La brecha salarial no existe
Las mujeres ingresan en el mercado menos que los hombres. Este es un hecho medido con la precisión que alcanzan las estadísticas, estudiado, y aireado por los medios de comunicación con cadencia previsible, como la operación salida, la lotería nacional, o los datos del paro. Pero puedes ser un hecho social cualquiera, que como no tengas un nombre no eres nada. De modo que se le ha llamado “brecha salarial”, nombre descriptivo y que, raro en estos días, no está cargado de acusaciones y victimismos. Sí, se puede describir la diferencia en las remuneraciones medias del trabajo de hombres y mujeres como una brecha.
El hecho carece de significación alguna hasta que nos ponemos a analizar sus causas. La aséptica “brecha salarial” se adereza por parte del tardofeminismo, de los políticos en su casi totalidad, y de la gran mayoría de los medios de comunicación con una explicación que mueve a la indignación de cualquiera que tenga un poco de aprecio por la justicia, y que se crea el cuento. La brecha la ha abierto el patriarcado, el machismo institucionalizado e impuesto por los hombres desde el comienzo de los tiempos y hasta este mismo día. Pero ya-estamos-en-el-siglo-XXI, frase que expresa la urgencia por cobrar lo que nos debe la historia, y que es el historicismo expresado en un tuit. Y lo que nos vamos a cobrar es la perfecta igualdad salarial por sexos.
Patriarcado es un término de la etnología, y el feminismo ha prostituido su significado, para revestir un prejuicio de hallazgo científico. La izquierda transformadora, de Marx abajo, siempre ha albergado una especial inquina hacia la ciencia. Y, como Marx, ha disfrazado de conocimiento metódico los atavismos de la vida tribal. El concepto de patriarcado es su última víctima.
La idea es que el eterno patriarcado, forma familiar e institucional del machismo, postra a las mujeres en una situación de desmerecida postración social, política, económica. Lo cual abre un doloroso interrogante para la izquierda, que es culturalista. ¿Qué le ha permitido a los hombres hacer del machismo una fuerza cultural efectiva? ¿Qué quiere decir que haya una superioridad aplastante de la cultura machista? ¿En qué situación deja eso a los hombres y a las mujeres desde los albores de la humanidad hasta las pasadas elecciones? Si somos iguales, ¿por qué no somos iguales?
Hay aún otra dificultad con el manejo dialéctico del patriarcado, y es que quienes lo pronuncian como argumento definitivo son, por lo general y en particular entre los más radicales, anticapitalistas. Si el patriarcado ha sido eterno hasta esta misma hora, pero el capitalismo tiene apenas tres siglos, ¿de quién es la culpa de la brecha salarial, del capitalismo o del patriarcado? ¿Por qué en los regímenes que más nos han acercado al cielo en la tierra, como la URSS, Corea del Norte o Cuba están mandados todos por hombres? ¿Por qué hay un padrecito Stalin y no una madrecita Stalinova?
Como no hay dos sin tres, la apelación al patriarcado tiene aún otro problema, y es la explicación de un mecanismo que explique por sí solo, y sin intervención de otros factores, en la desigual remuneración, en las medias, de hombres y mujeres.
Yo no voy a negar lo que ven mis ojos con cierta frecuencia, aunque no en el periodismo. De modo que no voy a decir que no hay machismo en el trabajo o en cualquier otro ámbito. La cuestión no es negar lo que acaece, sino explicar un hecho relevante, que es la brecha salarial. Para hacerlo es necesario hacer una labor como la de Santiago Calvo en el informe del Instituto Juan de Mariana El feminismo, mitos y realidades.
Según los datos recabados por este economista, procedentes del INE, en 2016 el salario bruto de las mujeres fue de media, en España, el 77,65 por ciento del salario bruto medio de los hombres. Y acude, aspecto por aspecto, a todas las posibles causas que explican esa diferencia.
El 24,2 por ciento de las mujeres, pero el 7,3 por ciento de los hombres, trabaja a tiempo parcial. Las mujeres trabajan menos horas, lo cual afecta a la media del sueldo bruto. El motivo de esa diferencia no es el rechazo de las empresas (el 50 por ciento de las mujeres y el 58 por ciento de los hombres trabajan con horario reducido porque no encuentran un empleo a tiempo completo), sino las tareas familiares (22,3 por ciento de las mujeres y 3,6 de los hombres).
¡El patriarcado, al fin! Sólo que cada uno puede observar en su entorno si las mujeres que dedican más tiempo a la familia y menos al trabajo en el mercado lo hacen por voluntad propia o coaccionadas por sus maridos o por el entorno familiar. La respuesta que encuentren, será la buena. En mi entorno las mujeres son libres; si las tardofeministas ven que ellas y las mujeres que conocen no lo son, que luchen por ellas. Pero que dejen en paz al resto.
Eurostat ha hecho las cuentas en las remuneraciones por hora, con lo cual se lima el efecto del número de horas trabajadas, pero aún resta una diferencia del 14,2 por ciento. De modo que quedan dos tercios de esa diferencia por explicar.
Pero seguimos acercándonos a la igualdad si tenemos en cuenta que hombres y mujeres eligen carreras distintas, y que las que prefieren los hombres (industrias manufactureras y químicas, telecomunicaciones) generan más ingresos que las que eligen las mujeres mayoritariamente (sanidad, educación…). Si volvemos a pasar los datos por un nuevo tamiz, en este caso los años de experiencia, volvemos a acercarnos. Y si bateamos de nuevo los datos, ahora mirando al nivel de responsabilidad de unos y otras, resulta que la diferencia vuelve a achicarse. Al final, queda un 5,2 por ciento de diferencia, a favor de los hombres, que queda sin explicar.
El informe menciona un caso muy revelador. Amazon recurrió al uso de algoritmos de inteligencia artificial para valorar, según criterios objetivos, la idoneidad de los candidatos. El resultado que arrojó esa experiencia es perfectamente previsible: las mujeres no accedían a puestos cotizados como el desarrollo de software, u otros puestos técnicos, que están muy bien pagados en la compañía. Es previsible no porque las mujeres no tengan capacidad para desempeñarlos, sino porque por lo general no muestran tanto interés por esas carreras como los hombres. Es su decisión libre, y donde hay libertad hay variedad.
Con diferencia, el hecho que más explica la diferencia salarial es la maternidad. Aleja a las mujeres del mercado, única institución que valoran las tardofeministas pese a su anticapitalismo, y esos años sin presencia en el trabajo hace que la experiencia sea menor, y eso frena el desarrollo futuro de sus ingresos.
No sólo los datos muestran que no es el heteropatriarcado machista, sino las elecciones libres de hombres y mujeres lo que explica que haya esas diferencias. Y, una vez más, si queremos lograr una igualdad artificial, tendrá que ser violentando las decisiones autónomas de los ciudadanos.
El capitalismo es el disolvente universal del status. Las posiciones que la tradición asigna a cada uno en la sociedad pierden eficacia ante los indicadores abstractos que nos ofrece la economía de mercado. Bienes y trabajo; precios, salarios y costes; beneficios y pérdidas. Las relaciones no se heredan, sino que se calculan y se aceptan o no en función de consideraciones en las que la raza, el sexo o las preferencias ideológicas no tienen ningún papel. En el caso que nos ocupa, el empresario que se deje llevar por los viejos prejuicios y discrimine a las mujeres sufrirá el castigo del mercado, y el duro empresario, que venere al beneficio sobre cualquier otra consideración, se llevará su ansiado premio. Si de veras de dos personas que aportan 100, una cuesta 90 (siendo 10 el interés) y otra 80 sólo por ser mujer, ¿qué empresario contratará al hombre que cuesta 90?
Y, finalmente, ¿cuál es la significación moral de unas medias? ¿Cómo mira el feminismo dominante a la sociedad? No cuenta de uno en uno, observando las acciones libres de hombres y mujeres, sino que nos mira como meros números, sumas divisiones y medias, cuentas en las que cada uno de nosotros no cuenta sino en su infinitesimal aportación a las cuentas de la vieja izquierda. Es el criterio moral de los grandes números, que otros hacedores del siglo XX aplicaron a conciencia, hasta lograr uno de los grandes movimientos migratorios de la historia, desde pueblos y ciudades hacia los cementerios.
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