Nuestro hijo de perra

ABC, Madrid
Nadie ha determinado si la famosa frase que alude al respaldo de Washington a ciertos dictadores para evitar el avance del comunismo durante la Guerra Fría («Es un hijo de perra, pero es nuestro hijo de perra») fue dicha por Roosevelt, Hull o la inventó un cronista. Pero es perfecta para describir la blandura de Estados Unidos y Europa ante el asesinato y descuartizamiento del periodista Khashoggi, en Estambul, a manos de agentes del régimen de Mohamed bin Salman.
No tengo la ingenuidad de creer que las relaciones internacionales de las democracias pueden siempre basarse en los principios que informan sus propias constituciones. Pero hay líneas que los dictadores no deben cruzar para evitar que la política exterior de las democracias liberales pase a ser una negación de todo lo que dicen representar ante el mundo. Y ese ha sido el gran error de Bin Salman, el príncipe heredero saudí que, bajo respetables propósitos de modernización económica y episódicas concesiones al secularismo, está aterrorizando a su país.
Estados Unidos y Europa aprecian que haga contrapeso a Irán, que pretenda desplazar al Estado Islámico entre los suníes a fuerza de enfrentarse a los chiíes y sus aliados, y que ayude a estabilizar los precios del petróleo cuando las cosas se desquician. Pero lo que ha hecho el comando de asesinos que se cargó al colaborador del «Washington Post» (no precisamente un demócrata jeffersoniano: había estado cerca del régimen saudí en su momento y luego simpatizado con la Hermandad Musulmana) invierte la jerarquía entre las potencias democráticas y sus indelicados vasallos. El mensaje de Riad es que tiene a Estados Unidos y a Europa a su merced y que no osarán tomar represalias. Una cosa es que una dictadura guarde las apariencias para no elevarles a sus protectores el costo de tolerarlas y otra es actuar como si los valores de esas democracias hubieran pasado a ser irrelevantes para el orden mundial.
La prueba es que, cuando Donald Trump dijo que si se comprobaba que Riad estaba detrás del crimen podría haber consecuencias, los saudíes respondieron amenazando con provocar un cataclismo en el mercado del petróleo. Era la insolencia de quien se ha sentido lo bastante fuerte como para ignorar el informe de Naciones Unidas que responsabiliza a Riad por la mayoría de los dieciséis mil civiles muertos en la guerra de Yemen y de quien convirtió un «tuit» del Gobierno canadiense protestando por el arresto de una activista de los derechos de la mujer en el pretexto para expulsar a los diplomáticos de aquel país y ordenar que los estudiantes saudíes becados en Canadá retornen a Riad. También, de quien ha insinuado que podría dejar de comprar armas estadounidenses (noventa mil millones de dólares en la última década) y comprárselas a Rusia o China.
Arabia Saudí se equivoca: es ella quien necesita a Estados Unidos y Europa, no al revés. Su enfrentamiento con Irán es poco menos que existencial para la casa de Saúd (como lo es su rivalidad con el Estado Islámico). Su capacidad para controlar los precios petroleros –ahora que la OPEP sólo representa un tercio de la producción mundial y que Estados Unidos es el primer productor– es menor que antes. La política de diversificación económica de Bin Salman (Visión 2030) para dejar de depender del oro negro pasa por recibir capitales europeos y estadounidenses. Y el costo de transformar su aparato militar para adaptarlo a la (inferior) tecnología rusa sería descomunal y tardaría.
Es hora de recordarle esto a Bin Salman, antes de que la perrera se salga de control.
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