Las similitudes de los regímenes cubano y venezolano
Alfredo, soy yo, Andreina. Aquí nos agarraron con Jairo… Los amo, los amo mucho; dile a mami que me perdone, y a mi papá que me perdone por todo. Los amo, perdónenme, por favor.
Lisbeth Andreina Ramírez Montilla
En estos tiempos sobran defensores de componendas particularmente aborrecibles. A costa de no perder influencia o poder, muchos políticos e intelectuales procuran evadir todo tipo de confrontación, hipotecan principios y destrozan compromisos, coadyuvan a la desorientación de las mayorías, lo que hace muy difícil coincidir con personas que defienden sus convicciones porque, cuando lo hacen, solo ganan vituperios y descalificaciones al no ser políticamente correctos.
Son dificultosos esos encuentros no porque falten personas con valores e integridad, sino porque un número importante de sujetos, conscientes de que no tienen fortaleza suficiente para correr los riesgos que demanda la defensa de sus opiniones, buscan descalificar con cualquier argumento a los que están dispuestos a arriesgarlo todo por sus convicciones.
No cabe dudas de que el sometimiento a las corrientes de opinión mayoritarias, aunque no se compartan, otorga beneficios, solo que a la postre se están hipotecando los derechos de actuar con base en convicciones propias, y se empieza a vivir en un entramado de mentiras y medias verdades.
A principios del pasado siglo XX el sociólogo argentino José Ingenieros consideró que había tres tipos de hombre, uno de los cuales se ajusta perfectamente a estos tiempos en los que la masificación y el acceso a la información generan ciudadanos desinteresados en sucesos trascendentes y que solo muestran interés en lo superfluo.
Ingenieros definió a este hombre que pulula hoy, a pesar de que cuenta con la posibilidad de acceder a recursos y medios sin precedentes, como "el hombre mediocre": un sujeto "incapaz de usar su imaginación para concebir ideales que le propongan un futuro por el cual luchar", lo que determina su sumisión a la rutina, a los perjuicios, hasta convertirse en siervo de cualquier amo, puesto que su objetivo es vivir de la mejor manera posible, sin generar conflictos que pongan en riesgo su sobrevivencia.
Estas consideraciones se originan por la muerte del inspector de policías de Venezuela, Oscar Pérez, quien fue acusado de ser un agente provocador al servicio de Nicolás Maduro, y es que vituperar a los otros para algunos individuos sirve para encubrir debilidades propias.
Vale apuntar que algo similar ocurre en Cuba, donde cuando alguien plantea posiciones consideradas extremistas para enfrentar la dictadura, es sindicado de inmediato de provocador o infiltrado y, aunque en la lucha contra las dictaduras ideológicas o del crimen organizado el espionaje es una realidad cotidiana, aun así, el primer deber de un hombre libre es respetar las propuestas de otro hombre libre aunque las refute.
Ese hombre mediocre, esencialmente cobarde, fue el que acusó a Oscar Pérez de terrorista sin que hubiera cometido un asesinato, porque en su mente no había espacios para entender que otras personas estuviesen dispuestas a correr peligros que pudieran terminar con su vida.
La masacre de El Junquito, en Caracas, que elevó a la condición de héroe y mártir al inspector de policía de Venezuela Oscar Pérez, a seis de sus compañeros y una mujer, ha sacudido a la sociedad venezolana y a amplios sectores de la opinión pública internacional, en particular, a aquellos que tienen confianza en que un diálogo político entre los escorpiones del chavismo y la oposición era posible. Síndrome que se extiende a Cuba, donde una corriente de la oposición confía, casi sesenta años después, en que el castrismo va a respetar las reglas de una contienda democrática.
La muerte de Pérez y sus compañeros se suma al largo prontuario criminal del castrochavismo en Venezuela, pero es una tragedia que aporta nuevos ángulos, ya que la manera en que atacó el régimen a los rebeldes es una copia fiel de los métodos aplicados por el castrismo contra la oposición, porque, como refiere la destacada periodista Eleonora Bruzual, el régimen desplegó más de mil efectivos contra siete hombres y recurrió al uso de armas antitanques para eliminarlos.
Cierto es que estos hombres estaban armados, pero habían decidido entregarse. Aun así, después de esa propuesta fueron asesinados y para asegurar la muerte, el sicariato, copiando el estilo castrista, incluida la estudiante Lisbeth Andreina Ramírez Montilla, les dieron un tiro de gracias en la cabeza a todos los abatidos.
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