La gloria de lo efímero
Las riquezas, los honores, los mandos y todas las demás cosas que por opinión de los hombres son estimadas abstraen de lo justo. No sabemos estimar las cosas, de cuyo valor no hemos de hacer aprecio por la fama, sino por la naturaleza de ellas.
Séneca
José María Vargas Vila no quería fama, sino inmortalidad. Ese insigne insultador, escritor en abundancia, pero también valiente, no buscaba la ovación del estadio. Sabía que, a veces, la enorme reputación se puede considerar un demérito. No es un misterio que, en las distintas épocas, la nombradía de alguien haya crecido significativamente gracias a prácticas demagógicas, evitando fastidiar al prójimo con cualquier impertinencia más o menos reflexiva. Ésta es una vía segura para el robustecimiento del renombre, sin duda. Empero, ello nunca se constituirá en el camino para conquistar la trascendencia que motivó al autor de Prosas laudes. Él no se conformaba con esas naderías. Sospecho que no se podría decir lo mismo de muchos contemporáneos. Los grandes anhelos han cambiado la cualidad perenne por un resplandor, algunos destellos.
No solamente buscar la gloria imperecedera, el anhelo de que nuestras ideas o acciones sean valoradas después del deceso, ha sido tratado con escepticismo. Es que, además de no confiar en su obtención, puede invitarnos al bostezo. Porque lo único que interesa es el presente. La huella que serviría para evidenciar nuestra existencia no tiene razón de ser conservada. Según parece, si el impacto no es actual, carece completamente de sentido. Así, los méritos del pasado, al igual que las ilusiones en torno al futuro, son barridos por lo vigente. Con todo, se debe advertir que no hay el deseo del ahora en su plenitud. En general, las personas preocupadas por su representación persiguen asociarse con días, minutos y hasta segundos. Éste es el logro que suele fascinar a quienes habitan el mundillo de las redes sociales.
En el mejor caso, estos individuos aspiran a relacionar su nombre con ideas muy puntuales, opiniones brevísimas, palabras que merecerían la celebración del internauta. Con este fugaz ejercicio del cerebro, regularmente, ya se consigue su cometido. El consuelo es que, por lo menos, existe un impulso a favor del intelecto. Sí, es cierto, usted quiere ser ilustre por un lapso bastante corto; no obstante, intenta pensar. Lo peor se presenta cuando, para despertar esas endebles atenciones del semejante, apelamos sólo a la imagen. En esta línea, incluso las muecas tienen mayor peso que cualquier razonamiento. En los escenarios, el bufón ha desplazado a quienes apuestan por meditar y debatir. El desarrollo de argumentos no aparece porque requiere un ánimo que no abunda. Se trata, pues, de una complicación innecesaria, al margen del carácter poco remunerativo, en términos sociales, que la distingue.
Esta pretensión de alcanzar la fama, por más evanescente y rápida que resulte, aun cuando sea únicamente virtual, no se circunscribe al terreno privado. Para nuestra convivencia, lo más funesto es que quienes aspiran a dirigir el Estado cuenten con esa misma particularidad. En efecto, los políticos de la época ansían que su nombre tenga cabida entre los comentarios masivos del día. Con este propósito, no hay nada que pueda ser calificado de absurdo, terrible, imprudente o ridículo. Es indiscutible que, en primer lugar, todos deberían reconocer la existencia de límites, tanto lógicos como éticos. Sin embargo, la crítica no se ciñe a las ofensas que son lanzadas al otro, sino, en esta oportunidad, a la pérdida del amor propio. Por lo visto, la conquista del poder ya no considera en absoluto conceptos como vergüenza, honor, dignidad. Todo puede ser entregado en aras de una gloria efímera que nos habilite como gobernantes.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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