El moroso de Epicarmo y el endeudamiento del Estado
Epicarmo fue un filósofo presocrático que vivió aproximadamente entre el 540 y el 450 antes de Cristo, a quien se atribuye la invención de la comedia escrita. Creía en la transmigración del alma, así como en la constante mutación y evolución de la materia. Esta idea era muy común en la época, y fue popularizada por Heráclito al sostener que “uno nunca se baña dos veces en el mismo río”, en alusión a que no sólo las aguas del río serán distintas, sino también a que las personas cambian permanentemente.
Aplicando esta idea en un pasaje de sus comedias, Epicarmo cuenta la historia de un moroso que fue llamado ante la justicia por no pagar a su acreedor. Enfrentados ante el juez, moroso y acreedor tuvieron el siguiente diálogo:
“MOROSO: Si añades un guijarro a un número impar –o a uno par, si quieres- o si quitas uno de los que hay, ¿crees que sigue siendo el mismo número?
“ACREEDOR: Por supuesto que no.
“MOROSO: Y si añades una cierta cantidad a las medidas de un corral, o si quitas algo de lo que ya tiene, ¿crees que la medida sigue siendo igual?
“ACREEDOR: No.
“MOROSO: Bien, pues considera a los hombres de este mismo modo: uno crece, otro está muriendo, y todos están cambiando continuamente. Y lo que cambia por naturaleza y nunca permanece en el mismo estado, será algo diferente de aquello que cambió; y por este mismo argumento tú y yo fuimos diferentes ayer, y diferentes somos ahora, y seremos diferentes otra vez, y nunca somos los mismos”.
“Así, concluyó Epicarmo dirigiéndose al juez, el acusado que está ante el tribunal no es la misma persona a quien se le prestó el dinero, y lógicamente es injusto que se le apremie por un dinero que él nunca recibió”.
Difícilmente pudiera invocarse con seriedad este argumento en un tribunal para justificar el incumplimiento de una deuda por un particular. La continuidad de la personalidad física en el tiempo es indiscutible lógicamente, y el consentimiento expreso de un individuo fundamenta su obligación hacia el futuro. Sin embargo, este principio ha sido arbitrariamente extendido a las comunidades políticas, integradas por millones de personas con voluntad, metas y patrimonios propios, a las cuales no obstante se aglutina en la artificial categoría de Estado, un ente abstracto con personalidad propia y poder para servirse de los individuos que viven en su territorio.
Quienes podrían reírse de la sátira de Epicarmo, al mismo tiempo admiten que un grupo de personas tiene la facultad de endeudarse en nombre de millones sin su consentimiento expreso; y peor aún, que esa deuda pueda serle exigida a otros tantos millones de personas, muchas de las cuales ni siquiera han nacido cuando la deuda se contrajo.
En eso consiste la atribución estatal de contraer deudas en nombre del país: personas que toman dinero que no devolverán de su propio bolsillo, creando una deuda que será exigible a personas que jamás prestaron su consentimiento expreso para ello, para emplearlo en gastos no decididos por los forzados deudores.
En Argentina se produjo un debate muy intenso y fuertemente politizado en la década del 80’ con respecto al pago de la deuda externa. Mientras algunos sostenían que el país debía “honrar” su deuda y que no pagarla podría traer graves consecuencias políticas, otros se negaban al pago hasta tanto otras prioridades sociales no fueran satisfechas convenientemente. Ambos, sin embargo, partían del mismo principio, que era aceptar el hecho de que un grupo de personas tiene la atribución de generar esa deuda y hacer a todos responsables.
El justificativo político de este avance sobre la propiedad privada es la idea de “representatividad”. Se supone que la elección democrática de autoridades avala la atribución de los representantes de la gente para endeudarse en su nombre. Es una de las demostraciones de que la democracia representativa, como forma de gobierno, merece ya ser reemplazada por modos de organización que se asienten en el principio de la libertad individual.
La facultad de los gobernantes de obtener créditos en nombre del país ha sido una de las formas más terribles de despilfarro de la propiedad privada y empobrecimiento de comunidades enteras. Un gobierno puede incrementar sus gastos, su ineficiencia, su corrupción, y al final del día nivelar las cuentas obteniendo dinero que obligará a pagar a las futuras generaciones.
Cuando Juan B. Alberdi explicó esta facultad del Estado contenida en la Constitución Argentina, lo hizo en términos muy restrictivos y excepcionales: un país recién nacido, sin opciones claras de inversión, necesitado de caminos, puertos, ferrocarriles y otros servicios que contribuirían a incrementar considerablemente la productividad general, podría excepcionalmente obtener créditos para realizar esas obras rápidamente en lugar de hacerlo en treinta años, a condición de que dichos créditos se pudieran pagar con la recaudación ordinaria.
Los tiempos desde Alberdi cambiaron, la tecnología facilitó las cosas, el capital va y viene y donde hay posibilidades de inversión productiva no hace falta un Estado interventor. De hecho, los setenta años posteriores a la sanción de la Constitución de 1853 demostraron claramente que no es necesario un estímulo artificial cuando existen incentivos para invertir.
Hoy en día, aquella explicación de Alberdi ya no justifica el endeudamiento, y lo que se ve es que los Estados toman deudas para paliar sus desastrosas políticas y cubrir sus déficits presupuestarios. Para peor, la dinámica de los gobiernos democráticos periódicos hace que muchas veces quien pide el dinero no es que generó el déficit, y quien luego se encuentra con el problema de pagar la deuda no es el que pidió el dinero. Esto contribuye incluso a despersonalizar la responsabilidad por este atraco.
En definitiva, frente a la toma de un crédito por parte del Estado, correspondería afirmar lo siguiente:
- Los deudores a cuyo cargo está devolver el préstamo deberán ser quienes firmaron los contratos para obtenerlo, y quienes recibieron el dinero y lo gastaron. A ello deberán dirigir los acreedores su acción.
- Yo no firmé ningún contrato, no recibí un centavo, no soy responsable por el mal manejo de los fondos públicos y el déficit presupuestario.
- Como el moroso de Epicarmo, yo no soy la persona que debe el dinero.
Desgraciadamente, al igual que en su comedia, estas afirmaciones también serán tomadas como una broma. Pero vale la pena meditar por un momento sobre esta facultad de los gobiernos que generalmente se acepta sin discusión, y es una de las fuentes de la miseria endémica que producen los gobiernos.
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