La educación de López Obrador
ABC, Madrid
El presidente de México, conocido como AMLO, ha ingresado en un curso acelerado sobre los estragos del populismo y el estatismo. Para financiar el aumento de los programas redistributivos sin causar destrozos en la hacienda pública, AMLO se propuso combatir el robo de gasolina. Los impuestos a la gasolina son una fuente clave de recaudación para él. Su Gobierno preveía un aumento de los ingresos provenientes del combustible para financiar parcialmente su emoción social; por tanto, había que acabar con el «huachicoleo», como llaman allí al hurto de gasolina, unos diez millones de dólares por día. ¿Qué hizo? Cerró algunos ductos que distribuyen el combustible y los reemplazó por camiones cisternas protegidos por militares (al igual que las instalaciones de la petrolera estatal). ¿El resultado? Un caos general con varios Estados afectados, entre ellos los más productivos del país, por interminables colas a raíz del desabastecimiento, dificultades de los vendedores minoristas para adquirir productos y una disminución de la actividad económica.
Aquí es donde AMLO ha ingresado en un curso acelerado de liberalismo. Resulta que Pemex, el ente petrolero estatal que monopolizaba toda la energía en México hasta la reforma que abrió hace pocos años el sector al capital privado de forma restringida, no tiene camiones cisterna para cubrir más del 10 por ciento de la demanda. ¿Por qué? Es un desastre de empresa precisamente por ser durante décadas un ente estatal monopólico: masivamente endeudada, descapitalizada, burocrática y ajena a la realidad, Pemex no tiene ni incentivos, ni recursos, ni visión para responder al mercado, es decir, a la vida diaria de las gentes.
La cosa es aún peor: como ha seguido monopolizando lo relacionado con la gasolina, Pemex también es responsable de que no se hayan construido terminales de almacenamiento en varias décadas, de manera que no hay ahora dónde descargar la gasolina importada que está flotando en barcos varados frente a los distintos puertos del país, a la espera de que los ductos se reabran, los terminales se descongestionen y la sensatez vuelva a fluir. El costo de tener esos barcos flotando y de transportar la poca gasolina que se puede distribuir en camiones cisterna (muy superior al de la distribución por ductos, que para colmo costó mucho construir en su día) es comparable a los robos que se quería impedir. Para no hablar de que, al venderse mucha menos gasolina y disminuir la actividad económica de varios estados, los ingresos fiscales para financiar la emoción social de AMLO no van a ayudar, precisamente, a que el presidente cumpla la promesa de aumentar el gasto sin elevar deuda ni ampliar el déficit.
Teniendo en cuenta la rica experiencia en estatismos y populismos de América Latina, el mayor peligro es que pronto empiece a campear el mercado negro, que los precios se disparen por la escasez y la actividad económica siga disminuyendo, y que frente a todo ello AMLO opte por el clásico recurso de culpar a los empresarios y el capitalismo de sabotear descaradamente a su Gobierno (en realidad, ocurre lo contrario: comprensiblemente, casi todos procuran llevarse con él para que no les quite lo suyo: no hay animal más cobarde que un millón de dólares).
La mejor solución es que, en lugar de revertir, como prometió en campaña, parte de la insuficiente reforma energética heredada y de seguir manteniendo la producción, importación, almacenamiento y distribución de gasolina bajo control de Pemex, retire al Moloch estatal de ese negocio y él, ya educado en las consecuencias del estatismo populista, dirija sus energías hacia una justicia social que no prive al pueblo de hidrocarburos.
- 23 de julio, 2015
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