Los Comprachicos
(Ensayo publicado en el libro The New Left: The Anti-Industrial Revolution)
Parte I
“Los comprachicos, o comprapequeños, eran una extraña y siniestra asociación nómada, famosa en el siglo XVII, olvidada en el XVIII, desconocida hoy. . . .
“Comprachicos, igual que comprapequeños, es una palabra española compuesta que significa “compradores de niños”. Los comprachicos comerciaban con niños. Los compraban y los vendían.
“No los robaban. El secuestro de niños es una industria diferente.
“¿Y qué hacían de esos niños?
“Monstruos.
“¿Por qué monstruos?
“Para reír.
“El pueblo necesita risa, y los reyes también. Las ciudades requieren espectáculos de monstruos raros o de payasos; los palacios requieren bufones. . . .
“Para conseguir producir un monstruo, hay que hacerse con él pronto. Un enano debe ser empezado cuando es pequeño. . . .
“De ahí, un arte. Había educadores. Tomaban a un hombre y lo convertían en un aborto; tomaban una cara y la convertían en un bozal. Atrofiaban el crecimiento; destrozaban los rasgos. Esa producción artificial de casos teratológicos tenía sus propias reglas. Era toda una ciencia. Imagina una ortopedia invertida. Donde Dios había puesto una mirada recta, ese arte ponía estrabismo. Donde Dios había puesto armonía, ellos ponían deformidad. Donde Dios había puesto perfección, ellos devolvían una chapuza fallida. Y, a ojos de los conocedores, es la chapuza lo que era perfecto. . . .
“La práctica de degradar al hombre conduce a la práctica de deformarle. La deformidad completa la tarea de la represión política. . . .
“Los comprachicos tenían un talento – desfigurar – que les hacía valiosos en política. Desfigurar es mejor que matar. Existía la máscara de hierro, pero ese es un medio complicado. Uno no puede poblar Europa con máscaras de hierro; sin embargo, charlatanes deformes recorren las calles sin parecer inverosímiles; además, una máscara de hierro puede ser arrancada; una máscara de carne, no. Enmascararte de por vida por medio de tu propia cara, qué puede ser más ingenioso. . . .
“Los comprachicos no se limitaban a quitarle la cara a un niño, le quitaban la memoria. O, al menos, le quitaban toda la memoria que podían. El niño no era consciente de la mutilación que había sufrido. Esa horrible cirugía dejaba huellas en su cara, no en su mente. Lo máximo que podía recordar es que un día se lo habían llevado unos hombres, luego se había quedado dormido, y más tarde lo habían curado. Curado, ¿de qué? No lo sabía. De las quemaduras de azufre y las incisiones de hierro no recordaba nada. Durante la operación, los comprachicos dejaban al pequeño paciente inconsciente por medio de un polvo de estupefacientes que parecía mágico y suprimía el dolor. . . .
“En China, desde tiempo inmemorial, han logrado perfeccionar un arte y una industria especial: moldear a un hombre vivo. Se toma un niño de dos o tres años, se le pone en una vasija de porcelana con forma más o menos grotesca, sin tapa ni fondo, de modo que la cabeza y los pies sobresalgan. Durante el día se pone la vasija en pie; por la noche se pone horizontal para que el niño pueda dormir. Así, el niño se expande sin crecer, llenando lentamente los contornos de la vasija con su carne comprimida y sus huesos retorcidos. Ese desarrollo embotellado continúa durante varios años. En un momento dado se vuelve irreparable. Cuando se determina que eso ha ocurrido y que el monstruo está hecho, se rompe la vasija, el niño sale, y tienes un hombre con forma de jarrón”.
(Victor Hugo, L´homme qui rit, “El hombre que ríe”, traducción mía [Ayn Rand]).
Victor Hugo escribió esto en el siglo XIX. Su exaltada mente no pudo concebir que tan indescriptible forma de crueldad fuese posible de nuevo. El siglo XX demostró que estaba equivocado.
La producción de monstruos – de monstruos retorcidos, indefensos, cuyo desarrollo normal ha sido atrofiado – ocurre a todo nuestro alrededor. Pero los modernos herederos de los comprachicos son más inteligentes y más sutiles que sus predecesores: ellos no se esconden, practican su oficio abiertamente; no compran niños, los niños les son entregados; no usan azufre o hierro, consiguen su objetivo sin siquiera ponerle un dedo encima a sus pequeñas víctimas.
Los antiguos comprachicos ocultaban la operación y mostraban los resultados; sus herederos han invertido el proceso: la operación es evidente, los resultados son invisibles. En el pasado, esa horrible cirugía dejaba huellas en la cara de un niño, no en su mente. Hoy, deja huellas en su mente, no en su cara. En ambos casos, el niño no es consciente de la mutilación que ha sufrido. Pero los comprachicos de hoy no usan polvos narcóticos: ellos toman a un niño antes de que sea totalmente consciente de la realidad y nunca le dejan desarrollar esa consciencia. Donde la naturaleza había puesto un cerebro normal, ellos ponen retraso mental. Hacerte inconsciente de por vida por medio de tu propio cerebro, qué puede ser más ingenioso. . . .
Esa es la ingeniosidad practicada por la mayoría de los educadores hoy. Ellos son los comprachicos de la mente.
Ellos no ponen a un niño en una vasija para adaptar su cuerpo a ese contorno. Lo ponen en una guardería “progresista” para adaptarlo a la sociedad.
Las guarderías progresistas comienzan la educación de un niño a los tres años de edad. Su visión de las necesidades del niño es militantemente anti-cognitiva y anti-conceptual. Un niño de esa edad, afirman, es demasiado joven para el entrenamiento cognitivo; su deseo natural no es aprender, sino jugar. El desarrollo de su facultad conceptual, afirman, es una carga antinatural que no le debe ser impuesta; él debe ser libre de actuar basado en sus impulsos y en sus emociones espontáneas para expresar sus deseos, hostilidades y miedos subconscientes. El objetivo principal de una guardería progresista es la “adaptación social”; eso se logra por medio de actividades grupales, en las cuales se espera que el niño desarrolle tanto la “autoexpresión” (en forma de cualquier cosa que se le antoje hacer), y la conformidad al grupo.
(Para una presentación de la esencia de la teoría y la práctica de las guarderías progresistas – contrastada con la racionalidad de las guarderías Montessori – os remito a “El Método Montessori”, un escrito de Beatrice Hessen en The Objectivist, Mayo-Julio de 1970.)
“Dame un niño durante sus primeros siete años”, dice una famosa máxima atribuida a los Jesuitas, “y luego puedes hacer con él lo que quieras”. Eso es cierto de la mayoría de los niños, con raras excepciones heroicamente independientes. Los primeros cinco o seis años de vida de un niño son cruciales para su desarrollo cognitivo. Esos años determinan, no el contenido de su mente, sino su método de funcionamiento, su psico-epistemología. (La psico-epistemología es el estudio de los procesos cognitivos del hombre desde el punto de vista de la interacción de la mente consciente del hombre y las funciones automáticas de su subconsciente.)
Al nacer, la mente de un niño es tabula rasa; tiene el potencial de darse cuenta de cosas – que es el mecanismo de una consciencia humana – pero no tiene contenido. Hablando metafóricamente, él tiene una cámara fotográfica con una película super-sensible que no ha sido expuesta a la luz (esa es su mente consciente), y un ordenador extremadamente complejo listo para ser programado (su subconsciente). Ambos están en blanco. El niño no sabe nada del mundo externo. Enfrenta un caos inmenso que debe aprender a percibir por medio de un complejo mecanismo que debe aprender a manejar.
Si, en dos años cualesquiera de su vida adulta, los hombres consiguiesen aprender tanto como un niño aprende en sus primeros dos años de vida, tendrían la capacidad de un genio. Enfocar sus ojos (que no es una habilidad innata, sino adquirida), percibir las cosas a su alrededor al integrar sus sensaciones en perceptos (que no es una habilidad innata, sino adquirida), coordinar sus músculos para la tarea de gatear, luego de ponerse de pie, luego de andar – y, finalmente, captar el proceso de formación de conceptos y aprender a hablar – esas son algunas de las tareas de un niño, logros cuya magnitud no es igualada por la mayoría de los hombres en el resto de sus vidas.
Esos logros no son conscientes y volitivos en el sentido adulto de los términos: un niño no es consciente, a priori, de los procesos que tiene que ejecutar para poder adquirir esas habilidades, y esos procesos son en gran medida automáticos. Pero son, en cualquier caso, habilidades adquiridas, y el enorme esfuerzo realizado por un niño para adquirirlas puede ser fácilmente observado. Observa también la intensidad, la seriedad austera y adusta con la que un niño mira al mundo a su alrededor. (Si alguna vez descubres, en un adulto, tal grado de seriedad sobre la realidad, habrás encontrado a un gran hombre.)
Su desarrollo cognitivo no está completo al cumplir el niño los tres años, sino que acaba de empezar en el sentido completo, humano y conceptual del término. El niño no ha hecho más que viajar por la antesala de la cognición y adquirir los prerrequisitos del conocimiento, las herramientas mentales más rudimentarias que necesita para empezar a aprender. Su mente está en un estado de flujo entusiasta e impaciente: él es incapaz de absorber todas esas impresiones que le bombardean por todos lados; quiere saberlo todo, y todo a la vez. Después del esfuerzo gigantesco que ha hecho para adquirir sus herramientas mentales, tiene una necesidad imperiosa de usarlas.
Para él, el mundo acaba de empezar. Ahora es un mundo inteligible; el caos está en su mente, la cual él aún no ha aprendido a organizar: esa es su siguiente tarea, su tarea conceptual. Cada experiencia suya es un descubrimiento; cada impresión que deja en su mente es nueva. Pero él no es capaz de pensar en esos términos: para él, es el mundo lo que es nuevo. Lo que Colón sintió al desembarcar en América, lo que los astronautas sintieron al aterrizar en la Luna, eso es lo que un niño siente al descubrir la Tierra, entre los dos y los siete años de edad. (¿Creéis que el primer deseo de Colón fue “adaptarse” a los indígenas, o que el primer deseo de los astronautas fue ponerse a fantasear?)
Esa es la situación de un niño cuando tiene unos tres años de edad. Los siguientes tres o cuatro años determinan la brillantez o la miseria de su futuro: ellos programan las funciones cognitivas de su ordenador subconsciente.
El subconsciente es un mecanismo integrador. La mente consciente del hombre observa y establece conexiones entre sus experiencias; el subconsciente integra esas conexiones y las convierte en automáticas. Por ejemplo, la habilidad de andar es adquirida, después de muchos intentos fallidos, al automatizar las innumerables conexiones que controlan los movimientos musculares; pero una vez que aprende a caminar, el niño ya no necesita ser consciente de problemas tales como postura, equilibrio, longitud de su paso, etc.; la mera decisión de andar pone ese todo integrado bajo su control.
El desarrollo cognitivo de una mente conlleva un proceso continuo de automatización. Por ejemplo, tú no puedes percibir una mesa como la percibe un niño pequeño: como un objeto misterioso con cuatro patas. La percibes como una mesa, es decir, como una pieza de mobiliario hecha por el hombre, sirviendo un cierto objetivo, perteneciendo a la habitación humana, etc.; no puedes separar esos atributos de tu visión de la mesa, la percibes como un todo único e indivisible, y sin embargo lo único que ves es un objeto de cuatro patas; el resto es la integración automatizada de una enorme cantidad de conocimiento conceptual que en su día tuviste que aprender poco a poco. Lo mismo es cierto de todo lo que percibes o experimentas; como adulto, no puedes percibir o experimentar en un vacío, lo haces siempre en un cierto contexto automatizado; y la eficiencia de tus operaciones mentales depende del tipo de contexto que tu subconsciente ha automatizado.
“Aprender a hablar es un proceso de automatizar el uso (es decir, el significado y la aplicación) de conceptos. Es más: cualquier aprendizaje implica un proceso de automatización, es decir, primero de adquirir conocimiento a través de una atención y observación totalmente consciente y enfocada, y luego de establecer conexiones mentales que hacen que ese conocimiento se vuelva automático (disponible instantáneamente como contexto), liberando así la mente del hombre para perseguir un conocimiento cada vez más complejo” (Introducción a la Epistemología Objetivista).
El proceso de formar, integrar y usar conceptos no es un proceso automático, sino volitivo; es decir, es un proceso que usa material tanto nuevo como automatizado, pero un proceso dirigido volitivamente. No es una habilidad innata, sino adquirida; tiene que ser aprendida – es la parte más crucialmente importante del aprendizaje – y todas las demás capacidades del hombre dependen de lo bien o mal que la aprenda.
Esa habilidad no forma parte del contenido específico del conocimiento de un hombre en una edad concreta, sino del método a través del cual él adquiere y organiza el conocimiento: el método a través del cual su mente lidia con ese contenido. El método programa su ordenador subconsciente, determinando la eficiencia, la laxitud o el desastre con los que funcionarán sus procesos cognitivos. La programación del subconsciente del hombre consiste en el tipo de hábitos cognitivos que el hombre adquiere; esos hábitos constituyen su psico-epistemología.
Son las primeras experiencias, observaciones y conclusiones subverbales de un niño las que determinan esa programación. A partir de ahí, la interacción entre contenido y método establece una cierta reciprocidad: el método de adquirir conocimiento afecta a su contenido, el cual a su vez afecta a un mayor desarrollo del método, y viceversa.
En el flujo de incontables impresiones y conclusiones pasajeras de un niño, las cruciales son las que pertenecen a la naturaleza del mundo a su alrededor, y a la eficacia de sus esfuerzos mentales. Las palabras que nombrarían la esencia de ese largo proceso sin palabras que tiene lugar en la mente de un niño son dos preguntas: “¿Dónde estoy?”, y “¿Vale la pena?”.
Las respuestas del niño no se materializan en palabras: se materializan en forma de ciertas reacciones que se vuelven habituales, o sea, automatizadas. Él no concluye que el universo es “benevolente” y que pensar es importante; desarrolla una curiosidad entusiasta con cada nueva experiencia, y un deseo de entenderla. Subconscientemente, en términos de procesos mentales automatizados, desarrolla el equivalente implícito a dos premisas fundamentales que son las piedras angulares de su futuro sentido de vida, o sea, de su metafísica y de su epistemología, mucho antes de ser capaz de entender tales conceptos conscientemente.
¿Concluye el niño que el mundo es inteligible, y procede a expandir su entendimiento a través del esfuerzo de conceptualizar a una escala cada vez mayor, con creciente éxito y disfrute? ¿ O concluye que el mundo es un caos desconcertante, donde el hecho que él capta hoy es invalidado mañana, donde cuanto más ve más impotente se vuelve, y consiguientemente se retira al sótano de su propia mente, cerrando la puerta? ¿Alcanza el niño la etapa de autoconsciencia, es decir, consigue comprender la diferencia entre consciencia y existencia, entre su mente y el mundo externo, lo cual le lleva a entender que la tarea de la primera es percibir el segundo, lo cual le lleva a desarrollar su facultad crítica y de control sobre sus operaciones mentales? ¿O permanece en un aturdimiento indeterminado, nunca seguro de si está sintiendo o percibiendo, o de dónde termina lo uno y comienza lo otro, lo cual le lleva a sentirse atrapado entre dos estados de flujo ininteligibles: un caos interno y un caos externo? ¿Aprende el niño a identificar, a categorizar, a integrar sus experiencias, y de esa forma a adquirir la auto-confianza necesaria para desarrollar una visión a largo plazo? ¿O no aprende a ver nada más que el momento inmediato y las emociones que esas experiencias le generan, nunca aventurándose a mirar más allá, nunca estableciendo ningún contexto excepto el emocional, lo cual le lleva finalmente a una etapa en la que, bajo la presión de cualquier emoción fuerte, su mente se desintegra y la realidad se desvanece?
Son esos tipos de preguntas y respuestas los que programan la mente de un niño en sus primeros años de vida, conforme su subconsciente va automatizando un conjunto u otro de hábitos cognitivos (psico-epistemológicos), o un continuo de grados de mezclas precarias entre ambos extremos.
El resultado final es que, aproximadamente a los siete años, el niño adquiere la capacidad de desarrollar un vasto contexto conceptual que acompañará e iluminará todas sus experiencias, creando una cadena siempre creciente de conexiones automatizadas, expandiendo el poder de su inteligencia con cada año de su vida. . . o se marchita a medida que su mente encoge, dejando sólo una vaga ansiedad en el vacío que debería haber sido colmado por su cerebro en desarrollo.
Inteligencia es la capacidad de lidiar con una amplia gama de abstracciones. Sea cual sea la dotación natural de un niño, el uso de su inteligencia es una habilidad adquirida. Tiene que ser adquirida por el propio esfuerzo del niño y automatizada por su propia mente, pero los adultos pueden o bien ayudarle o bien obstaculizarle en ese proceso crucial. Ellos pueden colocarle en un entorno que le provea con evidencias de un mundo inteligible, estable y consistente que desafía y recompensa sus esfuerzos por entender; o en un entorno donde nada se conecta a nada, nada se mantiene el tiempo suficiente para ser comprendido, nada es respondido, nada es cierto, donde lo incomprensible y lo impredecible acechan detrás de cada esquina y le golpean en cualquier momento al azar. Los adultos pueden acelerar o dificultar, retrasar, y tal vez incluso destruir el desarrollo de su facultad conceptual.
El propio manual de la Dra. Montessori (Dr. Montessori´s Own Handbook) indica la naturaleza y el alcance de la ayuda que un niño necesita desde el momento en que entra en una guardería. Él ha aprendido a identificar objetos; no ha aprendido a abstraer atributos, o sea, a identificar conscientemente cosas tales como altura, peso, color o número. Apenas ha adquirido la habilidad de hablar; aún no es capaz de captar la naturaleza de esa habilidad tan sorprendente para él, y necesita entrenarla para poder usarla correctamente (es decir, entrenamiento en conceptualización).
Es el entrenamiento psico-epistemológico lo que la Dra. Montessori tenía en mente (aunque ese término no es suyo) cuando escribió lo siguiente sobre su método:
“El material didáctico, de hecho, no le da al niño el ´contenido´ de su mente, sino el orden de ese contenido… La mente se ha formado a sí misma a través de un ejercicio especial de atención, observación, comparación y clasificación.
“La actitud mental adquirida con ese ejercicio le lleva al niño a hacer observaciones ordenadas en su entorno, observaciones que le resultan tan interesantes como si fuesen descubrimientos, estimulándole así a multiplicarlas indefinidamente y a formar en su mente un ´contenido´ rico en ideas claras.
“El lenguaje ahora viene a fijar por medio de palabras exactas las ideas que la mente ha adquirido… De ese modo, los niños son capaces de ´encontrarse a sí mismos´, tanto en el mundo de las cosas naturales como en el mundo de los objetos y de las palabras que les rodean, pues ahora tienen una guía interna que les lleva a convertirse en exploradores activos e inteligentes, en vez de en viajeros errantes en un terreno desconocido” (María Montessori, Dr. Montessori´s Own Handbook, New York, Schocken Books, 1965, pp. 137-138).
El uso (disciplinado y centrado en un objetivo) de su inteligencia es el logro más elevado posible para el hombre: es lo que le hace humano. Cuanto mayor la habilidad, más temprano en la vida debería comenzar su aprendizaje. Lo mismo ocurre a la inversa, para quienes tratan de sofocar el potencial humano. Para tener éxito cuando uno quiere causar la atrofia de la inteligencia, ese estado de estupidez creado por el hombre, uno debe conseguir a la víctima cuanto antes; un enano mental debe ser iniciado cuando es pequeño. He ahí el arte y la ciencia practicados por los comprachicos de la mente.
A la edad de tres años, cuando su mente es casi tan plástica como sus huesos, cuando su necesidad y su deseo de saber son más intensos de lo que jamás volverán a ser, el niño es lanzado – por una guardería progresista – en pleno centro de una manada de niños tan impotentemente ignorantes como él. No sólo le han dejado sin guía cognitiva, sino que ahora activamente le desaniman y le impiden que persiga tareas cognitivas. Él quiere aprender; le dicen que juegue. ¿Por qué? No dan respuesta. Le hacen entender – a través de las vibraciones emocionales que permean la atmósfera del lugar, por todos los medios crudos o sutiles disponibles para los adultos a quien él no puede entender – que la cosa más importante en este mundo peculiar no es saber, sino llevarse bien con la manada. ¿Por qué? No dan respuesta.
Él no sabe qué hacer; le dicen que haga cualquier cosa que le apetezca. Coge un juguete; le es arrebatado por otro niño; le dicen que debe aprender a compartir. ¿Por qué? No dan respuesta. Se sienta él solo en una esquina; le dicen que debe unirse a los otros. ¿Por qué? No dan respuesta. Se acerca a un grupo, va a coger sus juguetes y le dan un puñetazo en la nariz. Llora, en airado desconcierto; la profesora lanza sus brazos alrededor de él y se deshace efusivamente diciéndole que ella le ama.
Los animales, los bebés y los niños pequeños son sumamente sensibles a las vibraciones emocionales: ese es su principal medio de conocimiento. Un niño pequeño siente si las emociones de un adulto son auténticas, y capta instantáneamente vibraciones de hipocresía. La actitud artificial de la profesora cuando está cerca de la cuna – la sonrisa rígida, el tono de voz arrullador, las manos atenazadas, los ojos ciegos fríamente desenfocados – todo eso se resume en la mente de un niño en una palabra que pronto aprenderá: falso. Él sabe que es un disfraz; un disfraz esconde algo; y lo que siente es sospechas. . . y miedo.
Un niño pequeño tiene una superficial curiosidad por otros niños de su edad, no está particularmente interesado en ellos. En su interacción diaria, ellos simplemente le desconciertan. Él no está buscando iguales, sino personas cognitivamente superiores a él, personas que sepan. Puedes observar que los niños más pequeños prefieren la compañía de niños mayores que ellos, o de adultos, que adoran al héroe e intentan emular a un hermano o a una hermana mayor. Un niño necesita alcanzar cierto desarrollo, un sentido de su propia identidad, antes de poder disfrutar de la compañía de sus “iguales”. Pero es lanzado en medio de ellos, y le dicen que se adapte.
Adaptarse, ¿a qué? A lo que sea. A la crueldad, a la injusticia, a la ceguera, a la estupidez, a la cursilería, al desaire, a la burla, a la traición, a las mentiras, a las exigencias incomprensibles, a los favores indeseados, a los afectos irritantes, a las hostilidades no provocadas. . . y a la presencia abrumadora y asfixiante del Capricho como regidor de todo. (¿Por qué esas cosas, y nada mejor? Porque esos son los mecanismos protectores de los niños débiles, asustados e inmaduros a quienes les dejan sin guía y les ordenan actuar como una pandilla. Acciones mejores que esas requieren pensamiento.)
Un niño de tres años que ha sido lanzado al poder de una manada de otros niños de su edad está mucho peor que un zorro lanzado en medio de una manada de perros de caza: el zorro, por lo menos, es libre de salir corriendo; del niño de tres años se espera que corteje a los perros y se gane su amor mientras lo despedazan.
Al cabo de un tiempo, se adapta. Entiende la naturaleza del juego – sin palabras, por repetición, imitación y ósmosis emocional – mucho antes de poder formar los conceptos para identificarla.
Aprende a no cuestionar la supremacía de la manada. Descubre que tales cuestiones son tabú en algún sentido temible y sobrenatural; la respuesta es un conjuro vibrando con las insinuaciones de una maldición, sugiriendo que él es culpable de alguna maldad innata e incorregible: “No seas egoísta”. De esa forma adquiere una duda en sí mismo, antes incluso de ser completamente consciente de lo que significa ese “sí mismo”.
Él aprende que, independientemente de su acción – sea correcta o incorrecta, honesta o deshonesta, lógica o absurda – si la manada la rechaza, entonces él está equivocado y su deseo quedará frustrado; si la manada la aprueba, entonces cualquier cosa vale. Así, el embrión de su concepto de moralidad se atrofia incluso antes de nacer.
Él aprende que es inútil iniciar cualquier proyecto duradero que sea suyo propio – como construir un castillo con bloques – porque ese proyecto será confiscado o destruido por otros. Aprende que cualquier cosa que desee, más le vale agarrarla hoy, porque no hay forma de saber lo que la manada decidirá mañana. Así, su búsqueda a tientas de un sentido de continuidad temporal – de la realidad del futuro – es atrofiada, reduciendo su consciencia y su interés al rango del momento inmediato. Él es capaz de (y está motivado a) percibir el presente; es incapaz de (y no está motivado a) recordar el pasado o proyectar el futuro.
Pero incluso el presente es socavado. La fantasía es un lujo peligroso, el cual sólo quienes han captado la distinción entre lo real y lo imaginario pueden permitirse. Desconectado de la realidad, la cual no ha aprendido totalmente a comprender, él es empujado a un mundo de juegos de imaginación. Puede sentirse ligeramente incómodo al principio – para él no es imaginar, es mentir – pero acaba perdiendo esa distinción y entrando en el juego. Cuanto más extremas son sus fantasías, más calurosa es la aprobación y la atención por parte de la profesora; sus dudas son intangibles, la aprobación es real. Él empieza a creerse sus propias fantasías. ¿Cómo puede estar seguro de lo que es verdad o no, de lo que está ahí afuera y lo que está sólo en su mente? Así, nunca adquiere una distinción firme entre existencia y consciencia: su precario asidero a la realidad es sacudido, y sus procesos cognitivos son subvertidos.
Su deseo de saber muere lentamente; no lo matan, simplemente se desvanece y desaparece. ¿Para qué molestarse en enfrentar problemas si pueden ser resueltos con fantasías? ¿Por qué luchar para descubrir el mundo, si tú puedes hacer que se convierta en lo que tú desees, con sólo desear?
Su problema es que ese “sólo desear” también parece desvanecerse. El niño no tiene nada con lo que guiarse, excepto sus emociones, pero tiene miedo de sentir. La profesora le anima a auto-expresarse, pero él sabe que eso es una trampa: le están sometiendo a juicio ante la manada, para ver si encaja o no. De alguna forma él percibe que constantemente se espera que sienta algo; pero no siente nada, sólo miedo, confusión, impotencia y aburrimiento. De alguna forma él se da cuenta de que esas cosas no debe expresarlas, que algo hay errado con él por tener esas emociones, puesto que ninguno de los otros niños parece tenerlas. (El hecho de que ellos estén pasando por el mismo proceso es algo más allá de su capacidad de entender). Ellos parecen sentirse en casa, él es el único anormal y el único paria.
Por lo tanto, aprende a ocultar sus sentimientos, a fingirlos, a disimular, a evadir, a reprimir. Cuanto más fuerte es su miedo, más agresivo su comportamiento; cuanto más inciertas son sus afirmaciones, más alta es su voz. Él pasa fácilmente de fingir a la habilidad de pretender hacerlo. Lo hace con la vaga intención de protegerse a sí mismo, en base a la conclusión no verbal de que la manada no le causará daño si él nunca descubre lo que siente. Él no tiene ni los medios ni el valor para entender que no son los sentimientos malos que él tiene, sino los buenos, los que quiere proteger de la manada; son sus sentimientos sobre cualquier cosa importante para él, sobre cualquier cosa que ama, o sea, sobre los primeros vestigios de sus valores.
Tiene tanto éxito ocultando sus emociones y sus valores de los demás, que acaba ocultándolos también de sí mismo. Su subconsciente automatiza ese acto, que es lo único que el niño le da para que automatice. (Años más tarde, en una “crisis de identidad”, descubrirá que no hay nada detrás de ese acto, que su máscara está protegiendo un vacío.) De ese modo, su capacidad emocional es atrofiada y, en vez de “espontaneidad” o libertad emocional, lo que adquiere son los gélidos desechos de la represión.
No tiene cómo saber a través de qué pasos imperceptibles él, también, ha acabado convirtiéndose en un farsante.
Ahora está listo para descubrir que no necesita apostar por la aprobación impredecible de ese poder intangible y omnipotente que él es incapaz de nombrar, pero que siente a todo su alrededor: la llamada “voluntad de la manada”. Descubre que hay formas de manipular la omnipotencia de esa voluntad. Él observa que algunos niños se las arreglan para imponer sus deseos sobre la manada, pero sin jamás decirlo abiertamente; observa que la voluntad cambiante de la manada no es tan misteriosa como parecía al principio, y que está impulsada por una lucha silenciosa de voluntades entre quienes compiten por el papel de líderes de la manada.
¿Cómo lucha uno en tal competición? Él no sabe cómo – la respuesta exigiría un conocimiento conceptual – pero aprende haciéndolo: halagando, amenazando, engatusando, intimidando, sobornando y engañando a los miembros de la manada. ¿Qué tácticas usa uno, cuándo, y sobre quién? No tiene cómo saberlo, es algo que hay que hacer por “instinto” (es decir, por conexiones sin nombre que han sido automatizadas en su mente). ¿Qué gana él de esa lucha? No tiene cómo saberlo. Hace mucho tiempo que olvidó por qué la empezó, tal vez porque tuvo algún deseo específico que lograr, o por venganza o frustración o falta de rumbo. Él tiene la leve sensación de que no podría haber hecho nada diferente.
Sus propias emociones ahora van de un lado a otro de forma impredecible, alternando entre accesos caprichosos de dominación, y períodos de indiferencia pasiva y sumisa, que él sólo puede identificar como ¿“Qué más da?”. Él no ve contradicción entre sus maniobras cínicas y su miedo inalterado a la manada: las primeras están motivadas por el segundo, y lo refuerzan. La voluntad de la manada ha sido internalizada: sus emociones inexplicables se convierten en prueba de su propia omnipotencia.
El tema, para él, ahora es metafísico. Su subconsciente está programado, sus fundamentos están establecidos. Por medio de integraciones sin palabras en su cerebro, la forma sin rostro e intangible de la manada ahora se interpone entre él y la realidad, siendo la voluntad de la manada el poder dominante. Él está “adaptado”.
¿Es esa su idea consciente? No, no lo es: él está completamente dominado por su subconsciente. ¿Es una convicción razonada? No, no lo es: él no ha descubierto la razón. Un niño necesita períodos de privacidad para aprender a pensar. Él ha tenido menos privacidad en esa guardería progresista que un convicto tiene en un campo de concentración lleno de gente. No ha tenido privacidad ni siquiera para sus actividades de aseo, y mucho menos para una actividad tan antisocial como es la formación de conceptos.
Él no ha adquirido ningún incentivo, ni ningún motivo, para desarrollar su intelecto. ¿Qué importancia puede tener para él la realidad, si su destino depende de la manada? ¿Qué importancia tiene el pensamiento, cuando la totalidad de su energía y de su atención mental han sido entrenadas a centrarse en detectar las vibraciones emocionales de la manada? La realidad, para él, ha dejado de ser un desafío emocionante, y ha pasado a ser una amenaza oscura e incognoscible que evoca una emoción que él no tenía cuando empezó: una sensación, no de ignorancia, sino de fracaso; no de debilidad, sino de impotencia: un sentido de que su propia mente funciona mal. La manada es el único reino que él conoce donde se siente en casa; necesita su protección y su respaldo; el arte de la manipulación humana es la única habilidad que ha adquirido.
Pero humildad y hostilidad son dos caras de la misma moneda. Una hostilidad abrumadora hacia todos los hombres es su emoción básica, su contexto automático para el concepto “hombre”. Cualquier extraño que conoce es una amenaza potencial – un miembro de esa entidad mística, “los otros”, que le controla a él – un enemigo a quien él tiene que apaciguar y engañar.
¿Qué fue de su inteligencia potencial? Todas las condiciones previas necesarias para su uso han sido atrofiadas; todo puntal sustentando su mente ha sido sesgado: él no tiene confianza en sí mismo, no tiene ningún concepto de sí mismo, ningún sentido de moralidad, ningún sentido de continuidad temporal, ninguna capacidad para proyectar el futuro, ninguna capacidad para captar, integrar, o aplicar abstracciones, ninguna distinción clara entre existencia y consciencia; y no tiene valores, pues el mecanismo de represión ha paralizado su capacidad de valorar.
Si cualquiera de esos hábitos mentales sería suficiente para perjudicar su mente, más aún lo es el peso de la totalidad, de ese resultado deseado por un sistema concebido para invalidar su facultad racional.
A la edad de cinco años y medio el niño está listo para ser liberado al mundo: es una criatura impotente, incapaz de pensar, incapaz de enfrentar la realidad o de lidiar con ella, es una criatura que combina arrogancia y miedo, que puede recitar lecciones memorizadas pero no puede entenderlas; es una criatura privada de sus medios de supervivencia, condenada a cojear o tropezar o arrastrarse por la vida en busca de algún alivio innombrable para un dolor crónico, innombrable e incomprensible.
Ahora se puede romper el jarrón: el monstruo está hecho. Los comprachicos de la mente han realizado la cirugía básica y han retorcido los cables – las conexiones – en su cerebro. Pero su trabajo no ha sido completado; acaba de empezar.
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Fuentes:
The Comprachicos, The New Left: The Anti-Industrial Revolution
Publicado originalmente en Intellectual Ammunition Department, The Objectivist Newsletter: Vol. 4 No. 2 February, 1965
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