Por qué el ‘overbooking’ debería ilegalizarse
Suponga que usted ha comprado una entrada para el teatro. En el día y a la hora señalados para la función usted se dirige a ocupar su sitio en la sala: fila 9, butaca 2. Cuando llega al asiento ya hay otra persona sentada en él, usted piensa que se trata de una confusión, pero la otra persona le muestra la entrada: fila 9, butaca 2. Usted coteja ambas entradas y verifica, estupefacto, que son idénticas. El otro cliente porta un documento original y hace valer su condición de primer ocupante para no ceder el asiento. ¿Qué ha sucedido?: Deliberadamente, con ánimo de lucro, el dueño del teatro ha vendido la misma butaca a dos clientes distintos pensando que, tal vez, una de ellas no acudiría a ver la función. Al advertir el fraude usted entra en cólera. El acomodador acude presto y le ofrece un trato: «Si renuncia voluntariamente a su asiento, con mucho gusto, le devolvemos el dinero o, si lo prefiere, le ofrecemos otra entrada para la siguiente función». «Y una mierda», espeta usted en voz alta para que todo el teatro se entere del timo. A continuación, usted llama a la policía, que se persona y levanta acta: «Presunto delito de estafa, contemplado en el art. 248.1 del Código Penal (cometen estafa los que, con ánimo de lucro, utilizaren engaño bastante para producir error en otro, induciéndolo a realizar un acto de disposición en perjuicio propio o ajeno)».
Mi tesis es que no existe diferencia jurídica alguna entre la fechoría descrita anteriormente y el overbooking: práctica legal en la que el transportista vende (debería llamarse overselling) un número de plazas superior a las disponibles en el avión. Por tanto, el overbooking debería tener el mismo tratamiento penal que el resto de estafas. Llegados a este punto podemos preguntarnos: ¿Por qué no es así? O bien, ¿qué tiene de particular el overbooking para ser legal?
En primer lugar, la estafa siempre se produce. Supongamos que el avión tiene P plazas para transportar C clientes. El fraude se comete en el preciso acto de vender una plaza ya vendida al cliente C+1 porque el transportista se sitúa en condiciones de no poder honrar el contrato. También se producen dos engaños: a) C+1 no es informado de que su plaza ya fue vendida a otro cliente y b) El resto de clientes tampoco es informado de que cualquiera de ellos -los últimos en facturar- podría quedarse eventualmente en tierra. El engaño es evidente y necesario porque, de no existir, C+1 seguramente rechazaría el trato.
En segundo lugar, la estafa no siempre se manifiesta. Si el transportista acierta en sus previsiones y el número de plazas sobrevendidas es igual o menor que el número de no comparecientes, la compañía se lucra sin que nadie haya salido perjudicado. Digamos que el azar ha invisibilizado la estafa porque el daño no aparece. La legalización del overbooking se sostiene, al igual que la banca con reserva fraccionaria, en el espurio argumento de la estadística y del análisis científico del revenue management. Pero ningún algoritmo es infalible y el fraude, inevitablemente, se hace presente. La identidad de los estafados se revela, a última hora, en el mostrador de facturación.
En tercer lugar, ¿cómo reaccionan los consumidores ante la agresión institucional? Los viajeros más espabilados procuran facturar lo antes posible para evitar un susto en el mostrador de facturación. Otros, en su caso, eligen medios de trasporte alternativos (marítimos y terrestres) que no tienen «patente de corso». Lo asombroso, en todo caso, es que la opinión pública haya asumido este fraude como algo normal por lo que algunos hoteles también lo han incorporado.
La Unión Europea ha legalizado (Reglamento CE nº 261/2004) el overbooking para satisfacer los intereses del lobby de las aerolíneas a expensas de los viajeros afectados. Paradójicamente, el Reglamento establece una serie de compensaciones en caso de denegación de embarque; como suele decirse: «el Gobierno primero te rompe las piernas y luego te ofrece unas muletas». Por su parte, la IATA, con gran desfachatez, afirma que el overbooking beneficia al consumidor porque «optimiza la escasa capacidad y contribuye a mantener costes y tarifas más bajas». Que se lo digan a los millones de viajeros que sufren un auténtico calvario cada año.
Por último, ¿qué sucedería en caso de prohibir el overbooking? Las aerolíneas no perderían dinero porque los no comparecientes ya abonaron su billete. Además, el transportista, marginalmente, obtiene beneficios mediante la reducción de costes: combustible, limpieza, gestiones, tiempos, etc. El resto de viajeros, por su parte, disfruta de ciertas externalidades positivas: mayor espacio, menores tiempos de espera, etc.
En conclusión, el Gobierno comete un crimen al legalizar una estafa y las aerolíneas se aprovechan de ello. Una compañía cuya dirección se comportara éticamente debería renunciar motu proprio al overbooking, algo que mejoraría notablemente su reputación. Diseñar un fabuloso algoritmo que prediga con acierto el comportamiento futuro del consumidor es una solución utilitarista que soslaya principios éticos y jurídicos.
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