Juzgar en política
Porque aunque la facultad de juzgar es un tema filosófico, no es una competencia específicamente filosófica, pues son los discursos de aplicación los que la apuntalan metódicamente.
Otfried Höffe
En el último de sus grandes proyectos, denominado La vida del espíritu, Hannah Arendt reflexiona sobre tres conceptos fundamentales, a saber: pensamiento, voluntad y juicio. En el tercer caso, sus consideraciones asociadas con el acto de juzgar tenían como pieza central las ideas políticas que fueron expuestas por Kant. Es cierto que este filósofo no escribió mucho al respecto; sin embargo, lo hecho por él –por ejemplo, cuando discurre acerca de la paz entre las naciones– fue suficiente para provocarnos en tal ámbito. Así, ese campo en que son tratados los asuntos de orden público se nos presenta como propicio para el ejercicio de la crítica. Porque, si bien la facultad de juzgar podría consentir diversas significaciones, se apela aquí a los cuestionamientos que pueden ser formulados en torno al poder.
Salvo que, indirectamente, desee contribuir al establecimiento de un régimen opresor, ningún ciudadano debería inclinarse por la indiferencia. La falta de interés en cuanto a los quehaceres del Estado y nuestra sociedad suele llevarnos a un escenario donde los males son cada vez mayores. Ocurre que, si no prestamos atención al cumplimiento de funciones gubernamentales, sus anomalías o irregularidades menores pueden tener después un semblante del todo terrible. Pero no basta con arriesgarnos a conocer un poco más de las actividades que se llevan a cabo en esa esfera. Además de abandonar nuestra ignorancia, tenemos que pasar del estudio a la crítica. Debemos, pues, valorar los comportamientos, decisiones e intenciones que distinguen a quienes gobiernan. Sin someterlos a esa ponderación cívica, no podría concluirse que nuestro papel en democracia esté justificado.
Desde luego, el presupuesto de una buena crítica es el conocimiento cabal, complejo y profundo del tema que se analiza. No es una labor que sea consumada con facilidad. Lo más sencillo es limitarse al lanzamiento de insultos, consignas o monosílabos que denoten gran entusiasmo. Tenemos que rebasar los límites impuestos por lo instintivo, primario, acaso animal. No se pide la presencia de individuos que sean eruditos en distintas áreas del saber; sin embargo, tampoco cabe conformarse con una realidad marcada por un perpetuo empobrecimiento cultural del ciudadano. Debemos pensar que nuestras miserias de naturaleza intelectual facilitan el acceso a días peores. Está claro que, aun así, pese al esfuerzo hecho para ilustrarnos, podemos ser regidos por auténticos patanes. No hay nada que asegure allí la falta de problemas. Con todo, para nuestro consuelo, tendremos la tranquilidad de haber sido conscientes del despropósito.
Mas la tarea no se podría estimar concluida si nos quedáramos en el juzgamiento, evitando una inequívoca y contundente condena. No aludo a la realización de procesos en que haya sentencias ejecutoriadas. Nadie niega que los tribunales sean importantes ni, menos aún, los fallos evacuados en defensa del orden vigente. No obstante, los juzgadores pueden ser corruptos, así como las leyes, ilegítimas. Por consiguiente, nos queda el recurso de la reprobación ciudadana, esa censura que se traducirá en sus derrotas electorales, las interpelaciones públicas y cualquier otra manifestación del descontento particular. Nuestra indignación les debe resultar completamente perceptible. Pueden eludir castigos institucionales, sin duda, pero se volverá harto difícil lidiar con esta sanción. Es el último eslabón de una secuencia que no podemos sino reivindicar: conocer, criticar y condenar.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 28 de diciembre, 2009
- 23 de julio, 2015
- 16 de junio, 2012
- 25 de noviembre, 2013
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