Chile: La noche de la “no sorpresa”
La sorpresa de anoche es que no hay sorpresas en el Chile de hoy, excepto la irrupción de candidaturas novedosas por haber surgido con éxito en el exterior o los márgenes de los grandes partidos de la transición. Pero lo esencial es la “no sorpresa”: Chile sigue dividido en dos grandes bloques, la izquierda y la derecha.
La “no sorpresa” de anoche desmiente dos relatos que han dominado la política chilena desde 2011. El primer relato, según el cual la sociedad chilena se estaba volcando contra la transición consensuada a favor de un viraje radical, nació en esas fechas y duró hacia los primeros tiempos del segundo gobierno de Michelle Bachelet. El segundo relato, según el cual la reacción abrumadora de la clase media chilena contra la amenaza populista y el legado de Bachelet llevaría a la centroderecha al poder con facilidad, se hizo fuerte en los últimos dos años.
Recordemos las señales que Chile parecía emitir al mundo hace apenas cuatro años. A remolque de las manifestaciones masivas y virulentas de un sector de la ciudadanía, y en el contexto del surgimiento de nuevas corrientes sociales y liderazgos cívicos o políticos, una coalición de izquierda de la que Michelle Bachelet era un factor aglutinante pero que desbordaba su figura parecía en 2013 confirmar un cambio de época. Se había terminado la transición consensuada y se había inaugurado la otra, rupturista, refundadora del país. Una nueva generación de chilenos recusaba a las dos generaciones anteriores que habían, a su juicio, prolongado el modelo de la dictadura y se aprestaba a fundar el Chile verdaderamente democrático y solidario, sin las ataduras del pasado.
Pocos años después, el mensaje que los chilenos han enviado al mundo es muy distinto. La candidata radical de izquierda, Beatriz Sánchez, ha obtenido más del 20% de los sufragios, probando que casi la mitad del antiguo voto de la Concertación se ha radicalizado, pero la quinta parte del electorado no equivale, ni mucho menos, a esa masa crítica contraria a la herencia de la transición que el relato populista a partir de 2011 pretendió entronizar. La suma de la izquierda moderada, la izquierda populista y la Democracia Cristiana no difiere significativamente de lo que sumaba la vieja Concertación. Dentro de ese bloque hay, sí, una radicalización, pero ella no abarca ni siquiera a la mitad.
Dicho esto, el relato de la derecha resultó sólo parcialmente cierto. Es verdad, si se suma a la izquierda moderada y a la centroderecha, que una mayoría clara de chilenos respalda la transición tal y como se hizo y pide cambios dentro de los parámetros de la democracia liberal consensuada y la economía de mercado existente. Pero lo que no resultó tan cierto es el vuelco a la derecha. La derecha también confirma su bloque de votantes histórico, con el mérito de Sebastián Piñera de haber obtenido una votación importante a pesar de que en ese lado del espectro no se ha producido una renovación y de que en estos tiempos de la “antipolítica” ello parece ser una gran desventaja.
Por lo pronto, detrás del primer lugar de Piñera, es decir de la centroderecha, hay una crisis de identidad de la izquierda chilena que no puede ser disimulada con el argumento de que la suma de Alejandro Guillier, Beatriz Sánchez y Carolina Goic (¿y también ME-O?) abarca a la mitad del electorado. La izquierda moderada fue dominante durante veinte años porque su identidad se confundía con la identidad de la clase media chilena, que quería cambios pero no traumas, que ansiaba el progreso sin excesos ideológicos, que prefería que reinaran más las instituciones que los caudillos. Pero, a partir de 2011, con el estallido de las protestas y el surgimiento de los estudiantes como revulsivo social, empezó un distanciamiento. La izquierda política creyó ver en la izquierda social una representatividad mayor de la que realmente tenía. En lugar de tratar de encauzar ese estado de ánimo con sentido de responsabilidad, la izquierda política se puso al servicio de la izquierda callejera e iconoclasta. Adoptó su lenguaje, sus símbolos y, poco a poco, sus ideas. En lugar de estar dos pasos por delante de la izquierda social, la izquierda política se colocó dos pasos por detrás.
En aquel momento, pareció que Chile iniciaba una latinoamericanización irreversible, que su modelo, que había sido visto como el ejemplo a seguir por una parte de la región, entraba en una crisis de legitimidad definitiva.
Con el paso de los días, fue siendo evidente que sucedía algo muy distinto. Una parte de la clase media chilena tomaba distancia de la izquierda política y de la izquierda social, y modificaba los términos de la discusión. No, lo que esa parte de la clase media exigía no eran más impuestos, menos colegios subvencionados, más poder sindical y menos pensiones privadas, sino el salto definitivo al desarrollo y una mejora sustancial de los servicios públicos. Dentro, y no contra, el modelo de la transición.
Que la antigua Concertación, convertida en una coalición que contaba con el Partido Comunista, fuera dividida a las elecciones presidenciales de 2017 era inevitable. Pero no dividida en dos candidaturas, como se cree, sino en varias más, que en realidad son varias almas. Que el sector que encarna Ricardo Lagos, por ejemplo, no estuviera representado no significa que esa corriente no haya participado en esta primera vuelta. Participó con su distancia crítica, su silencio censor (independientemente de que, conocido el resultado anoche, Lagos haya dado su respaldo a Guillier para el “ballotage”). A las candidaturas de Guillier y Goic, pues, se sumaron, en esta dispersión de identidades de izquierda, otras. También fue parte de esa división de la izquierda la candidatura de Beatriz Sánchez, expresión política del espíritu contestatario y populista de 2011, como Podemos lo fue de los “indignados” en España. Y así sucesivamente. Esa crisis de identidad ha reducido en número y poder a la izquierda moderada, golpeada, además, por el gobierno de Bachelet, que así como suscita un rechazo desde la clase media temerosa del populismo, suscita también el rechazo de la izquierda radical que pretenderá ahora, en la segunda vuelta, imponer su visión negacionista del modelo chileno.
No menos interesante es lo que ha pasado en la centroderecha. A primera vista, resulta extraño que, en los tiempos del rechazo a la clase política, los votantes hayan optado por una candidatura de trayectoria larga y conocida. Independientemente del liderazgo personal de Piñera, lo lógico, en estos tiempos, habría sido que los electores penalizaran la falta de renovación profunda en todo ese sector político e ideológico. ¿Por qué no ha sucedido esto? Creo que el contexto de la campaña modificó las prioridades de una parte importante de la sociedad. Sí, los chilenos quieren que su clase política se renueve, que los partidos de centroderecha se regeneren; pero, en circunstancias en que peligra el modelo, ante la amenaza de un retroceso hacia el populismo, el reclamo contra el establishment político pasó a segundo lugar. Más de dos millones de votantes chilenos le han dicho al mundo que hay un límite al ansia de refundación política y ese límite es la preservación de los logros alcanzados a lo largo de muchos años.
Tarde o temprano, si gana la segunda vuelta Sebastián Piñera (quien, por la similitud de las cifras de ayer con lo ocurrido en 2009, puede legítimamente sentir que tiene mayores posibilidades de ganar que su adversario), resurgirá el reclamo de cambio, el dedo apodíctico volverá a ser alzado contra la clase política y le tocará a la centroderecha soportar mucha agresividad de parte de la sociedad impaciente. Por eso, no debería la centroderecha tomar este claro primer lugar en el resultado de anoche como señal de conformidad por parte de quienes respaldaron al ex Presidente. No lo es. Piñera es visto como el líder que puede acercarlos más al desarrollo, pero eso no implica que se conformen con una centroderecha que necesita regenerarse.
Esto es lo que ha permitido que Piñera pase hoy a ocupar parte del espacio que en su día ocupó Ricardo Lagos. Piñera ha instalado un pie en el centro del espectro político y el otro en la derecha, como Lagos tenía los suyos colocados en el centro y la izquierda. La derecha chilena ha vuelto a ser centroderecha, mientras que la centroizquierda ha vuelto a ser, como en los 70, bastante más izquierda que centro (incluyendo el populismo “light” de Guillier).
El contexto y una certera intuición de Piñera han conseguido este interesante, pero todavía insuficiente, posicionamiento. Deberá ampliarlo ligeramente para ganar el “ballotage”. Si triunfa, deberá mantenerlo desde el poder para resistir el fuerte embate de una oposición de izquierda en la que el Frente Amplio tratará de desplazar a los herederos de la Concertación y Nueva Mayoría como adalid de la antiderecha. Mantener ese posicionamiento no será fácil para Piñera.Cualquier gesto o decisión podría empezar a poner en riesgo lo logrado.
Oponerse, por ejemplo, a las tres causales del aborto aprobadas durante el gobierno de Bachelet -por mencionar un ejemplo- podría provocar un nuevo distanciamiento entre la derecha y el centro que perjudique a Piñera en la segunda vuelta. La voz sensata de Magdalena Piñera debería ser, en ese sentido, más representativa de los nuevos tiempos en la centroderecha chilena que algunas de esas voces oscurantistas que se alzaron en este tema en el Congreso. Cierto: Piñera necesita los votos de la derecha dura que fueron a parar a José Antonio Kast. No creo que necesite hacer mucho para obtenerlos. Esos votantes tendrán una motivación poderosa para optar por Piñera: cerrarle el paso a una alianza tácita entre Guiller y Sánchez que los asusta.
Lo interesante de la posición en que se halla Piñera es que no tiene que hacer un gran esfuerzo por lograr lo que los candidatos de derecha normalmente buscan en una segunda vuelta. Por lo general, tienden a limar la punta de su lápiz ideológico para vencer las resistencias de los votantes situados en el centro. Por las razones mencionadas, algo de eso ya ha sucedido en la primera vuelta, de manera que Piñera tiene una parte de la tarea hecha. No significa que puede abandonarse a la complacencia. Hablo de cosas distintas. El candidato deberá pelear voto a voto con su oponente, especialmente porque le resulta indispensable atraer a una parte de los votantes de la Democracia Cristiana y provocar, si es posible, una abstención de un pequeño porcentaje de votantes de centroizquierda que pudieran temer, dada la fuerza de la izquierda ideológica tras el voto obtenido por Sánchez, que su sufragio lleve al poder a una coalición Guillier-Frente Amplio radicalizada.
El tono áspero de las últimas semanas hace suponer que la candidatura rival será muy virulenta contra Piñera. Probablemente eso le convenga. Como Piñera ya ha situado su candidatura en un espectro que llega hasta el centro, la eventual radicalización de la campaña de Guillier por la presencia ensoberbecida del Frente Amplio puede estancar a la coalición oficialista en la izquierda. Y con la izquierda sola no se gana.
- 23 de julio, 2015
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