sector considerable de la población catalana.
Hay que tender puentes primero, reconstruir los que se han roto. Y ésta es una labor esencialmente cultural. Convencer a los menos fanatizados y recalcitrantes que el nacionalismo —todo nacionalismo— siempre fue una epidemia catastrófica para los pueblos que sólo produjo violencia, incomunicación, exclusión y racismo, y que, sobre todo en esta época de globalización universal que está deshaciendo poco a poco las fronteras, es suicida querer resistirse a este proceso enormemente beneficioso para toda la humanidad. Y explicar que España necesita a Cataluña tanto como Cataluña necesita a España para integrarse mejor en la gran aventura de Europa y perseverar —perfeccionándola sin tregua— en esta democracia que ha traído a este país unas condiciones de vida que son las más libres y prósperas de toda su historia. La independencia de Cataluña sería trágica para España y sobre todo para Cataluña, que habría caído en manos de una ideología retrógrada y bárbara y de unos demagogos que la conducirían a su ruina. Todo lo que hay de justo en las demandas soberanistas se puede alcanzar dentro de la unidad, mediante negociaciones, sin fracturar la legalidad que en este último medio siglo ha ido haciendo de España un país libre y democrático. No olvidemos que, durante la Transición, el mundo entero miraba a España como un ejemplo a seguir, por haber transitado tan pronto y de manera tan cauta y pacífica hacia la democracia, con la actitud tolerante y solidaria de todos los partidos políticos y el beneplácito de la inmensa mayoría de la nación. No es tarde para retomar aquel punto de partida solidario del que se derivaron tantos bienes para el conjunto de los españoles, empezando por el más importante, que es la libertad. Por todos los medios racionales posibles, hay que persuadir a los catalanes de que el nacionalismo es uno de los peores enemigos que tiene la libertad y que este período aciago debe quedar atrás, como una pesadilla que se desvanece al despertar.
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