El humano problema de la mortalidad
La obstinada preservación de la vida es una prueba empírica a favor de cierto sentido de la existencia a pesar de todos los sufrimientos que esta implica y en contra de las concepciones nihilistas.
Es verdad que todo ejercicio del pensamiento puede resultar provechoso, pues, cuando hay rigor, nos distancia de las equivocaciones y los embustes. Con justicia, en diferentes épocas, se ha planteado que, aplicando la inteligencia, las personas contribuirían al mejoramiento de su vida, tanto individual como colectiva. Cuando razonamos, por ejemplo, acerca del pasado, notamos el valor de obras e instituciones que han sido útiles para establecer condiciones gracias a las cuales nuestra sociedad nos ofrezca un panorama decente, sensato, aceptable. Nadie discute que, en varias ocasiones, los individuos se hayan dejado llevar por el absurdo, perpetrando actos capaces de provocar descomunales masacres. Porque, si bien la racionalidad puede ayudarnos a identificar uno de los principales atributos del hombre, hay muchos que optan por despreciarla. Son ellos quienes pierden la posibilidad de transitar así por el mundo, procurando adoptar las decisiones menos funestas.
Pero no pensamos sólo en aquello que nos depara la vida. Sucede que, según lo precisado por Émile Bréhier, las tres dimensiones del hombre racional son historicidad, sociabilidad y, finalmente, trascendencia. Esta última se vuelve patente cuando tomamos consciencia de nuestra inevitable desaparición. Somos sujetos con un fin forzoso; por supuesto, al percatarnos de esta condición, podríamos experimentar más de un momento ingrato. Es que, aun llegando a la longevidad, esta existencia terrenal puede parecer insuficiente. Peor aún, sea con nosotros o el prójimo, el cese de las funciones biológicas puede considerarse una injusticia. No aludo al amor, que se opondrá siempre a esa pérdida; podemos toparnos asimismo con otras causas. No es insólito que los pesares fúnebres se originen en la falta del talento de quien fallece. De esta manera, no se extrañaría la bonhomía del difunto, sino sus habilidades para salvarnos del aprieto.
Robert Nozick expuso algunas razones que explican el rechazo a la muerte. Por un lado, tenemos la creencia de que dejamos una obra inconclusa. Como es sabido, cuando no impera la pereza, los años contemplan el modo en que forjamos planes, hasta utopías. Hay entuasismo al momento de concebir esas futuras transformaciones, lo cual puede ser compartido por nuestros semejantes. Al suspender su realización, queda el sinsabor de no haber sido testigo del acabamiento. Surge, por tanto, el lamento de lo que no se concretó. Con todo, aun cuando no hubiera proyectos de por medio, resistirse al deceso es igualmente posible. Se trata del segundo caso que señala el filósofo antes mencionado. En su criterio, nos aferramos a la vida porque creemos que podemos dar aún más, teniendo una valoración superior de nuestras capacidades. El enemigo no sería la carencia de virtudes; lo catastrófico llevaría la impronta del tiempo. Es lo que suele primar cuando se sufre por la muerte de alguien joven.
Se puede tener un rechazo a la muerte que resulte patológico. Pienso en los políticos que, una vez conquistado el poder, juzgan la vida inconcebible sin esos privilegios. No es casual que la historia nos muestre cuantiosos casos en los cuales el cetro fue un obligatorio acompañante del féretro. Para ellos, vivir sin la opción de mandar equivale a no existir en absoluto. Esto explica los abusos que cometen para preservar sus prerrogativas. Desde luego, entendemos también por qué insisten en usar su nombre para nominar coliseos, escuelas y cuanto edificio con recursos públicos se haya levantado.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
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