La destrucción de la democracia en Chile. Un ejercicio de memoria histórica sin lapsos
Hacia una memoria histórica que no sea trunca
En septiembre de este año se cumplen cuarenta años del golpe de estado que llevó al general Augusto Pinochet al poder. Su recuerdo estará para siempre teñido por los imperdonables crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos bajo la dictadura militar. Pero allí no termina, como algunos querrían, lo que debemos recordar. La democracia chilena y la convivencia cívica que era su condición indispensable no se hundieron repentinamente el 11 de septiembre de 1973. La verdad es que entonces ya se habían derrumbado como consecuencia de aquel proceso de división irreconciliable que se inicia durante la segunda mitad de los años 60 y se va profundizando hasta crear un clima de guerra civil mental entre los chilenos. Sobre ello es fundamental reflexionar, pero no para hacer más leves las culpas de la dictadura, sino para entender cómo se abrieron las puertas a quienes luego no trepidarían en usar sistemáticamente la violencia y el crimen para alcanzar sus propósitos.
Hace ya tiempo llegué al convencimiento de que si algo debemos a Chile quienes participamos en los hechos que desembocaron en el golpe es justamente esa reflexión sincera y autocrítica. Especialmente si, como es mi caso, uno proviene de esa izquierda radical que apostó por la destrucción de la vieja institucionalidad chilena y la lucha fratricida como medio para crear una sociedad acorde con sus ideales revolucionarios. Nuestra responsabilidad no fue pequeña por lo que ocurrió en Chile, y de ella no nos exime el que después hayamos sido víctimas de las tropelías de la dictadura.
La dialéctica del enfrentamiento
Hay momentos en la historia de los pueblos en que las cosas se tuercen y se abre una secuencia de sucesos que se van entrelazando hasta culminar en un enfrentamiento violento. Establecer esta genealogía del enfrentamiento en el caso chileno es vital para acercarnos a un entendimiento de lo ocurrido que no solo trate del pasado sino que también sirva de advertencia para el futuro.
En el proceso de ruptura paulatina de la convivencia social que lleva al enfrentamiento existe un momento clave: aquel en que se instala una dinámica de la acción colectiva en la que la prescindencia de la legalidad y el uso de la fuerza se transforman en un modus operandi legítimo y eficaz. Ambas condiciones, legitimidad y eficacia, son fundamentales para que el recurso a la fuerza se consolide como método de intervención social y política. Cuando ello ocurre se genera un efecto demostración que impulsa a un número creciente de actores a canalizar sus reivindicaciones de esa manera, descartando las vías institucionales previamente existentes. Así, las tensiones estructurales de una determinada sociedad van pasando de un cauce de expresión a otro: de la legalidad al uso directo de la fuerza y de la búsqueda de acuerdos a la imposición de la propia voluntad. Eso es lo que, a mi juicio, ocurrió en Chile a partir del año 1967, cuando coincidieron una serie de hechos que propiciarion una deriva de desbordamiento de la legalidad y uso de la fuerza que culminaría con el golpe militar de 1973. Sobre ese año decisivo en el que se tuerce la historia de Chile trata este ensayo.
Antes de entrar a estudiar más detenidamente el inicio, en 1967, de la dialéctica del enfrentamiento chileno debemos dilucidar un par de puntos importantes. El primero se refiere a la justificación del recurso a la fuerza y el segundo a la relación entre los problemas estructurales de una sociedad y sus conflictos político-sociales.
La justificación del recurso a la fuerza
Un elemento esencial de la dialéctica del enfrentamiento es la justificación de los medios usados en virtud de la bondad, real o supuesta, de los fines que se pretende alcanzar. Este es un aspecto decisivo en la aceptación, legitimación y difusión del uso de la fuerza. Los fines legitimadores pueden ser de carácter muy variado y, habitualmente, muy encomiable –crear una sociedad mejor, restaurar el orden, luchar contra la pobreza o las desigualdades, etc.–, pero lo decisivo es su uso para justificar, moral o ideológicamente, la prescindencia o ruptura de la legalidad.
Lo que debe entenderse, como claramente muestra el caso de Chile, es que la legitimación del recurso a la fuerza para ciertas metas tiende rápidamente a generalizarse y hacerse válida para cualquier objetivo que un segmento de la población estime importante. Finalmente, toda la sociedad se orienta hacia una resolución de los conflictos donde –como dijese en agosto de 1973 un famoso titular de la revista chilena de extrema izquierda Punto Final– "tiene la palabra el Camarada Máuser"[1]
Una de las justificaciones más comunes del uso de la violencia consiste en aludir a ciertas tensiones o problemas estructurales de una sociedad determinada para decir que en ello está la causa del recurso a la ilegalidad y a la fuerza. Pero esto no es así, ya que entre los problemas subyacentes o estructurales y su canalización concreta no existe una relación mecánica de causalidad. Es por ello una falacia reduccionista decir, por ejemplo, que determinados problemas –falta de desarrollo, pobreza, desigualdades, etc.– explican un tipo específico de conflictos y su desenlace. Entre lo uno y lo otro existe una serie de eslabones intermedios, actores e ideologías específicas, que son esenciales para entender la evolución real de la sociedad.
Problemas estructurales y respuestas ideológicas
Los fundamentos estructurales de la discordia chilena fueron múltiples. En términos generales se puede hablar de un déficit subyacente de progreso, ya sentido por los sectores dirigentes del país a comienzos del siglo XX[2] y que se expresa como una serie de carencias materiales apremiantes entre los sectores populares. Este síndrome del atraso chileno se entrecruza desde sus inicios con la cuestión social, agudizada desde mediados de siglo por el gran incremento demográfico y la urbanización acelerada, que dan pie a una alarmante concentración de pobreza en la capital, Santiago, y otras ciudades importantes.
Las respuestas a estas dos cuestiones marcarán la década de 1960, abriendo una fase de radicalización ideológica que es determinante para explicar la marcha de Chile hacia el desenlace de 1973. Surge entonces, bajo la influencia de tendencias ideológicas globales, la idea de una gran solución drástica tanto al subdesarrollo como a la cuestión social. Es la era de lo que el historiador chileno Mario Góngora[3] llamó las "planificaciones globales", representadas a su juicio por los proyectos de la Democracia Cristiana de Eduardo Frei Montalva, de las fuerzas marxistas encabezadas por Salvador Allende y, finalmente, de la dictadura militar neoliberal de Augusto Pinochet[4]. Estas planificaciones no solo daban un conjunto coherente de respuestas a los problemas planteados, sino que las insertaban en un proyecto de sociedad futura radicalmente distinta de la actual. Eran, por definición, proyectos revolucionarios, excluyentes y, por ello, sectarios. Querían cambiarlo todo de raíz y se bastaban a sí mismos para diseñar el Chile futuro.
Esta ideologización radical de las tensiones estructurales de la sociedad es el eje central sobre el que gira la dialéctica del enfrentamiento chileno. Era el todo por el todo, la lucha por un programa totalizador e inflexible, donde, para usar una célebre expresión de Frei Montalva, ni una sola coma era negociable[5].
1967: el año decisivo
Adentrémonos ahora en el relato histórico acerca de los sucesos que marcarían el inicio de la deriva de Chile hacia el enfrentamiento violento. Recordemos ante todo que a mediados de la década de 1960 la democracia chilena era considerada ejemplar. Así, por ejemplo, mediciones hechas para 1965 y 1967 por los destacados politólogos estadounidenses W. Flanigan y E. Fogleman otorgaban a la democracia chilena el quinto lugar en el ranking mundial[6]. Sin embargo, seis años después nada quedaba en pie de esa democracia ni de la cultura de convivencia cívica que la alentaba y sostenía.
Elegir un año determinado para señalar el inicio de una secuencia histórica es siempre arriesgado, ya que la historia es un fluir constante de acontecimientos con profundas raíces en el pasado. A pesar de ello, creo que elegir 1967 como año de inflexión de la política chilena puede ser plenamente justificado si se analiza una serie de hechos que marcarían la apertura de una dialéctica del enfrentamiento que luego no haría sino cobrar intensidad.
Son muchos los hechos acontecidos en 1967 que, sumados, nos llevan hacia el comienzo del fin de la democracia en Chile. Elijo en este contexto solo algunos de ellos en orden cronológico.
Me retrotraigo a la madrugada del 16 de marzo de 1967. Según el relato del diario de Partido Comunista de Chile, El Siglo, desde las 2:15 un numeroso grupo de familias sin casa había comenzado, en Santiago, en la calle San Pablo, a la altura del 6.600, la toma de terrenos que daría origen a la población Herminda de la Victoria[7]. A las familias iniciales pronto se les sumaron muchas otras, hasta llegar a las 1.500 registradas unos días después. En menos de dos horas ya habían llegado varios diputados del Partido Comunista, lo que, junto a la presencia de los reporteros de El Siglo desde el inicio de la toma, demostraba la implicación directa de ese partido en los hechos. También habían llegado importantes efectivos policiales al lugar. A las 6:25 de la mañana empezaban los incidentes. Pronto llegarían más personeros comunistas y también socialistas, entre ellos el presidente del Senado, Salvador Allende. A las 11:50 comienza una acción policial que logra reubicar a los ocupantes en otros terrenos baldíos. De allí en adelante se inicia un complejo proceso de negociaciones, presiones y movilizaciones de solidaridad que concluyó el 30 de mayo con la victoria de los pobladores, que consiguieron del Gobierno acceso a un terreno de 27 hectáreas, en el cual se construirían sus futuras viviendas.
Esta toma no fue la primera ni la última en el Chile de esos tiempos[8]. Fue, sin embargo, decisiva por la cantidad de familias implicadas, la gran proyección política que adquirió y su resultado: sin ambigüedades, mostraba que el uso de la fuerza sin el respaldo de la ley era una forma exitosa de lograr lo que se quería. Tal como dice Vicente Espinoza en su libro Para una historia de los pobres de la ciudad:
(…) un hecho ilegal, en la práctica se convirtió en un mecanismo tolerado dentro de los causes institucionales. Este es quizás el más importante significado de la toma de Herminda de la Victoria, por cuanto éste sería el patrón de las tomas que ocurrirían en los años subsiguientes[9].
Y dentro de pocos años esas tomas se contarían por cientos (solo en Santiago sumaron 103 en 1970, y se calcula que en 1971 se producía una toma de terrenos al día[10]); a lo que deben sumarse todas las tomas de miles de predios agrícolas, fábricas, universidades, colegios y hasta de la catedral de Santiago (agosto de 1968), que serían noticia cotidiana durante los años venideros.
La explotación de la frustración del progreso
El contexto de este episodio es importante para entender su significado en una perspectiva más amplia. En el Santiago de entonces vivían unas 300.000 personas en conventillos, callampas[11] o viviendas precarias, y otras muchas como allegadas en casas de familiares o conocidos. La misma situación se vivía en muchas otras ciudades de un país que se estaba urbanizando a una velocidad vertiginosa. Se trataba, sin duda, de un problema nacional apremiante, y por ello el Gobierno democristiano de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) había lanzado ambiciosos planes de construcción y autoconstrucción de viviendas, como la famosa Operación Sitio, y creado un Ministerio de la Vivienda. Ello era parte de un enfoque político centrado en la integración de los sectores más pobres y vulnerables, los así llamados "sectores marginales", a la vida social. La reforma agraria, la ley de sindicalización campesina, la de juntas de vecinos y la Promoción Popular fueron iniciativas trascendentales en un Chile que mayoritariamente buscaba el cambio.
Lo que ocurrió con el impulso reformista de Frei Montalva fue, sin embargo, algo notable: los significativos progresos que se hicieron no fueron capaces de estar a la altura de las grandes expectativas que se habían generado. Esta dialéctica entre expectativas que crecen exponencialmente y un progreso que las alimenta pero no puede colmarlas está en la esencia del drama del Chile de entonces. Este sentimiento de frustración es el que explotarían comunistas y socialistas en su encarnizada lucha contra la Democracia Cristiana (DC) por la hegemonía popular. Así, estos partidos no tardarían en transformarse en los grandes instigadores y legitimadores del descontento y del uso de la fuerza contra una legalidad y una democracia en las que no creían[12].
Hay que hacer notar que las expectativas crecen en ese período no solo por las promesas hechas o los planes de acción social lanzados por el Gobierno de Frei Montalva, también por el extraordinario crecimiento económico alcanzado en 1965 y 1966 (17,3% en total), así como por los notables aumentos de los salarios reales (un 27% en 1965-66); por lo que hace al gasto público, había crecido a gran velocidad (más de un 40% en 1965-66)[13]. En esos años el gasto social en educación, vivienda y sanidad aumentó a tasas sin precedentes en la historia chilena. Esta verdadera hybris de crecimiento, aumentos salariales, redistribución y gasto social se pagaría pronto con fuertes desequilibrios macroeconómicos y una caída del crecimiento que vendrían a agudizar el descontento, pero a comienzos de 1967 Chile no era en absoluto un país cuesta abajo, sino todo lo contrario.
En este contexto, cabe destacar que una de las características del Gobierno de Frei Montalva fue la explosión casi inmediata de una ola de reivindicaciones que desestabilizó toda la planificación del programa de reformas. Las movilizaciones sociales y sindicales, que se incrementaron fuertemente ya en 1965-66[14], no fueron una respuesta a una economía en crisis o estancamiento, sino un intento, inescrupulosamente liderado por la Central Única de Trabajadores (CUT), bajo control comunista-socialista[15], de aumentar rápidamente el nivel de vida de los sectores movilizados aprovechando la bonanza económica de esos años. Los aumentos salariales ya mencionados dan cuenta de ello, llegando a un nivel absolutamente desmesurado en 1967, cuando el salario real se incrementó en un 15,5%, lo que eleva el aumento acumulado para 1965-67 a nada menos que un 46,8%, con consecuencias graves en términos de déficit público e inflación.
Esto ilustra claramente los efectos de la dialéctica ya mencionada, entre expectativas que crecen exponencialmente y un progreso que las alimenta pero no puede colmarlas, cuando las mismas se ven hábilmente explotadas por fuerzas políticas que buscan desestabilizar todo el sistema y apropiarse del poder. Tal descontento o frustración del progreso, que posibilita la acción irresponsable de partidos radicales y conduce a demandas desestabilizadoras e imposibles de satisfacer, es en realidad la causa y no el resultado de los problemas económicos experimentados en Chile ya hacia fines de 1967[16].
Fue en ese Chile que empezaba a experimentar esa sorprendente frustración del progreso donde se asentó aquella "cultura de tomas" de que habla Alejandro San Francisco en su libro sobre la otra gran toma que marcaría el año 1967: la de la Casa Central de la Universidad Católica de Chile, el 11 de agosto[17].
El escenario es aquí muy distinto al de la toma de terrenos de marzo. Se trata del espíritu revolucionario de jóvenes de clase media de la Democracia Cristiana influidos por las ideas de la naciente Teología de la Liberación y la mística de un movimiento que hacía no mucho había conmovido a Chile con su vibrante Marcha de la Patria Joven.[18] La misma DC se veía sacudida por fuertes tensiones internas, entre los sectores más pragmáticos y aquellos más revolucionarios que buscaban un cambio integral de sistema y el paso a lo que se llamó "la vía no capitalista al desarrollo". Es en este contexto donde entre muchos jóvenes democratacristianos se afinca la idea, tan propia del marxismo, de que existe una violencia aceptable (constructiva y revolucionaria) y otra deleznable (destructiva y reaccionaria). Las palabras del democratacristiano Miguel Ángel Solar, presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC) y principal dirigente de la toma, en un debate televisado con el director del diario El Mercurio son esclarecedoras al respecto. Allí, hablando de los fascistas, Solar puntualiza que éstos, a diferencia de otros, no buscan "la violencia constructiva, no la violencia para el amor, sino la violencia despótica".[19]
La noche del 10 al 11 de agosto de 1967, estos jóvenes democratacristianos decidieron ejercer su "violencia para el amor" tomándose la sede central de la Universidad Católica de Chile[20]. Tal como en el caso de los pobladores de Herminda de la Victoria, no es difícil sentir simpatías por la causa de estos estudiantes que querían democratizar su universidad y ponerla, como dijeron, "al servicio de su pueblo" deponiendo, mediante un contundente acto de fuerza, a quien había sido su rector desde 1953: monseñor Alfredo Silva Santiago.
La toma concitó de inmediato muchos apoyos, como los del Partido Comunista, la CUT y muchas organizaciones estudiantiles, pero lo decisivo fue el apoyo que le brindó el partido de gobierno, la Democracia Cristiana, que se transformó en la gran legitimadora del uso de la fuerza de parte de los suyos. El editorial del oficialista La Nación del 13 de agosto de 1967 es notable a este respecto:
El problema de fondo no es saber si los estudiantes han actuado con exceso de pasión juvenil o si se han excedido en los términos de su estrategia para alcanzar los objetivos que se han propuesto. Eso no tiene trascendental importancia. Lo que sí es importante es llegar a conclusiones sobre si la crítica de los estudiantes a la Universidad es cierta o no.
O para decirlo de otra manera: según el vocero del Gobierno, el fin justifica los medios.
El hecho clave en esta coyuntura fue, sin duda, la llamada de Frei Montalva al jefe de la Iglesia chilena, Raúl Silva Henríquez. En sus Memorias, el cardenal resume así esa llamada histórica:
El jueves 17 de agosto el presidente Frei me llamó por teléfono. Dijo que lo que estaba pasando en la UC comprometía gravemente la estabilidad del país (…) Si la Iglesia no podía detener la crisis, el gobierno tendría que hacerse cargo de la universidad. Para esto había un plazo fatal: el lunes 21 de agosto[21].
A partir de este ultimátum, el cardenal asume directamente las negociaciones con la FEUC y recibe plenos poderes del Vaticano para resolver la crisis. En una reunión con la dirección de los estudiantes rebeldes celebrada la noche del 20 al 21 de agosto se capitula ante la toma[22]. Se acuerda deponer al rector y nombrar a un destacado democratacristiano, Fernando Castillo Velasco, como prorrector con amplios poderes para iniciar una reforma universitaria, y además se promete la impunidad de quienes han participado en la toma.
Seguramente Frei Montalva no tenía ni la más remota idea de que de esta manera estaba abriendo una verdadera caja de Pandora, que pronto lo hundiría como gobernante. Pero ante la señal inequívoca de que la fuerza se premiaba como método reivindicativo se desencadenó de inmediato, como dice Alejandro San Francisco, una "espiral de tomas, paros, huelgas y movimientos estudiantiles de distinta naturaleza"[23].
Esa espiral, que ya no se detendría hasta que la institucionalidad democrática chilena estuvo reducida a escombros, fue marcando, cada vez con mayor fuerza, el año 1967, desde las violentas luchas callejeras a comienzos de septiembre en el centro de la ciudad sureña de Concepción bajo la dirección del MIR hasta la huelga general convocada por la CUT para el 23 de noviembre, que se cerró con un saldo trágico de 8 muertos y más de 50 heridos. Ahora sí que Chile era un país cuesta abajo, pero no por una fatalidad inevitable del destino, sino por el accionar consciente de quienes buscaban de esta manera crear las condiciones para un cambio total de sistema.
La violencia para la revolución
Es en este contexto de creciente frustración, polarización y violencia que se inscriben los dos últimos hechos que quisiera destacar de este año decisivo. En su XXII Congreso, celebrado en Chillán del 24 al 26 de noviembre, el Partido Socialista, en el que militaba Salvador Allende, se declara marxista-leninista[24] y adopta, por unanimidad, una resolución que, entre otras cosas, establece lo siguiente:
La violencia revolucionaria es inevitable y legítima (…) Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico, y a su ulterior defensa y fortalecimiento.
Allí se determina, además, el carácter puramente instrumental de las "formas pacíficas o legales de lucha":
El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada[25].
Chile estaba advertido.
Esta conversión al marxismo-leninismo y a la lucha armada como único medio para alcanzar el poder es la culminación de un notable proceso de radicalización del socialismo chileno, que terminará de esta manera ubicándose a la izquierda del Partido Comunista[26]. El proceso culminará en el Congreso de La Serena de enero de 1971, donde Carlos Altamirano es elegido secretario general y los sectores más radicales, provenientes del Ejército de Liberación Nacional (ELN, lo que les da el nombre de elenos)[27], se hacen con el control de los órganos directivos del partido. Este es un dato clave para entender la dinámica de los años siguientes y la impotencia de Salvador Allende para contener la deriva extremista de sus propias fuerzas. Así, éste terminaría probando la misma amarga medicina de movilizaciones, tomas y extremismo que él no había tenido reparo en que se le aplicara a Eduardo Frei Montalva.
A su vez, el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) vive un proceso de radicalización que le lleva, en su III Congreso, celebrado los días 7 y 8 de diciembre de 1967, a un cambio de dirección y de línea política. La dirección pasa al grupo de jóvenes liderado por Miguel Enríquez[28], y la línea política –que ya desde su congreso fundacional de agosto de 1965 proclamaba que el "único camino" para "derrocar" el "régimen capitalista" era la "insurrección popular armada"– pasa a decantarse por una estrategia de "guerra revolucionaria prolongada e irregular”, que mezclaba los ejemplos chino y cubano de lucha revolucionaria[29]. Según la Tesis político-militar, redactada por Enríquez, esto se llevaría a cabo mediante
la apertura de algunos focos armados que poco a poco crearán las condiciones revolucionarias llamadas objetivas, es decir que ellas permitirán progresivamente ganar a la población para integrarla a la lucha armada. Así se constituirá el ejército revolucionario, en pleno régimen burgués, y así podremos nosotros conquistar el poder político[30].
Chile volvía a estar advertido.
Lo que debemos a Chile
Así se desbarrancó Chile hace ya más de cuatro décadas. Por la conjunción de una gran variedad de factores y voluntades. En el trasfondo estaban su atraso secular, la pobreza de muchos durante mucho tiempo y un progreso que no lograba colmar las expectativas creadas. Pero lo decisivo fue la explotación de todo esto en función de proyectos ideológicos radicales. Finalmente, las fuerzas marxistas sembraron viento y cosecharon tempestades. Las más extremas entre ellas, representadas por el Partido Socialista y el MIR, se propusieron explícitamente la destrucción del orden institucional democrático y la instauración de una dictadura. Lo primero lo lograron plenamente… y lo segundo también, si bien la dictadura instaurada no fue la del proletariado, es decir la suya, sino la de Pinochet. El Camarada Máuser tuvo la palabra y la barbarie se impuso.
Sobre todo esto es imprescindible una reflexión sincera, que desmistifique los simplismos existentes y la visión maniquea de las cosas impuesta por una izquierda que ejerce con maestría el uso tramposo de la memoria histórica. Lo ocurrido en Chile se merece un recuerdo sin lapsos ni silencios, que no se adecue a las conveniencias de unos u otros ni se quede a medio camino. Una memoria trunca distorsiona la verdad y no nos ayuda a avanzar hacia aquello que le debemos a Chile: un relato verídico de cómo llegamos a separarnos y odiarnos a tal punto que un día nos arrogamos el terrible derecho a destruirnos los unos a los otros.
[1] La frase es del poeta soviético Vladímir Mayakovski (1893-1930) y está tomada del poema "¡Izquierda, marchen!". Cito sus estrofas iniciales, ya que dicen mucho sobre la visión marxista-revolucionaria:
¡Adelante! ¡Marchemos! ¡Marchemos!
¡Basta ya de frases y de parches!
¡Hay que poner fin a la cháchara frívola!
¡Tiene la palabra el Camarada Máuser!
[2] En un discurso de agosto de 1900, el connotado estadista chileno Enrique Mac Iver se expresó de esta manera: "Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad".
[3] M. Góngora, Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Santiago: Editorial La Ciudad, 1981.
[4] Que no debe confundirse con liberal, ya que el liberalismo rechaza las planificaciones globales. Tal como subrayó uno de los grandes pensadores liberales, Friedrich Hayek: "No somos neoliberales. Quienes así se definen no son liberales, son socialistas. Somos liberales que tratamos de renovar, pero nos adherimos a la vieja tradición, que se puede mejorar, pero que no puede cambiarse en lo fundamental. Lo contrario es caer en el constructivismo racionalista, en la idea de que se puede construir una estructura social concebida intelectualmente por los hombres, e impuesta de acuerdo a un plan, sin tener en consideración los procesos culturales evolutivos". Citado en Góngora, ibid., p. 137.
[5] La frase exacta, pronunciada por Frei Montalva durante la campaña presidencial de 1964, es la siguiente: "Ni por un millón de votos cambiaría una coma de mi programa".
[6] W. Flanigan y E. Fogleman, Patterns of development and democratization: a quantitative analysis, American Political Science Association, 1967.
[7] El nombre de la población alude a una menor muerta durante los enfrentamientos subsiguientes a la toma. Victor Jara inmortalizó esta toma con su canción "Herminda de la Victoria".
[8] El antecedente más importante es la toma que daría origen a la población la Victoria, ocurrida en la comuna de San Miguel de Santiago el 30 de octubre de 1957 y que involucró a unas 1.200 familias. También esta ocupación fue liderada por el Partido Comunista. Al respecto, véase A. Cortés, Los comunistas y la toma de terrenos de La Victoria, INAP 2007.
[9] V. Espinoza, Para una historia de los pobres de la ciudad, Ediciones SUR, 1988, p. 301.
[10] Armando de Ramón, "La población informal. Poblamiento de la periferia de Santiago de Chile, 1920-1970", Revista EURE, número 50, 1990.
[11] Nombre chileno de las villas miseria o barrios de chabolas que se multiplicaron en Santiago y otras ciudades a partir de los años 50 del siglo pasado.
[12] En carta a Mariano Rumor de noviembre de 1973, Eduardo Frei Montalva resume con amargura la oposición radical que le hizo la izquierda marxista: "Anunciaron textualmente que le negarían al Gobierno de la DC ‘la sal y el agua’. El Partido Comunista estuvo en una oposición constante y total. Para hacerlo recurrieron a la injuria, a la violencia, y el Partido Socialista una y otra vez manifestó que no respetaba el orden legal y democrático, que no era sino un orden burgués. Cada vez que había una huelga o un conflicto, el señor Allende y los partidos Socialista y Comunista lo promovían o acentuaban para llevar al extremo la situación". Véase C. Gazmuri y otros, Eduardo Frei Montalva (1911-1982). México: FCE, 1996.
[13] Los datos provienen de A. Velasco, "The State and Economic Policy: Chile 1952-92", en B. P. Bosworth y otros, The Chilean Economy, The Brookings Institution, 1994, pp. 391 y 394.
[14] El número de huelgas pasó de 566 en 1964 a 723 en 1965 y a 1.071 en 1966. El número de jornadas laborales perdidas por trabajador casi se cuadruplicó entre 1963 y 1966, pasando de 585.514 a 2.015.253. Véase R. M. Marini, Antecedentes para el estudio del movimiento de masas, 1972, p. 3, y J. R. Whelan, Out of the Ashes, Regnery Gateway 1989, p. 189.
[15] En su congreso de 1965, el Consejo Directivo Nacional de la CUT quedó bajo el control absoluto y exclusivo de comunistas y socialistas. De sus 20 miembros, 11 eran comunistas y 9 socialistas. Los delegados democratacristianos y otros no marxistas se negaron a participar en la elección del Consejo, en protesta por el accionar de los partidos marxistas.
[16] La visión más común al respecto es la contraria, es decir, aquella que ve la crisis económica de 1967 como el desencadenante de la frustración social. Para un ejemplo, v. R. Rebolledo Leyton, "La crisis económica de 1967 en el contexto de la ruptura del sistema democrático", Revista Universum, 1/2005.
[17] A. San Francisco, La toma de la Universidad Católica de Chile, Globo Editores 2007.
[18] Momento culminante de la campaña presidencial de Eduardo Frei Montalva, donde decenas de miles de jóvenes provenientes de todo Chile confluyeron en Santiago (junio de 1964).
[19] El debate está reproducido en A. San Francisco, obra citada, pp. 143-165.
[20] Esta toma fue precedida por hechos similares, si bien no tan significativos, en la Universidad Católica de Valparaíso.
[21] R. Silva Henríquez, Memorias, tomo II, Ediciones Copyright, 1991, p. 100.
[22] Seguramente las simpatías del cardenal por la DC le hicieron más fácil emprender este camino.
[23] A. San Francisco, obra citada, p. 126.
[24] Esta adhesión al marxismo-leninismo había sido ya mencionada en las resoluciones del Congreso de Linares de 1965, pero ahora sería incorporada a los nuevos estatutos del partido, tal como fueron propuestos por la Conferencia Nacional de Organización de agosto de 1966.
[25] Los tres primeros puntos de la resolución del congreso dicen textualmente lo siguiente: "1. El Partido Socialista, como organización marxista-leninista, plantea la toma del poder como objetivo estratégico a cumplir por esta generación, para instaurar un Estado Revolucionario que libere a Chile de la dependencia y del retraso económico y cultural e inicie la construcción del Socialismo. 2. La violencia revolucionaria es inevitable y legítima. Resulta necesariamente del carácter represivo y armado del estado de clase. Constituye la única vía que conduce a la toma del poder político y económico, y a su ulterior defensa y fortalecimiento. Sólo destruyendo el aparato burocrático y militar del estado burgués puede consolidarse la revolución socialista. 3. Las formas pacíficas o legales de lucha (reivindicativas, ideológicas, electorales, etc.) no conducen por sí mismas al poder. El Partido Socialista las considera como instrumentos limitados de acción, incorporados al proceso político que nos lleva a la lucha armada. Consecuencialmente, las alianzas que el partido establezca sólo se justifican en la medida en que contribuyen a la realización de los objetivos estratégicos ya precisados". J. C. Jobet, El Congreso de Chillán. Página web del Partido Socialista de Chile. www.socialismo-chileno.org/PS/index.php?option=com_content&task=view&id=461&Itemid=47
[26] El radicalismo del PS y el hecho de ubicarse a la izquierda del PC provienen ya de los años 50, cuando los socialistas adoptan la así llamada línea del Frente de Trabajadores, que excluía toda alianza con fuerzas representantes de la "burguesía nacional", mientras que el PC, siguiendo como siempre las instrucciones de Moscú, adopta una línea de amplias alianzas “antiimperialistas, antioligárquicas y antifeudales”. Esta línea socialista se radicaliza notablemente a partir de la Revolución Cubana (1959) y encuentra sus expresiones programáticas, cada vez más extremas, en los congresos de Linares (1965), Chillán (1967) y La Serena (1971). Para un excelente recuento de la evolución del PS, véase I. Walker, Socialismo y democracia, Cieplan-Hachette 1990.
[27] Rama chilena del ELN fundado por Ernesto Che Guevara en Bolivia.
[28] Se ponía así término a lo que el mismo Enríquez llamó "una bolsa de gatos" y se marginaría paulatinamente a una serie de grupos de tradición sindicalista y trotskista que hasta entonces habían liderado al MIR. De allí en adelante ya no habría más congresos y se pasaría a un leninismo-guevarismo puro y duro.
[29] Véanse P. Naranjo (ed.), Miguel Enríquez y el Proyecto Revolucionario en Chile. Santiago: Editorial LOM, 2004; y J. L. Calderón, La política del MIR durante los dos primeros años de la dictadura militar. Santiago: Universidad de Santiago, 2009.
[30] El paso fáctico del MIR a la lucha armada se produce a mediados de 1969, como respuesta a las medidas tomadas por el Gobierno de Frei Montalva con posterioridad al secuestro y vejación, por parte de los miristas de Concepción, del periodista Hernán Osses. Ese mismo año tres grupos izquierdistas más inician las acciones armadas: el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la Vanguardia Organizada del Pueblo (VOP) y el Movimiento Revolucionario Manuel Rodríguez (MR2). El resultado de las acciones armadas emprendidas será, hasta mediados de 1970, una decena de asaltos a bancos, cuatro secuestros de aviones, tres asaltos a armerías y decenas de atentados con bombas. Desde mediados de 1970 el MIR y otros grupos militantes suspenden las acciones armadas por la elección presidencial programada para septiembre de 1970. La excepción sería la VOP, que en junio de 1971 asesinará a Edmundo Pérez Zujovic, exministro del Interior del Gobierno de Frei Montalva.
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