Escupiré sobre vuestra tumba
Llegará una época en que el sol alumbre sólo a un mundo de hombres libres que no reconocerán otro señor que su razón y en que los tiranos y los esclavos, y los sacerdotes y sus instrumentos estúpidos o hipócritas no existirán sino en la historia o en la escena.
Marqués de Condorcet
El título pertenece a una novela de Boris Vian, ingeniero, existencialista, bohemio y músico, entre otras facetas. No quiero referirme hoy al contenido del libro, pues, aun cuando sea éste importante, me impulsan otros designios. Pienso en la muerte y una ilusoria pretensión de vencerla. Porque, aunque sea un destino ineludible, existen hombres que, estando circunstancialmente en el poder, aspiran a derrotarla. Son ellos quienes, alentados por seguidores, suponen que lo venidero los tendrá siempre como protagonistas. Poco interesa que, sin excepción, las estadísticas muestren la ineficacia del mando absoluto para contrarrestar el deceso. Hay una larga lista de tiranos que, creyéndose superiores al resto, fueron abatidos por una enfermedad incansable o el paso del tiempo.
Aunque Juan Evo Morales Ayma pueda pensar lo contrario, él morirá como todos nosotros. Es indistinto que sus discursos evidencien el anhelo de gobernar Bolivia por décadas, siglos o milenios. Si accediéramos a creer un mito lanzado por García Linera, aceptaríamos que el jefe máximo del MAS nació en una cuna de cóndores, siendo convocado por el destino para regir este país. Ave suprema y todo, sin embargo, la situación se mantendría inalterable respecto a sus días en este mundo. No sirven de consuelo las resurrecciones, porque su cosmovisión es incompatible con éstas, ni los conjuros que santones caribeños podrían efectuar. Fidel Castro y Hugo Chávez son ejemplos de los límites que tienen esos sortilegios.
Consumado el fallecimiento, llegará la hora de juzgar su vida. Reconozco que hay la posibilidad de toparse con sujetos prestos a su glorificación. Ellos elogiarán al cocalero que, crecido en un hogar con penurias, fue parlamentario y, durante largo tiempo, ejerció la primera magistratura. Resaltarán que se convirtió en un símbolo de los oprimidos, fundamentalmente del indígena, siendo el seguro acceso a días mejores. Desde luego, dejarán de lado que, más allá del discurso, su régimen perpetró abusos contra esos mismos correligionarios. Intentarán que sea un abanderado póstumo de la ecología, pese a sus inescrupulosos afanes de industrialización, porque no sólo el Imperio tendría derecho a contaminar. Pero ni siquiera el mayor esfuerzo de divinización resistirá, según espero, los embates ofrecidos por la realidad. Tendremos libros, periódicos, Internet y, no en menor lugar, memoria, medios gracias a los cuales concordaremos en lo falaz de tal relato.
Su legado para la democracia será igualmente deplorable. No se discute que haya obtenido victorias electorales. Puede haber cuestionamientos en torno a esos procesos, hasta denuncias de fraude. Lo cierto es que, con inocencia o mala fe, hubo personas dispuestas a respaldarlo en las urnas. No obstante, esa forma de gobierno exige más. Demanda que se respete la voluntad de los ciudadanos, estén o no de acuerdo con uno. Requiere asimismo que se garantice la posibilidad de disentir, resguardando los intereses minoritarios. Tanto él como sus partidarios, también mortales, dejarán una herencia que no justifica el aprecio de individuos tan autónomos cuanto críticos, reacios al sometimiento y la necedad del oportunismo. Admito que, tras la ceremonia fúnebre, me daré el trabajo de pasar por su tumba; empero, no será para dejarle flores. No esperen tampoco que tenga otra gentileza frente a las lápidas de sus ministros. Si de algo me sirve la vejez, será para darme estos gustos. Porque está claro que hicieron algo similar con mi voto.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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