Historia de Peté
El País, Madrid
Me quedé muy intrigado cuando Peté (que se llama en verdad Pedro Llosa Vélez) me pidió aquella cita, explicándome que tenía cierta urgencia. Era mi primo hermano, pero, dada la diferencia de edad —yo le llevaba casi cuarenta años—, me había acostumbrado a pensar en él como mi sobrino. La familia Llosa estaba muy orgullosa de Peté, que, desde niño, daba muestras de ser un geniecillo. Había hecho unos estudios muy brillantes en uno de los mejores colegios de Lima, el británico Markham, y, luego, gracias a sus excelentes notas, obtuvo una beca en una de las más exclusivas universidades para estudiar la carrera de moda: Economía, claro está. Se graduó con honores y de inmediato lo contrataron en un banco. Se abría, para él, quién lo iba a dudar, un porvenir dorado. ¿Para qué me habría pedido aquella cita?
Conversamos en mi escritorio, en Barranco, a esa hora en que el sol se hunde en el mar y éste se incendia allá lejos en el horizonte. Las cosas que Peté me confesó me maravillaron y espantaron. Se había equivocado de profesión, no quería ser dentro de diez o quince años la persona que era su jefe en el banco y, siendo todavía joven, estaba a tiempo de dar un vuelco completo a su vida, siguiendo, ahora sí, su verdadera vocación. “¿Y cuál es?”, le pregunté, aterrado. ¡La literatura, por supuesto! Pensé que sus padres y, acaso, la familia entera pensarían que era mi culpa, que yo había metido en la cabeza de Peté tamaña estupidez, que a mí se debería que se frustrara la última posibilidad de que un pariente llegara a millonario.
Juro que hice lo que pude para impedir aquella catástrofe, imitando a los monjes budistas zen que, cuando un aspirante a novicio toca la puerta de su monasterio, no sólo tratan de disuadirlo, sino que intentan romperle la cabeza. Le aseguré a Peté que escribir era un placer, sí, sin duda, pero nada alimenticio, que ni siquiera el uno por ciento de los escritores que hay en el mundo viven de su pluma, que deben buscarse trabajitos más nutritivos, generalmente mal pagados, que les quitan el tiempo precioso que quisieran dedicar a escribir sus libros, y que, en muchos, en tantísimos casos, todos aquellos sacrificios no servían de gran cosa, porque sus obras no eran reconocidas, ni siquiera llegaban a tener lectores, pues no valían mucho, o, si valían, eran sólo reconocidas póstumamente, cuando al frustrado escribidor ya lo habían devorado los gusanos.
Pero Peté, en verdad, no quería consejos, sino un testigo de aquella decisión temeraria y audaz, que puso en práctica muy poco después. Renunció al banco, encontró un puesto de profesor de colegio y se matriculó en la Universidad de San Marcos, en la Facultad de Letras. Con los viajes dejé de verlo un buen tiempo y, de pronto, unos dos o tres años después, empecé a encontrarme con textos suyos en revistas literarias: prosas, pequeños relatos, experimentos, más indicios de una búsqueda que logros, hasta que, de pronto, me hizo llegar una pequeña colección de cuentos —la primera que publicaba, creo—, uno de cuyos textos me conmovió mucho. Estaba inspirado en su padre, mi tío Pedro, un médico que, si mal no recuerdo, había fallecido hacía poco tiempo. Era una evocación muy personal, escrita con elegancia y astucia, que conseguía algo que no es fácil en la literatura, donde los malos son generalmente los personajes más interesantes y atractivos, y los buenos, en cambio, parecen siempre, como Monsieur Bovary o los anónimos y zarandeados bobalicones de Kafka, gentes pobres de espíritu. Peté se las arreglaba en aquel relato para que el médico de su historia fuera un hombre decente, de buena y limpia entraña, y a la vez lúcido y sutil, con aquel código moral que se había impuesto y que seguía al pie de la letra, en una vida estoica, de heroísmo discreto y cotidiano.
Antes o después de que este libro saliera, Peté se las había arreglado para obtener una beca holandesa, y estuvo en Amsterdam un par de años, especializándose en Filosofía de la Ciencia (está claro que su enfermedad no era curable). Allí lo vi hasta un par de veces. Y, lo peor de todo es que, estrecheces aparte, parecía muy contento.
Pero la mayor de las sorpresas me la he llevado ahora, cuando recibí y comencé a leer el libro que acaba de publicar: La medida de todas las cosas (Emecé/Cruz del Sur). Son seis relatos largos, o novelas cortas, textos a los que la lengua, las anécdotas y los personajes, pero, sobre todo, la arquitectura y los puntos de vista con que están contadas las historias, acercan de tal modo que parecen los capítulos de una novela.
Como siempre, en literatura, es la forma la que enriquece o empobrece el contenido, y la forma es más lograda cuanto más invisible es. Así ocurre en estas historias, en cada una de las cuales el lector tiene la seguridad de que ésta, y no otra, era la única manera de contarlas para que resultaran tan genuinas, tan persuasivas, tan sutiles. Todas son excelentes, sin ninguna que falle o debilite el conjunto, y todas muestran la seguridad y maestría de un narrador que se acerca o se aleja, se exhibe o desaparece para impregnar de misterio, dramatismo, nostalgia o humor aquello que cuenta. Ocurren en el Perú o en Holanda, pero lo de menos es la geografía y lo de más la sutileza con que el lector vive los problemas psicológicos, sentimentales, políticos, que experimentan los personajes, y la facilidad con que en cada una de ellas nos adentramos en su intimidad y compartimos sus fracasos, sus fantasías y sus dramas. Desde el primer cuento, que es un homenaje a Onetti, hasta el último, que da título al libro y relata la inmolación de un talento intelectual por la codicia, todos transcurren en un curioso nivel de realidad, que compagina con soltura el mundo objetivo y el subjetivo, los hechos y los recuerdos, un pasado que se confunde con el presente y viceversa, algo que da a las historias una apariencia de totalidad, como si tuvieran la autosuficiencia de una esfera.
Hay una, sobre todo, que he releído hasta tres veces y cada una de ellas me pareció mejor que la anterior. Se llama ‘Cazadores de ostras’ y ocurre en una de esas playas del litoral limeño al que las construcciones y balnearios han ido cercando y asfixiando. El personaje-narrador, que quiere romper con su novia, acostumbraba de niño acampar allí con su familia y observaba a unos pajarracos, tal vez los llamados “ostreros”, que andaban siempre en pareja y dedicaban su tiempo a picotear las ostras varadas y comerse sus entrañas. La nostalgia de aquellas acampadas, que terminaron cuando la familia fue asaltada por unos supuestos “revolucionarios”, impregna la prosa y la vuelve por momentos poesía. Al final, el personaje consigue romper con su novia, y nos deja la sospecha de que no volverá jamás a pisar esa playa.
Me ha dado un enorme gusto leer este libro, Peté. Aquella insensata apuesta que hiciste, sobre la que hablamos en aquel lejano crepúsculo y que debió de dar tantos dolores de cabeza a tus padres, estaba totalmente justificada.
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