Un país, ¿dos sistemas?
Los cálculos oficiosos apuntan a que en Hong Kong ha salido a la calle una de cada siete personas de la excolonia. Es una cuenta fácil, dado que la población supera por poco los 7 millones de personas y el número de manifestantes el millón de almas. Una de cada siete puede parecer poco, pero en España supondría la manifestación de 6,7 millones de personas. El país entero está en pie contra la aprobación de una Ley de Extradición que permitirá al Gobierno decidir si un criminal se puede extraditar a un país con el que no tenga un convenio.
Ocurre que Hong Kong no tiene un convenio de extradición con China, por motivos obvios: el sistema judicial chino carece de las garantías de un Estado de derecho. El World Economic Forum ha elaborado un índice de independencia judicial, con una escala del 0 al 7, que sitúa a Hong Kong con 6,11 años y a China con una nota sorprendentemente buena, pero todavía insuficiente: 4,49 para 2017 (por encima de España, por ejemplo). Dos años antes puntuaba con 3,89.
Más allá de los criterios elegidos para llegar a ese guarismo, lo relevante no es eso, sino el hecho de que la independencia del sistema judicial chino depende de su propio interés. Si la resolución judicial no afecta a sus intereses, cabe pensar que la mano del Gobierno comunista no se posará sobre el juzgado. Otro asunto es que el acusado lo sea de crímenes contra el Estado chino. Lo que cuenta no es la media, sino la capacidad de resistencia del sistema judicial cuando tiene que enfrentarse al poder, y su vocación por hacerlo. Que el sistema funcione aceptablemente cuando el Gobierno lo tolera no indica nada bueno.
Las razones para que Hong Kong no tenga un convenio de extradición con China son sobradas. Las mismas para que el Gobierno no tenga la facultad de enviar a un ciudadano acusado por China de cualquier crimen a la descomunal dictadura asiática.
Pero esa es sólo una de las razones de los manifestantes. La otra es la propia independencia del Gobierno respecto de la dictadura china. En 1997, Gran Bretaña cedió su penúltima colonia a la dictadura china (la otra la mantiene en España, en suelo europeo). Lo hizo con la fórmula un país, dos sistemas, haciendo referencia a los binomios democracia-dictadura y economía de mercado-socialismo.
Por lo que se refiere al último, Hong Kong es la economía más libre del mundo tanto para la Heritage Foundation como para el Fraser Institute, mientras que China ocupa los puestos 100 y 107, respectivamente. Con todo, ese no parece ser el problema. China es un país no con dos, sino con muchos sistemas. Alberga zonas con una amplia libertad económica con otras en las que, por ejemplo, no se les permite a sus habitantes salir de la misma. El problema es enteramente político.
La democracia hongkonesa ha funcionado muy bien, pese a ser indirecta y censitaria. O quizá por ello. Pero desde que Margaret Thatcher le entregó esa isla de libertad a la dictadura china, la situación ha ido cambiando con el tinte inexorable y parsimonioso del imperio. Las instituciones están transidas de influencia china, y el Gobierno se ha convertido en un representante de la dictadura ante el pueblo de Hong Kong.
Y esta es la cuestión de fondo. Podemos asumir que un Gobierno, especialmente uno que albergue un área tan extensa y a 1386 millones de personas, permita diversos sistemas económicos si ello sirve a sus intereses. Pero ¿es imaginable que un Estado permita otro dentro que políticamente pueda suponer una amenaza o una molestia? Yo creo que, asumiendo el supuesto de Anthony de Jasay de que el Estado tiene intereses propios, es consciente de ellos y actúa en consecuencia, creo que a largo plazo es inviable. Según los términos de la entrega de la democracia de Hong Kong a China, los dos sistemas se mantendrán hasta que se cumpla el medio siglo de la cesión de Gran Bretaña, en 2047. Pero cabe esperar una fusión por absorción progresiva que acabará con el envío de varios diputados de Hong Kong a la Asamblea Popular Nacional de China.
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