Recitando a Darío…
El País, Madrid
En mis caminatas matutinas, en este otoño madrileño que parece no despedirse nunca del verano, la memoria me devuelve de pronto largos poemas de Rubén Darío que aprendí hace más de sesenta años. ¿Dónde estuvieron escondidos todo este tiempo? En el inconsciente, según el descubrimiento (o la invención) genial de Sigmund Freud. En aquella lejana adolescencia, leí mucho al inventor del psicoanálisis, incitado por el doctor Guerra, nuestro profesor de Psicología en San Marcos, que ilustraba las teorías freudianas con las novelas de Dostoievski y tenía una voz tan delgadita que apenas le oíamos, una voz que parecía el trino de una avecilla. No volví a leer a Freud hasta los años sesenta cuando, en Londres, la amistad con Max Hernández, que estaba haciendo su análisis profesional en el Instituto Tavistock, me resucitó la curiosidad por sus libros.
Eran fecundos aquellos sábados londinenses que combinaban el psicoanálisis, las librerías de viejo y la revolución ácrata, porque Max y yo nos reuníamos todas las semanas con unos anarquistas británicos, salidos no sé de dónde y desencantados de Occidente, que soñaban con que la Idea de Bakunin y Kropotkin, muerta en Europa, resucitara alguna vez allá lejos, entre el Amazonas y el Orinoco…
Descubrí a Darío en un seminario que dictó Luis Alberto Sánchez, para los alumnos de los cursos doctorales de la Facultad de Letras, cuando volvió al Perú del exilio, hacia los finales de la dictadura del general Odría, en 1955 o 1956. Era un magnífico profesor; no tan riguroso como Porras Barrenechea, que en sus clases de Fuentes Históricas revelaba siempre los datos de una investigación personal, pero ameno, estimulante, lleno de anécdotas, chismes y comentarios de actualidad que convertían su seminario en una cosa viva, en un ascua intelectual. De sus clases salíamos corriendo a la vieja biblioteca con telarañas de San Marcos a leer los libros que había explicado. Darío fue el poeta del que más versos memoricé en aquellos años de lecturas frenéticas. El poema que más admiro de él, “Responso a Verlaine”, tuve que leerlo con un diccionario a la mano, para saber qué querían decir “sistro”, “propileo”, “canéforas”, “náyade”, “acanto”, misteriosas palabrejas que sonaban tan bonitas.
Recuerdo una discusión apocalíptica, en París, con el poeta chileno Enrique Lihn, que había publicado en la revista Casa de las Américas un poema espléndido y ferozmente injusto, burlándose de las princesas y los cisnes de Rubén Darío y proponiendo que, armados de trinches y cuchillos, nos comiéramos de una vez por todas al cordero pascual…
Como a Lihn, a muchos poetas de entonces les molestaba el decorado modernista de los poemas darianos, esas mezcolanzas indescriptibles de la Grecia clásica con la Francia dieciochesca, sus urnas de cristal, sus violoncelos, las damiselas de grandes escotes y pies breves, sus “manos de marqués”. Querían que la poesía fuera menos decorativa y suntuaria, que expresara más íntimamente la existencia y no se dispersara y frivolizara de ese modo en la adoración de lo francés. Se equivocaban al juzgar así a Darío, que también podía ser íntimo, profundo y personal, como en “Lo fatal” o en ese tenebroso llamado de los últimos tiempos, el de “Francisca Sánchez, acompañamé”. A ésta llegué a conocerla, llevado a su casita de las Ventas por mi profesor de la Complutense, Antonio Oliver Belmás; era una viejecita inmortal, menuda, escueta, de pañuelo en la cabeza, que jamás se permitía confianzas con el gran muerto, a quien llamaba siempre “don Rubén”. Cuando Darío partió a la loca aventura estadounidense de la que no regresaría, ella retornó a su pueblecito castellano, con todo el archivo de don Rubén, que legaría luego a España. Le pregunté cómo se llevaban Darío y José Santos Chocano. “Don Rubén le tenía mucho miedo”, me respondió. “Decía: un día es capaz de entrar a la casa y maltratarme”. Y, en efecto, la correspondencia entre ambos está llena de cartas en que el peruano exigía con matonerías al nicaragüense artículos elogiosos sobre los libros que le dedicaba.
En verdad, lo que hizo Darío fue romper el provincianismo que asfixiaba a la poesía de nuestra lengua, la que, desde los grandes tiempos clásicos con Quevedo y Góngora, se había empequeñecido y retraído a las querencias locales, y salir a enfrentar al mundo entero para apropiárselo, precisamente con aquellas mezclas y apareos que sólo un hombre de la periferia podía haber hecho, es decir, alguien que, a diferencia de un poeta francés o británico o alemán, no escribía condicionado por el peso de una tradición. La extraordinaria libertad y audacia con que Darío creó su propia tradición, en esas alianzas desaprensivas en que los dioses griegos bailan el minué con las coquetas indiscretas de los salones del Rey Sol, liberó a la poesía en lengua española del regionalismo y la devolvió al universalismo de los clásicos. Gracias a él fueron posibles, de una parte, las conmociones telúricas y épicas del Neruda del Canto General, la entrañable poesía de Vallejo, y, en el otro extremo, el internacionalismo de un Borges. Este último lo reconoció, de manera irrefutable: “Su labor no ha cesado y no cesará”, escribió; “quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos”. Por eso, Sergio Ramírez tituló el excelente ensayo que le dedicó: El Libertador.
Deslumbrado por Darío, decidí hacer mi tesis de Bachiller sobre sus cuentos. Mis dos asesores, Luis Alberto Sánchez y Augusto Tamayo Vargas, me hacían revisar las citas una y otra vez y me exigían precisiones bibliográficas. Pero sería mucho peor más tarde, en Madrid, donde el tutor de mi tesis doctoral sobre García Márquez, el maestro Alonso Zamora Vicente, me tuvo años exigiéndome nuevas correcciones y detalles, en inacabables paseos deliciosos por el Madrid de los Austrias. Eran importantes las tesis universitarias entonces; ahora, no es raro que las plagien, y los plagiarios, en vez de vergüenza y reprimendas, reciben desagravios y felicitaciones.
En todo mi recorrido, esta mañana, he recitado en voz baja “Era un aire suave…”, el poema inicial de Cantos de vida y esperanza que comienza con aquel verso deslumbrante “Yo soy aquel que ayer nomás decía” y, por lo menos tres veces, el “Responso a Verlaine”. Si amaino un poco el paso, alcanzaré a recitarlo una cuarta, tal vez.
Luis Alberto Sánchez contaba en aquel seminario que él había comprado por unos cuantos francos, en un bouquiniste de París, el ejemplar de Prosas profanas dedicado de su puño y letra por Rubén Darío a Remy de Gourmont, a quien tanto admiraba. Y que el libro estaba sin desglosar. De modo que el polígrafo francés, tan célebre entonces y ahora sumido en el olvido, ni siquiera se había enterado del homenaje que le rendía, desde el otro lado del mundo, aquel desconocido nicaragüense con aquel libro, más importante que todos los suyos reunidos. No creo que, un siglo y medio después, Remy de Gourmont tenga muchos lectores ahora, ni siquiera que se encuentren sus libros en las librerías francesas. A su lejano admirador, en cambio, lo siguen leyendo y estudiando a ambos lados del océano y, estoy seguro, gana cada día lectores tan apasionados de sus versos como yo en el vasto mundo de la lengua española. Y me parece entonces que escucho, allá donde se encuentre, al fantasma de Darío, que, como la traviesa Eulalia, ríe, ríe, ríe…
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