El brutal asesinato de Khashoggi: Dilema entre moral y geopolítica
Raymond Aron fue un lúcido analista. Expresa que hay que observar la realidad política con la mayor objetividad posible sin dejar traslucir las emociones. Un paso importante en esa dirección es la “toma de conciencia de la política en su despiadada brutalidad”.
El pensador crítico es aquel que sabe diferenciar “lo deseable de lo posible”. O sea, el que tiene la capacidad de desprenderse de sí mismo. Es aquel que comprende que una situación no suele ser simple sino sumamente compleja. Por consiguiente, investiga a fondo todos los elementos que la componen para intentar captar los diferentes intereses –generalmente contrapuestos- que están en juego.
Por tanto, la pregunta decisiva en política es: Dada esta realidad, ¿qué es lo que hay que hacer?
Es una interrogante con la que suelen encontrarse los gobernantes, que no siempre tiene fácil respuesta. ¿Por qué? Porque en ciertas ocasiones deben enfrentarse simultáneamente a dos amenazas terribles, y necesariamente deben escoger una. Generalmente la guía para decidir es cuestionarse: ¿Cuál es el mal menor?
Esos casos se producen cuando hay antagonismo entre moral y geopolítica. Precisamente, el escenario que presenta el brutal asesinato de Jamal Khashoggi, producido en la embajada de Arabia Saudita en Turquía. Se sospecha que el autor intelectual es Mohammed bin Salman, el príncipe heredero saudí.
En el orden moral, la realidad es la siguiente:
Khashoggi era una periodista saudí que hasta 2017 fue cercano a la casa real de su país. Fue editor del diario Al-Watan y de una cadena de noticias saudita. Pero luego de que varios de sus amigos fueran arrestados durante las purgas realizadas por bin Salman, que su columna en el diario Al-Hayat fuera cancelada y recibir “avisos” de que no siguiera tuiteando, decidió exiliarse en Estados Unidos.
En Norteamérica fue columnista de The Washington Post. Mediante ese medio criticaba al gobierno de su país, a su participación en la guerra de Yemen y especialmente, al príncipe bin Salman.
En un artículo de setiembre de 2017 escribió: “He dejado mi casa, mi familia y mi trabajo, y estoy levantando la voz. No hacerlo sería traicionar a aquellos que languidecen en la cárcel. Yo puedo hablar mientras que tantos otro no pueden. Quiero que sepan que Arabia Saudita no siempre fue como es ahora (desde que bin Salman asumió el poder).”
Khashoggi pensaba casarse con su novia turca Hatice Cengiz. Por consiguiente, el 28 de setiembre fue al consulado saudí en Estambul, allí residía su prometida, para obtener los documentos que acreditaban que estaba divorciado de su exmujer. Fue entonces que se planificó su asesinato.
Entre el 1ro y el 2. de octubre llegaron a Estambul 15 agentes saudís muy cercanos al príncipe heredero, que son calificados como “escuadrón de la muerte”. El equipo estaba integrado por un médico forense y traía consigo una sierra para cortar huesos.
El 2 de octubre desde el consulado llamaron a Khashoggi y le dijeron que podía ir ese día a retirar la documentación. Simultáneamente, le dieron la jornada libre a todo el personal turco.
Khashoggi -temiendo que algo pudiera sucederle- le pidió a su novia que no entrara con él al consulado y que si no regresaba, llamara a un consejero del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, y lo pusiera al tanto de la situación.
Cengiz esperó fuera del consulado durante cinco horas pero su novio nunca apareció. Por tanto, se comunicó con las autoridades turcas.
A partir de entonces, ellas han venido liderando las denuncias e investigaciones sobre este asunto. Aseguran que poseen audios y videos que probarían que Khashoggi fue torturado y descuartizado vivo por ese comando saudita. Luego se deshicieron del cuerpo y los 15 miembros retornaron a Arabia Saudita ese mismo día.
La divulgación de lo sucedido levantó una oleada de repudio internacional. Organizaciones periodísticas y de derechos humanos reclamaron explicaciones por la desaparición de Khashoggi. Una vez que se confirmó su muerte, exigieron que una corte imparcial impusiera justicia.
Dada la presión internacional de gobiernos occidentales y sobre todo, de asociaciones independientes, el rey Salmán bin Abdulaziz trató de campear el vendaval, despidiendo a algunos funcionarios de rango medio.
Ahora, desde el punto de vista geopolítico, este es el contexto:
Arabia Saudita posee alrededor del 18% de las reservas probadas de petróleo del planeta y es el principal exportador mundial de este commodity. Eso le otorga un gran poder e influencia en el escenario global.
Si Estados Unidos u otros países impusieran sanciones a Riad, el gobierno saudita podría responder reduciendo su oferta de petróleo, lo cual provocaría un aumento abrupto de su precio. A nivel mundial, esa medida podría generar un impacto similar al de la crisis del petróleo de 1973: parálisis de las economías, aumento de la inflación, quiebra masiva de empresas con el consiguiente aumento colosal del desempleo. O sea, la temible “estanflación”, la cual suele acarrear inestabilidad política.
Zubair Iqbal señala que “La principal función de Arabia Saudita en la economía mundial -al ser el mayor exportador de crudo- es estabilizar el mercado mundial mediante el equilibrio del suministro de petróleo y, por lo tanto, mantener los precios del petróleo en línea con las condiciones económicas mundiales”. Si cambia de política, las repercusiones se harán sentir en todos lados.
Además, Arabia Saudita tiene el tercer presupuesto de defensa más grande del mundo. En 2017 firmó un acuerdo con EE.UU. para comprarle armas por USD $ 110.000 millones, que podría alcanzar los USD $ 350.000 millones en los próximos diez años.
La Casa Blanca describió a este negocio como el más grande en la historia de esa nación. A eso hay que agregarle una gran cantidad de contratos con empresas norteamericanas que abarcan los más diversos rubros.
Otro factor clave es lo relacionado con la lucha contra el terrorismo. Arabia Saudita es un aliado valioso para Occidente. Por ejemplo, comparte información de inteligencia sobre lo que ocurre en Siria, Irán o Irak. Además, ayuda a contrarrestar la influencia del islamismo radical en la región.
Las potencias occidentales consideran que Riad desempeña un papel crucial en el mantenimiento de la seguridad en Medio Oriente y en el combate contra el extremismo islámico.
El periodista saudí, Turki bin Abdullah Aldakhil, advirtió que si se toman medidas en respuesta al asesinato de Khashoggi, el “intercambio de información confiable entre Riad y Estados Unidos y Occidente será cosa del pasado”.
Ese temor ha sido confirmado en los hechos. Cuando eran conocidas las atrocidades cometidas por el régimen saudí, la primera ministra británica Theresa May defendió seguir manteniendo una relación estrecha con esa monarquía, porque “ha ayudado a mantener a salvo a la gente en las calles de Reino Unido”.
Algo semejante ocurrió en 2017, cuando gente muy cercana al príncipe heredero secuestró, humilló y golpeó al primer ministro libanés, Saad al-Hariri. También en esa ocasión los gobernantes occidentales se abstuvieron de criticar al régimen saudí.
Por tanto, el panorama es complejo y para los gobernantes de las potencias occidentales un problema de difícil solución: ¿Qué es lo que hay que hacer con respecto a este asunto? ¿Cuál es el mal menor?
Cualquiera sea su elección, se producirán consecuencias lamentables en efecto dominó. ¿Por qué? Porque es claro que en este caso, difícilmente la justicia triunfará.
Sin embargo, hace bien la comunidad civil internacional en mantener en alto la antorcha de la ética. De persistir en esa conducta, quizás llegará el día en que lo moralmente deseable, también sea lo políticamente posible.
Hana Fischer es uruguaya. Es escritora, investigadora y columnista de temas internacionales en distintos medios de prensa. Especializada en filosofía, política y economía, es autora de varios libros y ha recibido menciones honoríficas.
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