El uso de “los humildes” como fábrica de poder
BOLONIA.- Un dirigente peronista me acusó de “odiar a los humildes”. No sé de dónde lo sacó ni pienso responder a la calumnia (la enésima que me dirige). Pero quiero reflexionar sobre esa palabra: humilde.
El lenguaje, se sabe, expresa estructuras profundas, a menudo inconscientes, de nuestro universo ideal, tanto individual como colectivo; por eso ayuda a comprender el tipo de sociedad en que vivimos. “Humilde” viene del Evangelio y es una palabra común en la política argentina. ¿Es saludable que el lenguaje político esté impregnado de expresiones evangélicas? No lo creo: aquellos que las usan pretenden elevarse así a voz de Dios, poseer más autoridad moral que cualquier otro.
A mí, criado en una familia que aquel caballero llamaría “humilde”, esa palabra nunca me cayó bien. Quiere ser cariñosa, pero es humillante; quiere ser empática, pero es paternalista; me suena taimada, engañosa, hipócrita. Los “humildes” no son personas con sus expectativas y talentos, sus derechos y su personalidad; son inocentes a los que hay que proteger, menores a los que hay que tutelar y educar. No son individuos, sino una categoría, un grupo anónimo; son el “pueblo”, otra palabra mágica que a menudo llena las mismas bocas. Los “humildes” son una categoría humana, o sea, nadie en particular.
Así escribían los jesuitas acerca de los “humildes” de las misiones, los guaraníes: son como niños, deben ser educados, protegidos, moldeados. Sobre los “humildes”, Eva Perón construyó su imperio político: era la “protectora de todos los humildes de la Patria”. Para ganar su gratitud, Montoneros y ERP distribuían el botín de sus atracos “en los barrios humildes”.
Los sacerdotes revolucionarios anunciaron el momento de “armar el brazo de los humildes”. ¿Realmente les importaban las personas? ¿O actuaban como esos padres que te dicen qué comer, cómo vestirte, con quién salir, pero nunca te preguntan qué quieres, qué deseas? “No conocen el mundo que estamos preparando para ellos”, advirtió un militante: nosotros les damos, “los humildes” reciben, ¡que sean agradecidos!
El problema no son “los humildes”, sino quienes los usan como fábrica de poder y pedestal moral: personas que de “humildes” no tienen nada, que usan la “humildad” como garrote ideológico y a “los humildes” como ejército de maniobras.
Para ellos, “el humilde” debe seguir siéndolo. ¡Ay si lograra alcanzar la autonomía personal, profesional y económica necesaria para convertirse en ciudadano independiente del puntero de barrio, del funcionario estatal, del sacerdote que cuida su alma! El Estado debe socorrerlos, mitigar sus penas, sin que por eso dejen de ser “los humildes” de por vida, de cargar la cruz.
En su “humildad”, explicó Carlos Mugica, en su “sufrimiento y privación”, se encuentra el “hombre nuevo”, el Cristo resucitado; su “humildad” no debe ser erradicada, sino “compartida”. ¡Que el individuo no emerja nunca del grupo! Que el bienestar y el éxito no corrompan la pureza de espíritu de esos niños. ¡Viva la “santa pobreza”, tan querida por los antiguos jesuitas! Pertenecer a los humildes “es un honor”, decía Fidel Castro, que nunca fue “humilde”. ¡Cuántos “padres de los pobres” ha tenido América Latina! ¿Qué harían todos aquellos que en la “humildad” fundaron sus fortunas si un día ya no existiera la categoría de “los humildes”?
Prestamos poca atención al significado de las palabras que usamos: las usamos y se acabó, como un cepillo de dientes o un teléfono móvil. Pero merecen atención: ¿no será que una sociedad que eleva a los “humildes” a modelo moral tenderá a reproducir las raíces culturales y materiales de la pobreza? ¿Y que, por el contrario, una sociedad que cultiva el valor del ascenso social y la realización personal estará mejor equipada para vencerla?
En la primera, el “humilde” es una figura mítica, sin rostro, perdida entre otras miles indistintas; si abandonara su estado, traicionaría a su “pueblo”, subvertiría su destino. Pertenecer a los “humildes” no es un estigma, pero tampoco debería ser prueba de santidad; formar parte de una comunidad es importante, pero se convierte en lastre si hipoteca el futuro: el “escape de la pobreza”, como el “gran escape” de la famosa película, nunca se realiza con éxito para todos al mismo tiempo.
El punto es que los “humildes”, entendidos como los entiende quien me acusa de “odiarlos”, son entidades “holísticas”. Que no asuste la palabra: “holístico” es el modo de entender a los grupos sociales como organismos vivos; es el orden en que cada uno ocupa el papel que Dios, la Historia o la Naturaleza le han asignado: cada uno su función, cada uno subordinado al Todo; un orden sin individuos.
Esta concepción es típica de los grandes sistemas religiosos: cuando la ciencia aún no había desvelado las leyes físicas del universo, servía para hacer inteligible el funcionamiento de la “creación”, a imagen de Dios, según se pensaba. Varias teorías políticas modernas la han hecho suya. Las sociedades más secularizadas se han liberado en gran medida de ella, y no es casualidad que sean más dinámicas, abiertas, prósperas y permeables a la movilidad social y a la afirmación personal: no necesitan a los “humildes”.
Pero aquellas más imbuidas de esta visión holística tienden a reproducir antiguas jaulas identitarias, a encerrar a las personas en el grupo en el que la historia o el plan de Dios los habría ubicado: los “humildes” son esto y cumplen la función de preservar la “pureza moral” que la modernidad ha corrompido; tales sociedades necesitan de los “humildes”.
Y si los necesitan, los cultivarán, los reproducirán, siempre los tendrán en abundancia. ¿Cómo? Simple: desde que el mundo es mundo, la sociedad holística promueve la uniformidad y castiga la diferencia, premia la imitación y rehúye la creatividad, exige conformismo y no tolera la pluralidad.
- 23 de julio, 2015
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