Recuerdo de Luis Loayza
El País, Madrid
Estuve tratando de recordar cuándo había venido al cementerio de Père-Lachaise por última vez antes de esta mañana y creo que fue en 1960, para la cremación de los restos de la viuda de Trotski, Natalia Sedova, porque quería escuchar a André Breton, que era uno de los oradores. Ahora estoy aquí para una ceremonia parecida, en la que vamos a despedir a Luis Loayza, que fue uno de mis mejores amigos.
Hay cierta confusión en el crematorio, porque coinciden varios actos fúnebres y uno de ellos, masivo, convoca a muchos paquistaníes, que lloran a grito pelado. Por fin distingo entre la muchedumbre a Rachel y Daniel, la viuda y el hijo mayor de Lucho. Me apena verlos rotos por el dolor, haciendo esfuerzos denodados para no romper a llorar también. Hace cincuenta y ocho años, exactamente, por Rachel, Lucho Loayza cometió probablemente el único acto de locura de su vida del que, estoy seguro, nunca se arrepintió. Su padre le había regalado un año en París para cuando se recibiera de abogado. El año estaba por cumplirse y, si mal no recuerdo, Lucho tenía ya el pasaje de regreso. Pero, de despedida, fue al Festival de Teatro de Aviñón y allí conoció a Rachel, todavía una estudiante. Me escribió ese mismo día una carta desmedida, diciéndome que se había enamorado; ya no se iría al Perú y empezaba a buscar trabajo de inmediato en París. Poco tiempo después, se casaron en la alcaldía del Barrio Latino y yo fui su único testigo. Luego, fuimos los tres a celebrarlo a un bistrot de la esquina con una copa de vino.
La ceremonia ha comenzado, con música de Bach, en una pequeña salita que presiden los restos del difunto, en un cajón cerrado y cubierto de flores. Habla Daniel recordando a su padre, y él y la nieta mayor de Lucho leen, en francés y en español, un fragmento de El avaro, relacionado con la muerte. Cuando me toca decir unas palabras siento angustia y ganas de llorar. Pero me aguanto, sabiendo muy bien que Lucho, siempre tan parco, encontraría intolerable semejante huachafería.
Lo conocí en el año 1955, en Lima, y desde el primer día hablamos sin cesar y sin límites de literatura. Él me presentó poco después a Abelardo (lo llamábamos “El Delfín”, y ellos a mí “El sartrecillo valiente”), con el que constituimos un irrompible triunvirato. Nos veíamos a todas las horas, para hablar de libros, los que leíamos y los que íbamos a escribir cuando llegáramos a ser escritores. Para eso había que escapar de Lima e irse a París, donde hasta el aire era literatura. Mientras planeábamos el viaje, leíamos mucho y, a veces, Lucho y yo discutíamos, él defendiendo a Borges y yo a Sartre, hasta quitarnos el saludo. El sosegado Abelardo nos reconciliaba una hora o un día después. (Lucho tenía razón; todavía sigo releyendo a Borges y sé que, si tratara de releer a Sartre, el libro se me escurriría de las manos).
Al fin, a Abelardo se le complicaron las cosas y Lucho y yo partimos solos a Europa, en un barco que salía de Río y llegaba a Barcelona. En el viaje, cuando no leía, que era rara vez, Lucho se inventó un juego que llamaba “la contemplación del infinito”. En la pensión donde recalamos, en Madrid, él empezó a escribir Una piel de serpiente y yo La ciudad y los perros. A fin de año, él se fue a París, y yo unos meses más tarde. En un cuartito del Wetter Hotel, donde vivíamos, le di a Rachel sus primeras clases de español. Fue en esa época, cuando tratábamos de ganar lo que Cortázar llamaba el “derecho de ciudad” para que París nos aceptara, donde nos vimos más, casi a diario, y por carta, Abelardo participaba también de esas conversaciones, discusiones y proyectos en los que la literatura seguía siendo la estrella.
Luego Lucho, Rachel y sus dos hijos se fueron a Lima, a Nueva York, a Suiza. Desde entonces nos vimos menos y poco a poco dejamos de escribirnos. Pero la amistad y el cariño estuvieron siempre allí y, por supuesto, los recuerdos. Las espaciadas veces que nos veíamos, a veces con años de por medio, la comunicación, los sobrentendidos, las bromas, eran las de siempre. En una de aquellas veces acababa de leer su primer libro en italiano y estaba feliz: se abría frente a él un universo de nuevas lecturas.En una pensión madrileña, él empezó a escribir Una piel de serpiente y yo La ciudad y los perros
Ahora, las personas que asisten a la ceremonia se van levantando y se acercan al cajón y lo tocan con respeto. Algunas pocas se persignan. Un señor con el que trabaja Daniel en el Odeón dice que nunca conoció a Lucho, pero, por lo que ha oído, entiende que era admirable y quiere dejar sentado su homenaje. Tengo la impresión de que todas las personas que asisten son francesas y que soy el único peruano. Cuando éramos jóvenes, era yo el que hablaba de “romper con el Perú”; al final, fue Lucho el que rompió, por lo menos físicamente. Porque en sus ensayos y relatos la presencia de lo peruano y los peruanos resulta obsesiva. Pero hace treinta años que no volvió a pisar Lima y las razones que me daba para eso nunca me convencieron del todo.
Sobrellevó su enfermedad con extraordinaria elegancia. Yo me acuerdo, hace años, cuando empezaba esa larguísima agonía de tratamientos sin fin, lo difícil que era sacarle algo al respecto. Respondía con dos o tres frases y cambiaba de tema, generalmente el libro que acababa de terminar o el que estaba empezando. Aquello que escribió Borges —“Muchas cosas he leído y pocas he vivido”— lo definía a él mejor incluso que a su autor. Era también dificilísimo arrancarle algo sobre lo que había escrito, estaba escribiendo o pensaba escribir. Tenía un pudor extremo y se negaba a convertir lo íntimo y entrañable en tema de conversación, como si ésta banalizara lo importante. Por eso, creo, casi nunca hablamos de sus ensayos y relatos, que he leído y releído muchas veces. Estoy convencido de que era un espléndido escritor, pero secreto, de lectores tan lúcidos y sensibles como él mismo, que llegó a depurar la lengua y volverla tan limpia, exacta y transparente como la de los autores que más admiraba, como el soñoliento Henry James (te estoy provocando, Lucho, ahora que no me puedes responder). Por eso nunca será “popular”, pero tendrá siempre lectores. Era un excelente traductor: a De Quincey, por ejemplo, es preferible leerlo en su versión española que en inglés, donde a menudo la prosa se enreda y oscurece, una prosa que Loayza adelgazó y volvió esbelta y clara.
La música de Bach ha cesado y el funcionario del Père-Lachaise que hace de maestro de ceremonias explica, con mucho tacto, que ésta ha terminado y que tenemos que dejar la sala, donde, me imagino, se celebrará ahora un nuevo funeral. El nuestro ha sido pulcro y discreto, como le hubiera gustado al “borgiano de Petit Thouars”. Abrazo a Rachel, a Daniel, a las dos nietas de Lucho que acabo de conocer y que ya hablan un español que siguen perfeccionando, nada menos que en Salamanca. Salgo y, aunque todavía hace frío, ha despuntado el sol. En el taxi al aeropuerto de Orly, sin hacer ruido, hago lo que he estado evitando hacer toda la mañana: me pongo a llorar.
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