Descentralización y libertad (IV): la competencia fiscal entre comunidades autónomas
En este blog ya he escrito sobre los beneficios de la descentralización fiscal tanto en términos éticos y morales como en términos puramente económicos (ver aquí, aquí y aquí). En todas las entradas subyace la idea de que los individuos tenemos diferentes preferencias y, por lo tanto, cuánto más se acerque el centro de la toma de decisiones a nosotros más probablemente se respetará la heterogeneidad de deseos de consumo de los bienes de consumo colectivo, ergo, seremos más libres para desarrollar nuestros planes de vida como deseemos, ya que no tenemos que adaptarnos a una oferta homogénea para un gran grupo de personas, como sucede en los Estados jacobinos.
Por ejemplo, Ostrom (1990), al explicar el éxito en la explotación de los common pool resources o recursos de uso común, pone énfasis en la idea de que las instituciones de gestión y coordinación deben ser anidadas, siguiendo un esquema bottom-up, en donde “las grandes unidades organizativas en el sistema son constituidas sobre unidades más pequeñas organizadas previamente”, ya que el coste de organizar una estructura de gobierno de manera centralizada generaría unos costes de transacción y de coordinación mucho mayores.
Un punto importante de la Segunda Generación de Teorías del Federalismo Fiscal, la cual se basa en los principios de la Public Choice acerca del comportamiento de los policy makers, es lo relativo a la competencia que se genera entre unidades de gobierno descentralizadas, tanto de manera horizontal (por ejemplo, entre comunidades autónomas), como de manera vertical (entre, por ejemplo, comunidades autónomas y el Gobierno central). La competencia interjurisdiccional tendría efectos similares a la competencia en los mercados, es decir, genera incentivos a los oferentes para no perder clientes (población), ofertando bienes y servicios de calidad al menor precio posible (impuestos), adaptándose a las preferencias de los consumidores (ciudadanos). Este es el mundo que describió Tiebout (1956).
La competencia puede producirse por lo tanto en precios y/o cantidad, esto es, en ofrecer una menor cantidad de bienes de club a cambio de unos menores impuestos u ofrecer más bienes y servicios (o la misma cantidad, pero de más calidad) a cambio del pago de iguales o mayores impuestos; la primera se conoce como competencia fiscal, esto es, el juego por el cual las jurisdicciones tratan de reducir la carga fiscal a los contribuyentes mediante rebajas tributarias y, de este modo, atraer bases imponibles movibles que compensen la merma recaudatoria.
La competencia fiscal ha sido muy criticada en España, sobre todo en lo relativo a las comunidades autónomas, por ejemplo, la Comunidad de Madrid ha sido criticada en varias ocasiones por practicar un dumping fiscal, lo cual arrebata recursos valiosos (humanos y financieros) a las regiones que optan por una tributación mucho más elevada. Por eso, es muy común escuchar voces que piden una armonización fiscal, y por armonizar entiéndase equiparación al alza de los tipos impositivos en aquellos tributos en los que las regiones autónomas tienen competencias para modificarlos; definición, que por otro lado, difiere notablemente si nos trasladásemos a Suiza (merece un artículo próximamente el modo en el que funciona la federación en la República Helvética —lo de confederal solo es el nombre—).
En este sentido, cabe preguntarse realmente qué efectos está teniendo la competencia fiscal en España y si realmente genera una votación con los pies, lo que a todas luces genera una mejor asignación de los recursos, por mucho que lo critiquen los defensores de una armonización fiscal. Como destaca Cabrillo (2013), la pérdida de eficiencia que se asocia a la competencia fiscal no alcanza los niveles que algunos denuncian puesto que identificar los niveles óptimos de gasto público y de presión fiscal es una tarea difícil, por no decir imposible. De hecho, Gordon y Wilson (2003) o Pieretti y Zanaj (2011) demuestran la importancia de la movilidad del capital y de los trabajadores para mejorar la asignación del gasto público, ya que los gobernantes no son benevolentes y la competencia restringe a Leviatán (Brülhart y Jametti, 2007), y aunque se asuma que los Gobiernos son maximizadores del bienestar de los ciudadanos, en palabras de Oates (2001), “la descentralización fiscal ciertamente parece trabajar tolerablemente bien en muchos casos”.
En España, aunque el proceso de descentralización fiscal se enfrenta a muchos retos de mejora (próximamente trataré este tema), existen algunos subterfugios que dotan a las comunidades autónomas de cierta autoridad fiscal. Uno de estos casos es el IRPF, en el que desde el año 2011 la recaudación se reparte de forma equitativa entre Gobiernos autonómicos y central, lo que animó a muchas regiones a variar sus tipos impositivos[i], además, el Gobierno central subió los tipos en sus tramos por lo que algunas comunidades autónomas vieron la oportunidad para subir o bajar los suyos.
Con este marco legal, Agrawal y Foremny (2019) han analizado si los individuos cuya renta se sitúa en el 1% superior de la distribución han cambiado su residencia para tratar de minorar la carga impositiva del IRPF entre los años 2005 y 2014; escoger a dicha cohorte se debe a que las mayores diferencias de tipos se producen en el marginal, habiendo diferencias de hasta casi 5 puntos porcentuales.
Para ello, los autores emplean la Muestra Continua de Vidas Laborales, del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, la cual ofrece microdatos enlazados con los de la Agencia Tributaria y el Padrón Continuo, lo que permite observar la residencia de los individuos según su nivel de renta sujeta a la imposición sobre las rentas del trabajo, los ingresos de autónomos y las rentas en especie. Para obtener unos resultados robustos, se realizan diversos controles por las características educativas, los servicios públicos ofrecidos o los costes de trasladar la residencia de una región a otra, como puede ser la distancia entre regiones.
Los resultados de manera agregada muestran que aquellas regiones que incrementaron el IRPF a partir de 2011 vieron cómo el stock de individuos del 1% de la distribución descendía, pero ocurría justo lo contrario en las comunidades autónomas, que bajaron los tipos marginales, con una elasticidad del 0,85.
En cuanto a los resultados individuales, un incremento en un 1% de la renta disponible en una región incrementa en 1,7 puntos porcentuales la posibilidad de trasladar la residencia a dicha comunidad. Los autores ponen el ejemplo de Madrid y Cataluña, en donde en 2013 el diferencial de 0,75 puntos porcentuales en el tipo impositivo medio sobre los ingresos entre ambas comunidades implicaba una probabilidad de mudarse a la capital de 2,25 puntos porcentuales, asimismo, el aumento de dicho diferencial en 0,38 puntos porcentuales más, debido a la rebaja fiscal aprobada en Madrid en 2014, generó un aumento de la probabilidad de trasladar la residencia desde Cataluña a Madrid de otros 1,14 puntos porcentuales.
Según las características individuales, no hay ninguna que muestre diferencias en las probabilidades de mudarse, aunque los trabajadores cualificados sí buscan mudarse a aquellas regiones con impuestos más bajos con una mayor intensidad. Además, los autónomos también resultan ser uno de los grupos más sensibles ante los cambios impositivos; mientras que, por sectores, los empleados de la salud, comunicación, finanzas o industrias científicas muestran las elasticidades más elevadas.
Por último, y relacionado con la curva de Laffer (aquí explico por qué no es conveniente para los liberales defenderla), ¿cómo afecta los cambios impositivos a la recaudación? Para ello se calculan (1) los efectos mecánicos, es decir, si una región sube un tipo impositivo, recaudará más porque los individuos deben hacer frente a una mayor cuña fiscal; (2) los efectos de comportamiento o, lo que es lo mismo, los cambios generados por una modificación en la asignación de recursos de los agentes que altera la base imponible; (3) el efecto migratorio, en la que los ciudadanos se desplazan allá donde los impuestos supongan una menor carga. Los resultados señalan un mayor impacto de los efectos mecánicos, es decir, aquellas comunidades autónomas que aumentaron los tipos impositivos también vieron cómo su recaudación aumentaba y, de forma contraria, las regiones que bajaron sus tipos sufrieron una merma recaudatoria.
Es decir, las comunidades autónomas se encuentran en el lado izquierdo de la curva de Laffer, “incrementar los tipos impositivos en relación a los tipos impositivos del Gobierno central incrementa los ingresos fiscales”. Por ejemplo, Madrid vio caer sus ingresos fiscales en 50 millones de euros debido a las bajadas de impuestos aplicadas durante los años de la muestra del estudio, y solo se vieron compensadas en un 8% por los aumentos en la base imponible y en un 18% por la atracción de nuevos contribuyentes.
En definitiva, en España, al menos para el caso de los contribuyentes con más renta, la competencia fiscal es muy beneficiosa: son capaces de trasladar su residencia a aquellas regiones que ofrecen una carga tributaria menor, por lo que a priori parece necesario extender dicha sana competencia al máximo número de contribuyentes posibles, si eso permite emparejar las preferencias de los ciudadanos con la cesta de bienes e impuestos ofrecidos por las comunidades autónomas al mismo tiempo que la carga fiscal disminuye y la calidad de los servicios públicos mejora. Además, hay que hacer una advertencia más: la magia lafferiana no existe, al menos en España, es decir, bajar impuestos produce el efecto deseado, que no es otro que el de reducir el tamaño del Estado.
[i] Desde 1997 lo podrían hacer, pero la escasa proporción de la recaudación que les correspondía (15%) no generó cambios hasta 2007, cuando ya con el 35% de los ingresos Madrid, La Rioja y Valencia redujeron tímidamente los tipos marginales.
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