Unas preguntas sobre el Papa
La principal paradoja respecto del Papa Francisco es que uno de los lugares donde resulta más difícil comprenderlo es América Latina, y quizás, dentro de ese patchwork, todavía más difícil en Chile. Algo tienen que ver en esto dos singularismos de distinta nota: Argentina y Uruguay. Veamos.
Entre los años 1962 y 1965 se celebró en la sede romana el Concilio Vaticano II, montado sobre dos papas, uno reconocido por su bondad añosa, Juan XXIII, y el otro por su juventud transformadora, Pablo VI. La tumultuosa revisión de dogmas, rituales, métodos y normas que produjo ese concilio fue la revolución más extendida -y hasta confusa- desde, por lo menos, el Concilio de Trento de 1545.
Todo lo que ocurrió en Vaticano II es inabarcable (el profesor Massimo Faggioli lo acerca hasta el presente en La onda larga del Vaticano II, publicado por la U. Alberto Hurtado), pero para la Iglesia de América Latina representó sobre todo una cosa: la confirmación de la “opción preferencial por los pobres”, que se venía pergeñando desde los 50 en el Consejo Episcopal de América Latina (Celam) y que vino a ser ratificada como uno de sus tres pilares en 1979. Esta opción tenía un rasgo de dramatismo y urgencia en un continente donde la pobreza extrema podía alcanzar, según cada país, desde 30 a 50% de la población. Los que estaban en una posición algo mejor eran siempre Argentina y Uruguay.
Demos por supuesto que la opción por los pobres tiene una larga tradición en la Iglesia, que se puede remontar, en su radicalidad, al enigmático apóstol Pablo, a Jesucristo y hasta cierto punto a la Torá judía. Ha sido el discurso central, milenario, de la Iglesia, aunque por décadas, y a veces siglos, lo subsumiera bajo sus terrenales vocaciones imperiales e imperialistas.
Con el Celam y el Concilio resucitó con fuerza en toda América Latina en los 60, y en especial en Chile, donde ya se formaba el cuerpo episcopal que encabezaría el cardenal Raúl Silva Henríquez, un grupo heterogéneo de obispos intelectuales y activistas como no ha tenido la Iglesia local en toda su historia. En otros países -Brasil, Ecuador, Perú, Colombia- el sacudón tuvo una intensidad parecida. Las excepciones fueron, claro, Argentina y Uruguay. En este último caso, porque se trataba del país más tempranamente laico del continente; en el primero, porque toda la vida nacional se organizaba en torno al liderazgo del general Juan Domingo Perón, exiliado y anticlerical.
Entre especialistas y observadores existe cierto consenso en que el vendaval conciliar se pasó tan de largo que, entre otras cosas, dio pie a los curas militantes, combatientes y hasta guerrilleros, y desde luego a la Teología de la Liberación, con los grandes intelectuales de Brasil y Perú que lideraron el sincretismo entre el cristianismo y el marxismo revolucionario. En Chile, uno de los principales dolores de cabeza del cardenal Silva Henríquez fueron los “Cristianos por el Socialismo”, a principios de los 70, que en tres años se convertirían en unos perseguidos a los que el mismo cardenal se obligaría a proteger. Parece que en verdad a veces la historia se escribe con renglones torcidos.
¿Qué pasaba en Argentina? Lo mismo, aunque con una variante. Perón había combatido en los 50 a la opulenta y conservadora Iglesia que lo rechazaba, pero en los 70 su programa populista atraía a muchos sacerdotes: para ellos era la salida al callejón entre los militaristas y los ultraizquierdistas (esto es lo que quiere decir “zurda” para Francisco: ultra). Un grupo político de civiles formado para cuidar el legado “auténtico” de Perón, llamado “Guardia de Hierro”, fue apoyado por algunos sacerdotes, entre los cuales estaba Jorge Mario Bergoglio. Perón regresó a Argentina en 1973, se desató una guerra civil entre los peronistas de ultraizquierda y los de ultraderecha y “Guardia de Hierro” se disolvió en 1974. Argentina se hundiría luego en la siniestra noche del militarismo.
En Uruguay, el filósofo ultracatólico Alberto Methol Ferré buscaba algo parecido a lo del grupo “Guardia de Hierro”: un camino para distanciarse del militarismo, por lo general católico y conservador, y del guerrillerismo tupamaro, marxista y revolucionario. Su respuesta inicial fue el latinoamericanismo reunido bajo la fe, una entelequia uruguayesca que años después derivaría hacia una visión del Mercosur como la Canaán del pueblo perdido.
Durante su desarrollo, este pensamiento compartido entre pequeños grupos de laicos y sacerdotes de ambas riberas del río de La Plata fue adquiriendo más cuerpo y se convirtió en la llamada “Teología del Pueblo”. Todavía se discute si se trató de una derivación de la Teología de la Liberación o si, por el contrario, era un esfuerzo para desafiarla y frenarla. Teniendo en cuenta los contextos políticos en que germinó, parece mucho más probable lo segundo, a pesar de que el cruce entre teología y política suele ser tan complejo, que a menudo cae uno en el exceso de simplificación.
Hasta aquí la historia antigua.
Uno de los principales referentes de la Teología del Pueblo -que, hay que decirlo, no tuvo mayor expansión fuera de Argentina- fue el jesuita argentino Juan Carlos Scannone, profesor de Bergoglio. Scannone desarrolló en los años 2000 una tesis acerca del cambio social producido por la globalización que se basaba en tres elementos centrales: 1) el mundo se globaliza y se impone un falso “pensamiento único”, que naturaliza las relaciones mercantiles (“neoliberales”) como si no hubiese ninguna alternativa a ellas; 2) los perdedores ya no son los pobres, sino una categoría más amplia, los “excluidos” (por raza, género, ingreso, localización, conocimiento); 3) ergo, la nueva opción preferencial de la Iglesia deben ser los “excluidos”. A veces la eclesiología del Papa Francisco se refiere, de forma analógica, a las “periferias”.
El análisis de Scannone no habría entrado ni con fórceps en la tradición “por los pobres” de la Iglesia chilena, pero entró con facilidad en la mentalidad filoperonista” del obispo Bergoglio, para quien la globalización era una amenaza espantosa… igual que para muchos argentinos y uruguayos. Otra forma de imperialismo, esta vez con un formato más cultural, que podía convertirse en una nueva fuente de explotación.
Con la globalización, además, se expandía lo que Methol Ferré había llamado el “nihilismo hedonista”, encarnado en el consumo como placer. Tras glosar a Methol Ferré en el prólogo que escribió para un libro de otro profesor uruguayo, el Papa ha agregado que en este clima tiende a florecer un “teísmo spray”, laxo, individualista y sin compromiso. El profesor es Guzmán Carriquiry Lecour, discípulo de Methol Ferré, que acompaña al Papa en su gira por Chile y Perú en su calidad de vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina, cargo al que fue ascendido por Francisco en 2014. Esta comisión es la encargada de velar por la situación de todas las iglesias nacionales de la región.
La influencia de Methol Ferré y Scannone no tiene precedentes, ni siquiera entre los jesuitas: modelaron el pensamiento de la persona que sería sacerdote, principal obispo de Argentina y luego Papa. Methol Ferré murió el 2009. El 2014, Scannone fue incorporado como colaborador permanente de La Civiltà Cattolica, la principal revista jesuita de Roma. Se sumó con ello a los numerosos argentinos y uruguayos que hoy trabajan en el Vaticano.
La “opción por los excluidos” ha tenido muy extrañas consecuencias para América Latina. No hay aún evidencia pública de que el pensamiento pontificio, con sus énfasis adicionales en la austeridad y el afecto con la grey, haya permeado las iglesias del continente. Una organización tan jerárquica como la Iglesia Católica declarará siempre su confianza sin condiciones en el Papa y estudiará hasta el hartazgo sus palabras para hallar ideas profundas y continuas. Otra cosa es que se remodele de una manera significativa en la acción de las iglesias locales, como sí ocurrió en el extenso papado de Juan Pablo II, con su marcado privilegio para los movimientos más conservadores.
¿Cómo será recordado Francisco? ¿Como el Papa que amplió la opción por los pobres hacia el criterio más amplio de la exclusión, o como el que diluyó una vigorosa tradición eclesial latinoamericana al hacerla más difusa? ¿Y cómo serán recordadas sus señales políticas en un mundo de cambios velocísimos?
Hasta hace poco, el rotundo rechazo de la Santa Sede a todas las formas de liberalismo privado (el Papa lo ha venido flexibilizando después), en conjunto con la noción de “excluidos”, hizo que el dirigente latinoamericano favorito del Vaticano no fuese ninguna figura intelectual o académica, sino el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, católico practicante, izquierdista en lo político y conservador en lo moral, que pasó a ser invitado frecuente de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, que dirige el obispo argentino Marcelo Sánchez Orondo.
En contraste, el católico Presidente Mauricio Macri puede bien caer en la categoría del “pensamiento único”, “neoliberal”, que produce más “excluidos”, razón suficiente para explicar la elusiva relación que el Papa ha mantenido con su país. Sin saber aún lo que dirá en Chile y Perú, ambos con controversias internas y externas altamente sensibles, ¿no es acaso probable que, a pesar de ser también católicos, estén igualmente en esas categorías el Presidente electo Sebastián Piñera y, con mayor razón, el ahora discutido Presidente Pedro Pablo Kuczynski?
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