Hablemos claro sobre el fascismo
El domingo 28 de octubre Jair Bolsonaro, un nombre hasta hace poco desconocido para los latinoamericanos en general, fue elegido Presidente de Brasil.
De discurso nada convencional, sólo ha dejado en claro dos ideas relacionadas con sus intenciones de gobierno; gobernará con el apoyo y colaboración directa de militares, e intentará devolver el espíritu, la identidad y la energía que muchos millones de brasileños ansían con nostalgia y que hoy consideran arrebatada.
Es tan amplio el espectro en el que sus intenciones podrían mutar una vez instalado en el gobierno, que nadie podría definir con certeza cuál será a partir de ahora el futuro de Brasil. Y es que Jair Bolsonaro o sus voceros más allegados, se han manejado entre la admiración manifestada a un recién llegado al poder Hugo Chávez finalizando el siglo pasado, y la crítica más vehemente contra algunos claros vicios del sistema democrático, cuya eliminación o reforma intempestiva sin un análisis razonado, podría acarrear serios riesgos para la permanencia del Estado de Derecho en el Brasil.
Apenas conocido el resultado de la primera vuelta que puso al candidato a un paso de alcanzar la presidencia, la izquierda latinoamericana reaccionó al unísono, volcando ríos de tinta y miles de horas de redes sociales, radio y televisión, a “denunciar” el carácter fascista de Bolsonaro.
Se trata de un momento histórico. Nadie sabe con certeza hacia dónde dirigirá el candidato el inmenso poder que le ha sido asignado. Pero vale la pena analizar el contexto y realidad nacional y regional en el que este hecho se produce.
El Foro de San Pablo dio el marco general para el desarrollo en la región, una vez más, de políticas de izquierda revulsivas.
Creado en 1990 por iniciativa de Fidel Castro y bajo el liderazgo de Luis Ignacio Lula da Silva (Lula), cobró un inusitado impulso luego del triunfo en 1998 de Hugo Chávez en Venezuela.
Respaldado y financiado a su vez por Cuba, Chávez, una vez en el poder, devolvió el favor recibido con incalculables cantidades de petróleo, pero además infiltrando militares e inteligencia militar cubana entre sus Fuerzas Armadas. Una venta clara de la patria, a cambio de poder personal en nombre de la ideología y de la emancipación del según su propia versión, “oprimido pueblo venezolano”. El petróleo, cuyo precio coincidentemente se disparó a valores nunca antes alcanzados en la historia, se convirtió en el elemento principal para lograr apoyos y alianzas de muchos países.
A partir de allí, como en efecto dominó, fueron cayendo una a una muchas democracias sudamericanas en las garras de Cuba, con Chávez como intermediario. Pero… ¿Qué ofrecía Fidel Castro además de su triste fama y los petrodólares venezolanos a los miembros y afines al Foro de San Pablo, para que lo recibieran con tanto entusiasmo? ; ¿Cuál sería la zanahoria populista que haría trotar a los pueblos tratados por ellos como burros ciegos?
El comunismo había desaparecido con la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y la estrategia requería mutar.
Manteniendo los mismos principios de filosofía marxista, y aprovechando la llegada de un nuevo milenio, Fidel inventó “el cambio”. El Socialismo de Siglo 21, una teoría sin comprobación alguna esbozada en un libro de escasa circulación por el politólogo mejicano-alemán Heinz Dieterich Steffan, fue adoptado por Chávez a instancia de Fidel. Era el marco perfecto para el gatopardismo del momento. Considerando agotada la democracia liberal a la que Castro siempre despreció, debía apuntarse a un Estado totalitario con apariencias de democracia y economía dirigida, militarizando en lo posible a la ciudadanía con la creación de milicias populares, sometiendo a los gremios a través de sus dirigentes, silenciando a la prensa y eliminando a la oposición.
En esa línea de acción, se volvieron cotidianos conceptos tales como: “El pueblo es el cuerpo del Estado y el Estado es el espíritu del pueblo” o aquello de “…Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.” Expresiones con nostalgias de marxismo, que pudieron perfectamente corresponder a Hugo Chávez o al mismísimo Fidel Castro, pero pertenecen a Benito Mussolini; quintaesencia del fascismo.
La peste se propagó rápidamente y el petróleo venezolano financió campañas electorales, leyes, reformas constitucionales y programas socialistas a lo largo y ancho de la región.
En pocos años llegaron al poder Luis Ignacio Lula da Silva (Lula) 2002, mascarón de proa del Foro de San Pablo, Nestor Kirchner en 2003, Tabaré Vázquez en 2004, Evo Morales y Lugo en 2005, Rafael Correa y Ortega en 2006, etc., etc.
El único país que logró infiltrar la inteligencia cubana en sus Fuerzas Armadas hasta su postración, fue Venezuela. En el resto de los países, en mayor o menor medida, ese tipo de dominación fue impedido y muchas veces abortado por las propias instituciones y valores tradicionalmente establecidos.
Es por eso que si bien no sabemos hacia donde derivará Jair Bolsonaro una vez alcanzado el poder, estamos seguros de que podrá ser tildado de militarista, neoliberal, conservador, pero nunca de fascista.
Y es que el neofascismo en la región ya está patentado por el Castro-chavismo y sus secuaces. La reacción del pueblo brasileño al votar masivamente a un candidato hasta hace muy poco prácticamente desconocido, se debe a que la ideología Castro-chavista fue impuesta con demagogia y odio. Creció estimulando el rencor racial y de clases en nombre de la “justicia social”. Estimuló la destrucción de valores democráticos trabajosamente construidos, incitando al desarrollo de una corrupción sin precedentes derivada de su plácida dominación total a lo largo de dos décadas. No les importó vender la patria en nombre de la integración a la “patria grande ideológica” a cambio de obtener poder y eso, cuando los pueblos lo descubren, no lo perdonan.
Afortunadamente, ni la infiltración de las Fuerzas Armadas para empoderar elementos extranjeros ni la militarización de la ciudadanía con esos mismos fines habría sido posible fuera de la trágica realidad venezolana. Sin embargo, la intención no parece haber sido muy diferente.
En ese contexto, vale la pena detenerse en analizar lo sucedido en Uruguay y en especial, algunas expresiones que han quedado plasmadas como parte de nuestra realidad, las cuales imaginamos serán motivo de estudio para las futuras generaciones de orientales.
El 28 de abril de 2012, Lucía Topolansky, en ese entonces esposa del Presidente de la República y senadora, declaró a la agencia oficial argentina Telam: “Precisamos Fuerzas Armadas fieles al proyecto nuestro”. Más adelante agregó: “Preciso por lo menos un tercio y la mitad de la tropa de mi lado, como una meta…” y concluyó muy gráficamente; “…me gustaría todo.”
La prédica de la extrema izquierda ha sido la de obtener el poder para devolver a los desposeídos los derechos que, según ellos, les habrían sido arrebatados por personas malas, egoístas e inescrupulosas, a los que siempre han definido como burgueses. Atacar y destruir la burguesía, pasó a ser su emblema.
Pero…¿qué es en realidad la burguesía? En su origen, los burgueses fueron aquellos ciudadanos europeos que mediante su capacidad artesanal o de comercio lograron dejar atrás las miserias de una vida rural feudal para instalarse en ciudades amuralladas o burgos, organizarse y darse los códigos de convivencia que les permitieran sobrevivir. Dueños de sus propios negocios y responsables de si mismos, pasaron a ser para el marxismo del siglo XX el chivo expiatorio perfecto y el enemigo a vencer por todos los que no formaran parte de ese conglomerado, formado con el esfuerzo de innumerables generaciones.
Los burgueses no eran herederos de grandes fortunas generadas en complicidad con el poder, ni de los títulos nobiliarios que suelen acompañarlas. Eran, son y seguirán siendo, la clase media. Son esos que se ganan la vida con su trabajo, disfrutan de su familia y tratan de educar a sus hijos en el esfuerzo y en valores para que ojalá, superen los logros de sus padres. Y así de generación en generación. Es la gran fuerza vital, generadora de creatividad y riqueza, sin cuya influencia ningún país puede salir adelante, mucho menos proponer proyectos efectivos de solidaridad, de concordia y de justicia social.
El Socialismo del Siglo 21, con Cuba a la cabeza y los aduladores detrás, priorizó el estatismo fascista asociando a los miembros de la Nomenclatura con los dueños del gran capital a los que extendió todo tipo de privilegios. Con la clase media, su odiada “burguesía”, el ensañamiento resultó denigrante.
Partiendo por el deterioro absoluto de la educación pública y la pretendida remoción de los valores establecidos hasta llegar al ridículo de tirar abajo las estatuas de Cristóbal Colón o prohibir las de la Virgen María, hicieron del Estado un monstruo devorador e inoperante, que todo lo que toca lo destruye. Exacerbaron el odio de clases y socavaron la seguridad social instando a delincuentes de toda calaña a “cobrarse” sus apoyos a la causa, medrando a su gusto y sin control, contra cualquier persona cuya presencia simbolizara un cierto aroma a clase media. Y lo hicieron en democracia y con ciertos visos de legalidad, para que pareciera espontáneo y natural.
Como la gente no es tonta y las sociedades se componen de gente, sus maléficos proyectos, poco a poco, fueron quedando en evidencia.
Aquellos polvos trajeron estos lodos y el triunfo de Jair Bolsonaro en Brasil, a nadie debería sorprender. Tampoco debería sorprender que ese modelo, cuya real esencia desconocemos, se contagie por la región como un antídoto contra la peste.
Lo que si sorprende, es ver como el neofascismo proyectado por un Foro de San Pablo en decadencia, pretende acusarlo de amenazar con lo que ellos representan y han intentado imponer en la región durante dos décadas.
Lo crean o no, les guste o no, ese cuento se acabó.
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