Es inmoral como EEUU trata a los menores migrantes
A medida que se intensifica la campaña electoral de cara a las elecciones de 2020, el presidente Donald Trump pone mayor énfasis en la promesa que hizo hace cuatro años de frenar a cualquier precio la llegada irregular de inmigrantes.
Como era de esperar, las condiciones draconianas en que se encuentran cientos de menores migrantes detenidos bajo la tutela del gobierno son una señal de que esta administración haría todo lo posible por echar abajo lo que se conoce como el acuerdo Flores: una serie de normas que en el pasado se establecieron para garantizar un mínimo de bienestar de los chicos detenidos. Una de las medidas fundamentales es la de no poder tenerlos encerrados más de 20 días sin antes reunirlos con sus familias o colocarlos en hogares de acogida.
Ahora ya es un hecho la intención de Washington de eliminar estas garantías y, como poco, permitir la detención indefinida de estos menores, muchos de los cuales han perdido contacto con sus seres queridos y se desconoce a qué peligros están expuestos en unos centros tutelados por compañías privadas con subcontratos.
Es difícil mantenerse ajeno o, aún peor, indiferente a la suerte de estos chiquillos que supuestamente gozan de la protección que hasta ahora una nación como Estados Unidos ha brindado a quienes están bajo el amparo del gobierno de turno. Para mí, por ejemplo, es inevitable evocar la historia de mi familia cuando luchaba por salir de Cuba y llegar al sur de la Florida.
Precisamente en estos días mi madre, rebuscando entre viejos papeles, encontró el poder que le otorgó a mis abuelas materna y paterna para que ellas se hicieran cargo de mí. Ajado por el tiempo, el documento notariado a principios de 1961 aún conserva los sellos de la época.
En aquel entonces mi madre era la única que contaba con un salvoconducto para salir del país y estaba a punto de embarcarse en un ferry. Con solo 18 años de edad, siguió las instrucciones de las matriarcas de la familia: debía marcharse y mis dos abuelas se encargarían de sacar al resto, algunos de los cuales, como era el caso de mi padre, estaban presos. La vocación totalitaria del régimen castrista ya estaba en marcha.
Poco a poco fuimos saliendo (los últimos llegaron años más tarde en el éxodo de Mariel), y mi madre pudo reunirse conmigo gracias a las políticas hospitalarias hacia los cubanos que facilitaban las reunificaciones familiares y el asentamiento en una nueva tierra, con ayudas temporales que incluían cupones para alimentos y hasta un modesto estipendio.
No tengo duda de que nuestro destino, como el de tantos refugiados cubanos a lo largo de décadas hasta el día de hoy, habría sido muy distinto si al llegar a Estados Unidos —desde la isla se ha huido en vuelos, balsas e incluso largas travesías por Latinoamérica hasta alcanzar la frontera con México— nos hubiéramos encontrado con un rechazo visceral por parte de un gobierno dispuesto a deshumanizar a ciertos inmigrantes o refugiados como si fueran hijos de un dios menor.
Siendo todavía una adolescente con un bebé, en aquellos tiempos mi madre no disponía de títulos académicos ni bagaje profesional, o sea “méritos”, para ser considerada una persona valiosa en el engranaje de Estados Unidos. Más bien, podía ser clasificada como una “carga”, pues no sabía inglés y tenía un infante que pretendía traer. Esa primera ayuda que tanto ella como otros familiares recibieron les proporcionó un primer impulso. Luego vinieron trabajos en hoteles y factorías. Gradualmente la familia pudo sobreponerse a las adversidades por medio del esfuerzo, los estudios y, sobre todo, apoyada en el estatus legal que no la condenó a vivir en las sombras y le otorgó ventajas sustanciales.
Las madres que llegan a Estados Unidos con sus hijos tras largos y torturantes peregrinajes o, por circunstancias dramáticas como las que se viven en Centroamérica, embarcan a sus zagales en la peligrosa ruta hacia el Norte, no son menos que aquella jovencita que, entre aterrada y rota por dejar a sus seres queridos en Cuba, fue la primera en poner un pie en Miami con la esperanza de la reunificación.
Es lamentable que hoy en día se planteen aberraciones como la posibilidad de negarle a un menor detenido una manta o una ducha con agua caliente. O que se llegue a normalizar una violación flagrante de los derechos humanos al mantener a niños encerrados indefinidamente. Lo que nunca querríamos para los nuestros no podemos ni debemos deseárselos a otros. Sería inmoral y cruel.
@FIRMAS PRESS
- 23 de enero, 2009
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