Guerra comercial: la tragedia del proteccionismo
En una ocasión Winston Churchill afirmó que cuando pedía opinión a dos economistas solía recibir dos respuestas distintas, excepto si uno de ellos era Keynes, en cuyo caso recibía tres respuestas distintas. La economía suele considerarse una disciplina en la que los expertos nunca se ponen de acuerdo. Existen ámbitos muy amplios de esta “ciencia lúgubre”, incluso en cuestiones básicas, en las que no hay consensos. Como decía el chiste, la economía es la única ciencia en la que dos personas pueden ganar el Premio Nobel por decir exactamente lo contrario.
Sin embargo, hay una serie de conclusiones económicas en las que sí existe un consenso casi absoluto. Una de las ideas más compartidas entre economistas es que el proteccionismo es un error. En concreto, diversos estudios demuestran que en torno a un 95% de economistas están de acuerdo con la afirmación “los aranceles y cuotas de importación generalmente reducen el bienestar económico”. Como señala el mismo estudio, este alto porcentaje de acuerdo se ha mantenido invariable a lo largo de las últimas décadas. Es una lástima que muchos políticos no lo tengan, o no lo quieran tener, tan claro.
Durante las últimas semanas las dos mayores potencias económicas del mundo, Estados Unidos y China, están protagonizando un acelerado rearme arancelario. El presidente de EEUU, Donald Trump, se decidió recientemente a poner en marcha medidas proteccionistas de hondo calado. Ya a principio de año, Trump aprobó aranceles del 30% a la importación de paneles solares y de entre el 20% y el 50% a las lavadoras domésticas, alegando que había que proteger a los productores nacionales de estos productos. Sólo fue el aperitivo de la escalada proteccionista.
Hace escasas semanas Trump anunció que iba a implementar una subida arancelaria del 25% a la importación de acero y del 10% sobre el aluminio. En los sucesivos días comunicó que la medida quedaría en suspenso para Canadá, México, la UE, Australia, Corea del Sur, Brasil y Argentina hasta el próximo mes de mayo, y señaló a China como la principal destinataria de este ataque comercial. Adicionalmente, hace escasos días Trump anunció que iba a levantar barreras arancelarias adicionales a una lista de 1.300 productos importados específicamente de China por un importe de unos 50 mil millones de dólares.
Las razones alegadas por Trump para defender este “arancelazo” no son nada originales: tira de muchos de los tópicos y falacias que históricamente se han utilizado para justificar las medidas proteccionistas. Por un lado, afirma que estas medidas supondrán una mejora para la industria y la economía americanas, y por tanto para el bienestar económico de los estadounidenses. Por otro, asegura que China perjudica a EEUU por exportar productos a precios muy bajos manipulando su moneda o subsidiando las exportaciones. Y, además, cae constantemente en la falacia mercantilista de considerar que incurrir en un déficit comercial implica que está “perdiendo miles de millones de dólares”. Todas estas razones son falaces y no justifican la imposición de barreras comerciales.
En primer lugar, las barreras arancelarias suponen un injusto privilegio a unos pocos, relativamente más ineficientes, productores nacionales. Y lo hace no sólo a costa de los productores extranjeros, sino también a costa de los consumidores estadounidenses y las demás empresas nacionales. Por ejemplo, un arancel a la importación de acero como la aprobada por Trump beneficiará a corto plazo a los productores de acero americanos. Sin embargo, será a costa de encarecer artificialmente el acero en EEUU. Las millones de empresas que para su proceso productivo necesitan acero, como las constructoras, fabricantes de automóviles, de aeronaves, de energía, de defensa o de productos elaborados, van a verse obligadas a subir precios, recortar costes, despedir trabajadores y verán mermados sus beneficios. Y por supuesto, todos los consumidores sufrirán una pérdida de poder adquisitivo al encarecerse el acero y todos los bienes que necesitan de este material para su producción. Este proceso ocurriría para todos los productos a los que el Estado decida penalizar con barreras comerciales.
En segundo lugar, los aranceles no se limitan a imponer una injusta transferencia de rentas, sino que provocan una destrucción neta de riqueza. Como explica la ciencia económica, el libre comercio permite que en cada país las personas se especialicen en producir aquellos bienes y servicios en los que tienen una ventaja comparativa respecto del resto del mundo. Ese proceso de especialización a nivel global permite a cada uno centrarse en aquello en lo que es más eficiente, para a continuación intercambiarlo y obtener productos que serían de otro modo más costosos de producir. Las medidas proteccionistas como las anunciadas por Trump atentan directamente contra este masivo proceso de generación de riqueza y prosperidad.
La ciencia económica nos enseña que la imposición de aranceles siempre provoca una destrucción neta de riqueza por dos vías: primero, por los intercambios que dejan de producirse por la subida artificial de precios; y segundo, por el despilfarro que supone dedicar los recursos económicos a producir aquello en lo que se es relativamente menos eficiente. De hecho los liberales tendemos a pensar que existe una tercera vía de destrucción neta de riqueza: los libros de texto consideran que la transferencia de renta desde el consumidor hacia el Estado por la recaudación arancelaria es neutra, es decir, que cambia de manos sin perder valor. Sin embargo, sería más que razonable considerar que, por los problemas de incentivos e información que tiene el Estado, tenderá a hacer un uso menos eficiente de los fondos recaudados respecto al que habría hecho un agente privado. En definitiva, los aranceles no solo provocan una injusta redistribución de la renta, sino que hacen que la tarta sea más pequeña incluso considerando sólo los intereses del país que supuestamente se está “protegiendo”.
China, que durante las últimas décadas se ha ido abriendo poco a poco al comercio internacional (al menos comparado con su oscuro pasado maoísta), es aún un país sumamente mercantilista, y está aún muy lejos de los niveles de libertad económica y respeto a la propiedad de la mayoría de países occidentales. En el índice de libertad económica que elabora la Heritage Foundation, por ejemplo, mientras EEUU figura en la posición 18 de 180 países en cuanto a libertad económica, China aparece en el lugar 110. Por tanto, las repetidas acusaciones de Trump de que el Gobierno chino manipula su moneda, subsidia sus exportaciones y pone barreras a la importación son ciertas. Lo que no cuenta es que a quien perjudica realmente estas políticas disparatadas es a los propios chinos, que se ven obligados a regalar dinero al relativamente más próspero consumidor e importador estadounidense.
Aún con todo, el principal peligro que supone la imposición de barreras arancelarias, y especialmente cuando se hace con ánimo declarado de castigar a una enorme potencia como es China, es el estallido de una guerra comercial a gran escala. La tentación política de responder a la agresión mercantilista con medidas similares, a pagar con la misma moneda, es demasiado elevada para que un gobernante pueda resistirla. En esta ocasión, China no ha tardado en anunciar sus represalias: ya ha comunicado que también ellos impondrán un arancel del 25% sobre 50 mil millones de dólares de importaciones de productos americanos, incluidos automóviles, aeronaves, productos químicos y bienes agrícolas. Las autoridades chinas han sido claras al respecto: “China no tiene miedo y no retrocederá en una guerra comercial”. Trump no ha tardado en contestar que están considerando elevar sus aranceles hasta cubrir 100 mil millones adicionales en productos chinos.
Una guerra comercial como la que podría desencadenarse en caso de que ambas partes no acaben reculando tendría unas nefastas consecuencias para ambas partes, provocando una inmensa destrucción de riqueza en todo el mundo. Donald Trump publicó recientemente en Twitter que “las guerras comerciales son buenas, y fáciles de ganar”. Es posible que políticos nacionalistas como Trump tengan algo que ganar, en términos electorales, entrando en una guerra comercial. Tal vez incluso los grupos de presión próximos a la Casa Blanca también puedan ganar algo. Pero sería a costa de imponer a los ciudadanos la injusta y empobrecedora tragedia del proteccionismo. La guerra comercial supone poner rumbo hacia la dirección incorrecta, hacia el aislacionismo comercial. Es un mazazo contra la gallina de los huevos de oro, la globalización y el libre comercio, que lleva décadas generando un progreso económico sin precedentes en la historia de la Humanidad. No, las guerras comerciales no son buenas ni son fáciles de ganar: son malas y en ellas la inmensa mayoría de las personas salen perdiendo.
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