¿La política nos vuelve estúpidos?
El Estado ha tendido a apropiarse del 50% de la riqueza en los países desarrollados; según la ley de Wagner, esto se debe a que los bienes ofrecidos por el sector público tienden a ser muy elásticos, considerándose bienes superiores, esto es, la derivada de su consumo es mayor que la derivada de la renta. Asimismo, Leviatán también regula el 50% restante, y dependiendo del país, dicha regulación puede ser más o menos coercitiva y restrictiva.
Sin embargo, todo no es economía, o eso es al menos lo que entiendo cuando se habla de liberalismo. La libertad económica es un medio más para alcanzar el verdadero objetivo de los amigos de la libertad que no es sino el poder desarrollar los planes de vida que uno considere respetando siempre la voluntad y los planes de otros individuos.
Desafortunadamente, tales injerencias por parte del Estado en la sociedad acaban por pervertirla, de tal modo que, por ejemplo, en muchas ocasiones vemos como las leyes acaban por preceder a los comportamientos éticos y morales, cuando debería ser justamente al revés, a saber, lo que la sociedad debiera considerar como justo debería trasladarse al derecho positivo —entiéndase como el derecho escrito—, siempre que esas demandas respeten los principios de la libertad negativa.
Pero tal corrupción de la sociedad por parte de la Administración Pública no solo se produce en los aspectos morales, sino que llegan a afectar a la visión de cómo entendemos y vemos el mundo, nublándonos la vista y alejándonos de la razón y de las evidencias que están detrás de los mecanismos que hacen funcionar a la sociedad.
El director del Instituto, Juan Ramón Rallo, hizo una gran reseña del libro Contra la Democracia de Jason Brennan, que editaron tanto el propio Instituto Juan de Mariana como Ediciones Deusto y que se publicó hace escasos meses. En la obra del filósofo americano se divide a la sociedad en hobbtis, hooligans y vulcanianos; los primeros permanecen inmutables ante la política, en el sentido de que ésta no les interesa ni lo más mínimo; por otro lado están los vulcanianos, que son aquellos que tratan de opinar razonadamente y de manera rigurosa sobre los asuntos públicos y sin ninguna afinidad política, o lo que es lo mismo, no se casan con nadie más que con la “verdad” que a la luz de los datos consideren la oportuna, aunque son conscientes de que esta puede cambiar si les convencen con buenos argumentos y, con ello, sus opiniones; por último están los hooligans, los más peligrosos, porque son aquellos a los que sus sentimientos y afinidades a ciertas corrientes políticas les convierten en fervientes defensores de ideas y políticas aunque éstas no estén corroboradas por los hechos.
Los hooligans suelen polarizar mucho el debate, puesto que al tener opinión de casi todo y ser los más activistas, según Hirschman (1970), tienden a acumular gran poder en los organismos que pretenden gestionar la cosa pública, tales como partidos políticos, sindicatos u otro tipo de organizaciones; por eso, en contra de las teorías de la ciencia política que predicen un acercamiento al centro por parte de los partidos políticos para tratar de aglutinar el mayor respaldo posible, estos tienden a moverse hacia los extremos —la pinza PP-Podemos; Trump; Mélenchon; Le Pen…—, sobre todo en sociedades ya polarizas de por sí, en las que las fuerzas centrífugas refuerzan dicha polarización (ver aquí).
Sin entrar a valorar si existe o no el calentamiento global y si el hombre tiene un papel relevante en todo ello, el cambio climático constituye un claro ejemplo de cómo la política tiende a nublar nuestra percepción del mundo, según cita Steven Pinker en su nuevo libro, En defensa de la ilustración, y es que el 10% de los republicanos en Estados Unidos estaban de acuerdo con que la Tierra se estaba calentando, frente al 78% de los demócratas liberales, justo en el medio, los independientes consideraban en un 53% de los casos que dicho calentamiento se estaba produciendo (ver aquí para más supuestos en los que la sociedad americana está polarizada).
Al parecer, existe un componente social y cultural que acaba por movernos para tratar de lograr el respeto en el círculo con el que entablamos nuestras relaciones más cercanas, y evitamos a toda costa ser vistos como traidores. Generalmente suele haber unas pocas personas que “marcan el paso” y para lograr la aceptación de todo el grupo seguimos sus opiniones (ver aquí).
Convertirse en hooligan en política al final no difiere tanto de ser un ferviente defensor de un equipo de fútbol. Clásico es el experimento de Hastorf y Cantril en el que estudiantes de las Universidades de Dartmouth y Princeton observaron un partido de fútbol americano entre los equipos de ambos centros, y al acabar, dichos estudiantes vieron más infracciones cometidas por el equipo contrario (ver aquí).
En otro experimento sobre la pena de muerte, varios investigadores (ver aquí) mostraron estudios falsos sobre cómo afectaba la pena capital a las tasas de homicidio, dividiendo en 2 a los participantes para mostrar resultados contrarios a cada grupo. Lo que se consiguió fue polarizar aún más a los defensores y detractores de la pena de muerte, debido a que si uno estaba de acuerdo con los resultados que se les mostraban, reforzaban su posición; en el caso contrario, se buscaban razones para no apoyar a las evidencias mostradas, como defectos en la investigación, tales como no aislar bien las variables a estudiar.
Lo mismo sucede con el control de armas (ver aquí) cuando se muestran resultados manipulados sobre los efectos de dicho control sobre los índices de criminalidad. En unos casos los investigadores mostraron que la tasa de efectividad a la hora de reducir la tasa de criminalidad era mayor en el caso de aplicar controles de armas, pero en valores absolutos los casos en los que no se aplicaba control de armas alguno las tasas de criminalidad se reducían más, la lógica nos haría pensar que en términos relativos —es decir, observando la tasa de efectividad de tal medida—, optaríamos por implementar el control de armas, como así hicieron los demócratas, en cambio, los conservadores prestaron más atención a los valores absolutos; lo mismo sucedía si en términos relativos en función del total de casos analizados el control de armas se comportaba peor que la libertad para portarlas, debido a que los republicanos se percataban de dicha tasa de efectividad y los demócratas prestaban mayor atención a los valores absolutos. Lo que muestra este experimento es que nuestra ideología puede hacernos muy malos en matemáticas.
En definitiva, no nos podemos librar de la política en tanto en cuanto vivimos en sociedad y ello requiere llegar a acuerdos sobre cómo debemos gestionar aquello que compartimos. Lo que está claro es que todo aquello que está sujeto a la administración de la política debe ser lo menos posible —despolitizar a la sociedad— en tanto en cuanto son aquellos con opiniones más extremas y menos razonables los que acaban por dirigir el debate de ideas, ya que son lo más pasionales y a los que su orientación ideológica tiende a cegarles ante las evidencias, polarizando un debate alejado de toda convivencia. Gobernar sin evidencias hace un flaco favor al progreso y a la libertad; menos política y más evidencias para no volvernos estúpidos.
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