Estatolatría, ADN argentino
Fundación LibreMente, San Nicolás
La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual – Juan Bautista Alberdi
La batalla cultural consiste en defender la dignidad del ser humano del "Estado Divino".
Entender el comportamiento de los individuos y los hechos sociales que los mismos producen, es un desafío constante para la psicología y la sociología.
Si bien todos los países tienen sus particularidades para analizar las conductas cívicas en base al vínculo que han establecido los individuos con el Estado, configurando sus propios contratos sociales, Argentina no deja de llamar la atención mundial por su especial singularidad.
Somos un país con riquezas naturales, con talentos individuales, pero con una marcada insuficiencia para organizarnos colectivamente. Nos cuesta horrores constituir una República asentada en reglas claras, firmes y sostenibles en el tiempo. Tenemos simultáneamente una tendencia consciente e inconsciente de salir del camino de la institucionalidad, en razón del poco grado de apego a las normas de convivencia de una democracia republicana. Digo consciente porque muchas veces se sabe que transitamos hacia un precipicio, y digo inconsciente porque siempre nuestro obrar ha sido irreflexivo e imprudente, sin medir los riesgos que conlleva.
A ese accionar consciente e inconsciente, inmaduro por cierto, lo considero producto de una anomalía que consiste en creer en que el maná del Estado solucionará nuestros problemas. El tema no es menor puesto que descansamos y delegamos en el paternalismo estatal nuestras responsabilidades individuales para hacer progresar la sociedad y por ende el país. Entonces alimentamos el elefante Estado, y lentamente pero sin cesar instalamos la cultura del facilismo y la vulgaridad en desmedro del esfuerzo y el trabajo genuino privado. Pareciera que el terrorismo fiscal es una práctica que nos “encanta” como a las serpientes.
Estos comportamientos individuales que luego se traslucen en hechos sociales, van construyendo una manera de “ser social” con un ADN que se ha formado por la transmisión de moléculas de una generación a otra. Ese ADN tiene la impronta populista, no el sello republicano.
Es decir, el contrato social que nos caracteriza es el de una fachada republicana con un sesgo auténticamente populista, en el cual la voluntad colectiva de Gramsci conduce a una estatolatría, en donde el culto al Estado como ser divino pasa a ser central en la vida cotidiana. Este fenómeno cultural, en el que cada individuo deposita en el Dios Estado la resolución de su vida, torna al mismo incapaz de desenvolverse por sí mismo; adquiriéndose una enfermedad social que se edifica en base a un daño antropológico individual que hace creer en la omnisciencia del Estado.
Tal contrato social necesita de la hegemonía del Poder, en donde el político es el arquitecto de nuestros valores y moral. El poder del Estado es el elemento rector de una “voluntad colectiva”. El desplazamiento de la concepción del individuo autónomo hacia una concepción totalizante en la que los individuos o sujetos son voluntades colectivas (Gramsci) es harto peligroso. La cultura de la estatolatría quiebra las reglas de juego republicanas para convertirse en fuerza hegemónica.
En ese marco sociológico resulta dificultoso conformar una democracia republicana sustentada en la limitación del Poder con el fin de salvaguardar las libertades individuales y las garantías que ellas merecen.
Comprender esta cultura enfermiza implica conocer y examinar desde la época colonial nuestras instituciones jurídicas y religiosas como asimismo los hábitos económicos mercantilistas. Allí percibiremos que el autoritarismo, la improductividad, la intolerancia y la corrupción regaron la estatolatría hispanoamericana. El pensamiento de Alberdi, plasmado en la Constitución de 1853 nunca logró hacer raíces sólidas para que nuestra sociedad se libere de la estatolatría colonial.
Siempre hemos oscilado entre el contrato social de Hobbes y Rousseau, el de Locke quedó en ciernes.
El autor es abogado y presidente de la Fundación LibreMente de la Ciudad de San Nicolás, Buenos Aires, Argentina.
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