Críticas en torno al más allá
Tan probable es que los seres humanos dejen de ser religiosos como que dejen de ser sexuales, juguetones o violentos.
John N. Gray
Una vez en la vida, por lo menos, según el esclarecido Descartes, deberíamos dudar de todo. Nada tendría que estar excluido de las vacilaciones, cuya aparición surge para recordarnos cuántas veces nos equivocamos en el pasado. Porque una de las pocas certezas que tenemos es precisamente ésa: nuestra cualidad de seres falibles. Sé que, en ocasiones, tenemos la desgracia de toparnos con sujetos a quienes el error les parece extraño, pues se consideran siempre atinados. Ellos pueden pregonar sus supuestas virtudes sin ninguna clase de vergüenza; empero, tal como pasa con todos nosotros, son tan humanos cuanto, a veces, víctimas del despropósito. Lo sensato es tener presente la posibilidad de habernos equivocado. Esto implica que revisemos nuestras convicciones. Así, hasta entre hombres de fe, se puede llegar a poner en cuestión las creencias elementales.
Las dudas, cristalizadas ya en críticas, han asediado a la religión de distintas maneras. Son diferentes los enfoques que fueron explotados con esa finalidad. Por ejemplo, tanto Lutero como diversos pensadores de la Ilustración, en el magnífico siglo XVIII, cuestionaron la institucionalidad religiosa. Les preocupaba la conducta y actitudes de los que, por su posición privilegiada, debían evidenciar sus principios, pero mostraban sólo incoherencias. En este sentido, el clero inspiraba intensos ataques porque se lo asociaba con las injusticias. Sus miembros eran quienes, en lugar de promover un mundo en que, aun cuando hubiese cuantiosos pecadores, no tuviera cabida la injusticia, se decantaban por preservarla, sirviendo a los regímenes imperantes.
Mas no han preocupado únicamente los prelados y sus indecencias; hay ataques a la religión que se fundan en el rechazo al mito, las supersticiones, lo irracional. Es innegable que un hombre puede vivir, hasta disfrutar de su existencia, creyendo en criaturas sobrehumanas o conexiones con los astros; sin embargo, aunque perdiese las comodidades del dogma, ganaría si optara por dudar al respecto. Es que, si bien el camino a la verdad es complejo e infinito, al transitarlo, pese a nuestras limitaciones, crecemos, progresamos, nos enriquecemos y, por tanto, contamos con otras dichas. Al deplorar lo falaz de las religiones, no se quiere abolir la felicidad del feligrés; al contrario, el cometido es darle un mayor apoyo, porque aumentar los conocimientos puede servirnos para nuestro bienestar.
Naturalmente, no todos están de acuerdo con abominar del clero o entender la religión como una mentira perjudicial. Existen también individuos que le conceden importancia para proporcionar sentido a nuestra vida. Esto tiene connotaciones éticas y políticas. En efecto, por un lado, quiere decir que, sin Dios, como precisó Dostoyevski, todo estaría permitido. Se comete aquí la equivocación de suponer que toda moral tiene como fundamento último esas creencias espirituales. Por otra parte, se alude a su importancia para el desarrollo de las sociedades. Entre los milenaristas, verbigracia, habría una suerte de destino que cabe cumplir. Sin embargo, reivindicar el rumbo que nos marca una doctrina religiosa de cualquier laya, colocándolo por encima nuestro, así como del prójimo, resulta peligroso. Cuando alguien se cree portador de una verdad revelada e indispensable para la llegada del futuro, puede juzgar necesario usar la violencia frente a los impíos. Es la forma más directa de acabar con quien duda, pero, por suerte, no asegura la desaparición del cuestionamiento.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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