Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (XXIII): sobre el imaginario de la anarquía
Releyendo un libro sobre los orígenes de la Guerra Civil española se incidía en cómo una de las motivaciones de los sublevados era la de acabar con la “anarquía” imperante en la España de la época. Tal supuesta anarquía se caracterizaría, según el mismo autor, por la existencia de un alto grado de violencia política impulsada, eso sí, por el Gobierno republicano. No se discutirá aquí si son ciertas o no las afirmaciones del autor del libro, sino su oxímoron, pues parece un poco absurdo culpar a una situación de anárquica afirmando a continuación que es fruto de una decisión gubernamental. Pero este tipo de afirmaciones es muy frecuente y ha contribuido a lo largo del tiempo a la confusión de muchas personas al respecto de la verdadera naturaleza de la anarquía.
El imaginario popular coincide con la visión del autor del estudio sobre la Guerra Civil en el sentido de que la inmensa mayoría de la población identifica la anarquía con una situación de desórdenes, violencias de todo tipo y violación reiterada de los derechos de propiedad en un determinado territorio y en alguna etapa histórica. La literatura, el cine y más recientemente las series han contribuido a esta imagen de la anarquía entre nosotros, pues por suerte la mayor parte de la población actual de muchos países de la Tierra no tienen experiencia directa de situaciones de este tipo, y sus principales referencias son bien de ancianos que las han vivido o bien de fuentes secundarias. Novelas del tipo de La carretera de Cormac McCarthy, después llevada al cine, narran un futuro posapocalíptico en el cual el Estado y toda forma de orden público han desaparecido o no tienen presencia efectiva. Aquí se narran todo tipo de sevicias, violencia e incluso situaciones de canibalismo derivadas de la falta de orden. Pero quizá han sido películas del estilo de Mad Max las que más han contribuido a fijar en nuestras mentes la imagen de la anarquía. Violaciones en grupo, asesinatos caprichosos y feroces guerras por conseguir un poco de gasolina han quedado asociadas en nuestra mente a una situación de ausencia de un Estado efectivo que garantice la ley y el orden. También series como Walking Dead reflejan en cierta medida esta visión de un mundo despiadado como fruto del colapso de las instituciones encargadas de la seguridad. Pero conviene apostillar que esta serie tiene matices muy interesantes, pues llega incluso a describir la aparición (violenta, cómo no) de un rudimentario Estado en nombre de garantizar la seguridad contra los zombis agresores. Estos proto-Estados son también enormemente despiadados y operan con el miedo al agresor exterior, como los Estados convencionales, presumiendo de que la única forma de combatir al enemigo con eficacia es sometiéndose a la fuerza a un poder central. Por suerte, en la serie se nos muestra que hay innumerables formas de combatir a los zombis no menos exitosas y sin necesidad de ser sometidos a coerción. Este repaso no es exhaustivo, pero seguro que especialistas en cultura popular libertaria como Ignacio García Medina nos ofrecerán pronto elaboraciones más sistemáticas sobre la imagen popular de la anarquía.
Pero lo cierto es que tal imagen existe, y es la primera que viene a la cabeza a la inmensa mayoría de la gente cuando pensamos en anarquía. De hecho es muy difícil apartarse mentalmente de esta imagen y proponer en positivo un programa anarquista, pues la tenemos tan interiorizada que opera como una suerte de resorte mental. No creo que haya sido una creación deliberada y consciente, sino que responde tanto a los miedos más atávicos del ser humano (muerte o agresión violenta a manos de otro ser humano) como los más recientes. Así el imaginario de la anarquía incluye el temor de las clases medias con cierto nivel de vida a ser asaltadas, bien por hordas de bárbaros extranjeros bien por los propios desposeídos nativos agrupados en hordas que bajan desde sus superpoblados asentamientos hacia los barrios de clase media, para saquearlos y agredir a sus habitantes. Lo que sí han hecho, y con éxito, los propagandistas del Estado es lograr asociar estos temores con una situación en la cual el Estado se esfuma y aquel benéfico ente que nos protege ya no puede cumplir su función. La pregunta sería, y esto es lo que quiero discutir en este texto, si esta visión del mundo en anarquía es o no correcta, primero por discutir cuál es el comportamiento real de la población en este tipo de catástrofes, y segundo en qué medida este tipo de comportamientos, como en el ejemplo del principio, es un resultado de la intervención estatal más que de su ausencia. Existe una emergente literatura del desastre, tanto en la Escuela Austriaca como en la sociología y la política, que comienza a investigar y cuestionar las visiones populares del comportamiento humano en situaciones de calamidad, al tiempo que dentro de ellas se distingue entre aquellas en las que no se da intervención estatal, ni en su causa ni en la gestión de la misma. Varias son, por tanto, las consecuencias que se podrían obtener del estudio de catástrofes y calamidades.
La primera es que el Estado ha obtenido siempre provecho de las situaciones de calamidad y pánico. Uno de los pioneros de la sociología del desastre, Pitirim Sorokin, en sus ensayos sobre el hombre en tiempos de calamidad, apunta que la principal consecuencia de situaciones de ruptura de la estabilidad social, ya sea por causas naturales o por causas políticas, es la del incremento del poder del aparato estatal. En estas situaciones de desestructuración social los lazos orgánicos de la sociedad (familia, comunidad…) se ven seriamente dañados, y a los gobernantes les es más fácil regimentar las conductas de las personas al carecer de anclas sociales. Controles de precios, adulteración de la moneda, trabajos forzosos o imposiciones fiscales son mucho más fáciles de implementar en este tipo de situaciones que en condiciones ordinarias, y como es de suponer, los gobernantes aprovechan la oportunidad para instaurarlas. La sociedad en condiciones de desastre pierde su capacidad de resistencia, y la propaganda estatal asocia a un Gobierno fuerte y resolutivo la capacidad de afrontar satisfactoriamente el problema, algo que, como veremos, está muy lejos de estar demostrado. La historia nos muestra, en efecto, que las grandes catástrofes, guerras o plagas están asociadas a incrementos sustanciales del poder del Estado, que después nunca vuelven a sus niveles anteriores. Robert Higgs lo demuestra muy bien, aplicándolo a las guerras, en su Crisis and Leviathan. Visto esto, no es de extrañar que los Gobiernos (que copian y aprenden muchas de sus técnicas de dominación de otros Gobiernos o de la historia) hayan forzado deliberadamente situaciones de catástrofe para obtener rentas o poder. Las grandes hambres de Ucrania en los años 30, las hambrunas de Etipía o, como bien apunta Andrei Shleifer, los grandes desabastecimientos de bienes esenciales en el mundo socialista, serían ejemplos de cómo Gobiernos despiadados usan la catástrofe para conseguir dominar a las poblaciones.
La segunda conclusión a debatir se deriva de lo anteriormente expuesto, y es que los controles y coerciones gubernamentales no tienen por qué ser la mejor solución para afrontar una catástrofe, más bien al contrario, sólo pueden contribuir a agravarla. Es un sobreentendido habitual que en caso de catástrofe son necesarias medidas coercitivas en todos los ámbitos para salir de tal situación. La teoría económica aplicada a situaciones de crisis (por ejemplo la compilación de Chamlee-Wright y Storr, The Political Economy of Hurricane Katrina and Community Rebound) nos explica que las intervenciones que no funcionan en tiempos de normalidad tampoco van a funcionar en tiempos de penumbra. Es más, las intervenciones sólo conseguirán empeorar el desastre. Los controles de precios incrementarán, por un lado, el desabastecimiento y, por otro, dificultarán que lleguen recursos de otras zonas (los precios altos atraerán bienes de todas partes, mientras que los precios congelados no conseguirán animar su desplazamiento hacia las zonas afectadas). Las regulaciones impedirán a su vez desarrollar la inventiva necesaria para idear soluciones prácticas a problemas urgentes, ralentizando la toma de decisiones o promoviendo soluciones incorrectas. El caso del Katrina, por ejemplo, nos muestra que las decisiones estatales sólo contribuyeron a incrementar el caos y a mal asignar los recursos escasos. Si el mercado es el mejor sistema de asignación de recursos privados es absolutamente imprescindible mantenerlo en situaciones de alto riesgo, dado que la mala asignación tendría unas consecuencias mucho peores.
Tampoco el orden público se mantiene necesariamente mejor con medidas de emergencia, y de ser los agentes estatales los que lo mantuviesen, es frecuente que lo hagan por su propia cuenta y saltándose las cadenas de mando. Es conveniente recordar, como bien apunta Jane Jacobs en su Muerte y vida de las grandes ciudades, que el orden público en una ciudad es mantenido principalmente por la propia vigilancia de la población, con lo que las policías juegan un papel subsidiario. Lo que acontece en situaciones de catástrofe es que la población abandona los núcleos habitados y edificios, almacenes y viviendas quedan desprotegidos por sus dueños, por lo que el pillaje y el robo se facilitan mucho, como bien saben los delincuentes que presumen que no encontrarán resistencia a sus robos. Los ciudadanos, al confiar su protección a los agentes del Gobierno, no han podido prever este tipo de situaciones, de ahí que se produzcan casi inevitablemente delincuencia de ese tipo. Pero conviene recordar que estas situaciones se han producido siempre en situaciones en las cuales el Estado está presente, no ausente, por lo que por lo menos habría que discutir qué papel juegan los gobernantes y sus normas en esta ausencia de previsión. Recuerdo un reportaje reciente sobre la erupción de un volcán en Guatemala (publicado en El País no en una publicación anarquista) en el que se relata cómo los alojados en resorts privados pudieron abandonar la zona en orden gracias a la precaución de los gerentes de los hoteles, mientras que los que confiaron en la protección pública vieron sus propiedades arrasadas (y, en algunos casos desgraciados, sus vidas perdidas) por la ineficiencia de los agentes gubernamentales en actuar y el retraso en la toma de decisiones.
Y no hay que olvidar que muchas de estas situaciones catastróficas se deben a causas gubernamentales, del tipo de guerras o conflictos sociales. Muchos saqueos y situaciones de emergencia son fruto de decisiones deliberadas usadas como armas de guerra, o bien consecuencia indirecta de las mismas (es reciente el saqueo de Bagdad como secuela de la invasión de Irak). De hecho, a día de hoy, la mayoría de las hambrunas que se dan en muchas zonas de la tierra tienen origen político, como instrumento de dominación o de búsqueda de rentas por parte de Gobiernos despiadados.
Por último, sería pertinente destacar que en muchas de estas situaciones de “anarquía” la respuesta de las poblaciones no es necesariamente la de la guerra de todos contra todos. En estos contextos, aunque no es bien conocido ni se resalta habitualmente por los medios, pueden florecer innumerables formas de cooperación social, desde comedores colectivos a la cesión temporal de espacios para el realojamiento de las poblaciones afectadas, hasta el cuidado común de niños y ancianos. Si bien es cierto que pueden aflorar actitudes violentas entre la población, no es menos cierto que también en estas circunstancias pueden surgir los elementos más nobles del ser humano. Convendría investigar un poco más en el funcionamiento de las instituciones sociales en tiempos en los que el Estado desaparece y abandonar las visiones convencionales y distópicas de los escenarios posapocalípticos. Igual podríamos sorprendernos.
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