El Papa hace las Américas
¿Pierde ovejas latinoamericanas la Iglesia Católica?
No admite duda que, aunque América Latina sigue siendo un rebaño grande como proporción del total de ovejas de la Iglesia Católica en el mundo (alrededor del 35%), el catolicismo experimenta un paulatino declive en la región. Si en los años 70 más del 90% de los latinoamericanos eran católicos, hoy se definen como tales no más del 69%. Han dejado de ser mayoría en Uruguay y Honduras, no son más de la mitad en el resto de Centroamérica, y en Chile, Brasil y República Dominicana la proporción oscila entre algo menos de 60% y algo más. También hay países donde el número de ateos o agnósticos es alto, en términos históricos: en Uruguay son el 37% y en Chile alrededor de la sexta parte de la población.
Además de ovejas, la Iglesia Católica pierde poco a poco su atractivo como proyecto de vida, es decir candidatos con vocación clerical. La población latinoamericana se duplicó desde mediados de los 70 y las vocaciones sacerdotales no han mantenido, ni remotamente, ese mismo ritmo de crecimiento.
Se ha dicho mucho, y es cierto, que las iglesias protestantes han crecido (una quinta parte de la población se identifica con ellas), y que en particular los pentecostales, desde su gran base brasileña, han sabido apelar a la vocación de millones de ciudadanos que quieren comunicarse con Dios sin demasiada intermediación ni centralización eclesiástica. También se ha apuntado, con razón, que en una América Latina donde las clases medias ascendentes creen en la superación, el progreso y el éxito material, la Iglesia Católica, a la que perciben menos sintonizada con este mundo que con el otro, está en desventaja frente al progresismo económico de sus rivales (paradójicamente, ese progresismo económico que exhiben las iglesias protestantes viene aparejado con un fuerte moralismo social, un conservadurismo valórico que choca con las nutridas corrientes seculares de nuestros días).
Pero quizá el rival más potente que tiene la Iglesia Católica sea otro. Me refiero a la tendencia hacia la laicidad, es decir la exigencia popular de que haya una mayor separación entre Estado e Iglesia, y la secularización, es decir la emancipación de la conciencia individual respecto de los dogmas religiosos.
Contra las iglesias evangélicas, el catolicismo respondió de muchas maneras, desde la centralización y el reforzamiento de la ortodoxia hasta la emulación (en cierta forma la proliferación de “carismáticos” católicos en la región fue un eco -no admitido, claro- del protestantismo). Pero al desafío de la laicidad y la secularización es mucho más difícil responder. Por el momento, Bergoglio lo ha hecho mostrándose más flexible en los asuntos morales y valóricos, multiplicando los gestos de humildad (la renuncia al uso de los departamentos lujosos del Vaticano, el lavado de pies de los presos, la defensa del inmigrante) y los gestos de relativa tolerancia, con tufillo liberal, frente a la unión civil entre personas de un mismo sexo o la posibilidad de acabar algún día con el celibato forzoso.
2. ¿Ha estado el Papa a la altura del grave desafío moral?
Que el Papa pidiera perdón, expresara su “vergüenza” ante los atroces abusos sexuales ampliamente conocidos y se reuniera con algunas víctimas en Chile, o que ordenara intervenir el Sodalicio de Vida Cristiana, una sociedad “de vida apostólica de derecho pontificio” nacida en Lima, poco antes de viajar al Perú, forma parte de la política de gestos del Papa Francisco. El uso de la empatía es el arma preferida de este Pontífice para abordar los temas espinosos. Pero hay una clara distancia entre esa empatía, esa política gestual, y las decisiones que hasta ahora ha tomado el Vaticano. Dicha distancia estuvo ejemplificada en hechos como el protagonismo del controvertido obispo Juan Barros en Chile o el que el Vaticano siga protegiendo en Roma al fundador del Sodalicio, Luis Fernando Figari, a pesar de que la fiscalía peruana ha pedido reiteradamente que regrese al Perú para las graves investigaciones en curso (ha llegado a solicitar prisión preventiva para él).
Hay que recordar que los primeros casos de abuso en la Iglesia se hicieron públicos en los 80 y que en 2002 alcanzaron una dimensión mundial con las denuncias del Boston Globe, según las cuales los acusados eran simplemente cambiados de destino por las autoridades eclesiásticas en lugar de ser entregados a la justicia. El Papa Francisco, por supuesto, no asumió su cargo hasta 2013, mucho tiempo después. Pero la comisión que nombró en 2014 para que lo asesorara respecto a qué decisiones tomar frente a los casos de autoridades que protegieron y encubrieron a los abusadores se volvió una olla de grillos muy pronto por las peleas internas, lo que redujo su peso y eficacia.
En una carta que envió a los obispos de todo el mundo el año pasado, Francisco fue muy contundente y no dejó duda acerca de su decisión de tomar acciones contra los jefes de la Iglesia que protegieron o condonaron los abusos. Pero la comisión de asesores que debe hacer las recomendaciones finales, desgarrada por las divergencias, ha eliminado la propuesta más importante, que era la de establecer un tribunal para juzgar a los obispos responsables del encubrimiento. Para colmo, uno de los asesores resultó, él mismo, sospechoso de haber abusado de menores.
No es, pues, voluntad ni falta de claridad de ideas lo que ha hecho que el Papa Francisco resulte mucho menos eficaz en los actos que en las palabras, sino una deficiencia ejecutiva, un déficit de gestión que todavía no logra corregir.
3. ¿Es este un Papa pasajero o transformador?
Precisamente porque hay en Francisco mucha más empatía y buenas intenciones que capacidad de gestión, todavía no asoma el gran transformador que muchos creían que podía llegar a ser. Otro problema es puramente comparativo. Juan Pablo II y el entonces hombre fuerte del Vaticano, el cardenal Ratzinger (luego Benedicto XVI), llevaron a cabo una verdadera transformación de la Iglesia Católica como reacción al progresismo del Concilio Vaticano II. No sólo endurecieron la doctrina: también consolidaron su poder en la curia e incorporaron, en diversos nombramientos alrededor del mundo, a miembros de grupos muy conservadores como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación, y otros. Cuando Benedicto asumió el mando, ya era un hombre mayor y la batalla estaba ganada, de manera que cesó la reacción que había iniciado Juan Pablo. Desbordado por los casos de abuso sexual y el desastre de IOR (el llamado Banco Vaticano), se retiró a meditar, abandonando, en un gesto auténtico y valiente pero muy desconcertante para los católicos, su papado. Al asumir el mando Francisco, a quien se eligió con la misión de llevar a cabo una reforma (para nadie era un secreto en el Vaticano que como jesuita sus relaciones con los sectores conservadores no eran óptimas y sus simpatías hacia ellos estaban en mínimos), se abrió la posibilidad de una transformación para poner al día a la Iglesia. Algunos cardenales (una minoría importante) pretendían con el nombramiento también instalar mecanismos que castigaran lo sucedido en las décadas anteriores en materia de abusos sexuales y manejo financiero, y que rompieran el monopolio del poder de los herederos de Juan Pablo y Benedicto.
Pero la curia es resistente y no ha sido posible para Francisco encontrar todavía, a pesar de algunos avances, aliados realmente capaces de llevar a cabo los cambios. Lo que sí ha logrado es un cambio de estilo y abrir una compuerta que permite ver algo distinto. No ha modificado la posición vaticana sobre la contracepción, el matrimonio gay o el celibato, pero sí ha quitado énfasis a la ortodoxia y el dogma a la hora de evangelizar, y promovido el debate donde antes era excluida toda voz disidente. Respecto de las finanzas, ha logrado, después de varios traspiés, disciplinar el sistema presupuestario y fusionar agencias para disminuir un poco la burocracia, pero en otros aspectos la Curia sigue sin reformarse profundamente. Es cierto que Francisco insiste en que los que ocupan cargos allí deben actuar como servidores y no como príncipes, pero entre la retórica y los hechos hay aún un abismo.
4. ¿Es este un Papa latinoamericano o un latinoamericano que es Papa?
Los críticos de Francisco dicen, medio en broma, que es un populista, un peronista encubierto. En una columna traté de explicar, hace algunos meses, por qué creo que no es exactamente así y que, más bien, dentro de las distintas interpretaciones que admite la doctrina social de la Iglesia, él opta, como otros, por aquella que tiene menos comprensión del proceso capitalista de la creación de riqueza. No es raro que un Papa de proveniencia latinoamericana opte por esa interpretación: está dentro del rango de probabilidades. En ese sentido, la desconfianza de Francisco hacia la economía de mercado y hacia Estados Unidos hace de él, en efecto, un latinoamericano. Sería mucho decir que es un latinoamericano ideológico, pero quizá pueda decirse que es latinoamericano de temperamento, de predisposición psicológica, si puedo estirar un poco la liga.
También es un Papa latinoamericano en un segundo sentido: se involucra en la política interna de algunos países de la zona. Lo hizo en Cuba, Colombia y Venezuela, y más sutilmente en otras partes. Lo muestra también en pequeños gestos: suele ser más efusivo cuando saluda a autoridades de izquierda que a autoridades de derecha. También se ha metido con Trump (pero no con Maduro, que es un dictador y cuyos “diálogos” secunda).
5. ¿Tendrá Francisco efectos de largo plazo en Chile y Perú?
No muchos. Se suele exagerar la secuela que deja una visita papal. La costumbre de esta exageración empezó con la histórica visita de Juan Pablo II a Polonia que provocó efectos devastadores en el comunismo de Wojciech Jaruzelski. Ni siquiera puede decirse que la que realizó Juan Pablo II a Cuba, y que tuvo mucho impacto, sirvió para modificar la situación interna. En Chile y el Perú las tendencias descritas a inicios de estas breves reflexiones llevan ya algún tiempo en marcha y los factores que apuntan a su reforzamiento son demasiado grandes como para que la presencia de Bergoglio, recibida con alborozo por los católicos, las modifiquen.
En el encabritado Perú, donde es enorme la polarización desatada por el indulto al Alberto Fujimori y el asalto del fujimorismo a varias instituciones, la visita papal será poco apaciguadora. En Chile, donde una minoría importante y militante cuestiona el modelo socioeconómico y donde voces radicales cuestionan también a la Iglesia Católica, difícilmente los gestos de Francisco bastarán para cambiar conciencias o incluso el tono de la discusión.
- 23 de julio, 2015
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