Economía contra el pueblo: ¿Regalar 120.000 euros a los jóvenes?
Ya es uno de los puntos de la agenda internacional común. La izquierda más radical y un, más o menos abultado, número de personas salen a la calle a exigir violentamente un cambio en la política económica. La escena se desarrolla en un lugar indeterminado. Puede ser Santiago de Chile, Madrid, Bogotá, París o Roma. Vaya usted a saber. Los convocantes son representantes del pueblo votados en unos comicios o, simplemente, autoerigidos como tal. Me recuerdan a las feministas violentas de izquierda radical de alguna universidad de Chile que convocaban secretamente reuniones en las que votaban que los hombres, que obviamente no habían sido invitados, no podían votar en las asambleas universitarias y que no tenían derecho a opinar. Se las conocía como “las autoconvocadas”. Los autoreferenciados representantes del pueblo actúan también así.
Por ejemplo, en el mismo Chile, como comenta una persona de bien en Twitter, “destruyeron el transporte público que usa el pueblo; saquearon y quemaron los supermercados donde se abastecía el pueblo; llevaron a la quiebra las pymes que eran emprendimientos del pueblo”. Y continúa con una lastimosa conclusión: “Esto nunca fue contra los poderosos. Los poderosos toman un avión e invierten en otro país”. ¡Cuánta razón tiene mi amiga tuitera!
En España, Magdalena Valerio, a la cabeza del Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social, nos ha dado la buena noticia de que “solamente” se van a retirar 2.900 millones de euros de la llamada hucha de las pensiones para poder abonar la paga extra de Navidad a los pensionistas. Inicialmente, la cantidad ascendía a casi 3.600 millones de euros. Los pensionistas, nuestros mayores, que han pasado su vida trabajando tienen todo su derecho a cobrar su merecida pensión. Pero, por la misma razón, no merecen unos gobernantes que mantienen un sistema piramidal fraudulento. El sistema de pensiones debería ser sostenible aunque eso implique bajar a los políticos de sus poltronas y que se pongan manos a la obra en lugar de prometer castillos en el aire.
El intelectual más 'cool' de nuestro panorama económico, el francés Thomas Piketty, propone un impuesto al patrimonio desorbitado para poder transferir una renta de 120.000 euros que se entregaría a los 25 años a todos los ciudadanos. El impuesto sobre el patrimonio neto (patrimonio financiero y no financiero menos deuda) gravaría desde un 5% si el monto asciende a más de 2 millones de euros hasta un 95% si supera los 2.000 millones de euros. La razón que justifica esta medida es la desigualdad de la riqueza en nuestra sociedad. Para evitarlo se propone acabar con la propiedad privada tal y como la conocemos. Es decir, quiere acabar con el legítimo uso y disfrute de aquello que te pertenece legítimamente en cualquier circunstancia. Para eliminar la desigualdad, Piketty obvia la creación de riqueza de quienes poseen semejante patrimonio, y lo que es peor, no considera qué incentivos se están generando a largo plazo en nuestros jóvenes.
La igualdad de oportunidades no implica, desde mi punto de vista, que todos los ciudadanos dispongamos de unos miles de euros cuando somos jóvenes, a ver quién los emplea adecuadamente y quiénes no. Quién se sorprendería si, al cabo de unas décadas, se decidiera que, en vez de 120.000, por qué no donar un millón de euros, si, de todos modos, van a ser los impuestos de los más privilegiados la fuente de aprovisionamiento de esa 'renta por existir'.
No se da cuenta, Piketty, de que los privilegios de la aristocracia no fueron eliminados por los enemigos de la propiedad privada, aunque sí fueran ellos quienes cortaban las cabezas de los nobles. La eliminación de los privilegios vino de mano de la burguesía. Y es de ley mencionar en este punto el fantástico trabajo de la historiadora económica Deirdre McCloskey quien, en el primer volumen de su trilogía sobre la burguesía, exponía cuáles son, a su entender, las virtudes burguesas más importantes, aquellas en las que se sustentó el final de la mentalidad aristocrática.
“La prudencia de comprar barato y vender caro, pero también la de comerciar en lugar de invadir, la de calcular las consecuencias, la de perseguir el bien con competencia”. La sola idea de generar un bien gracias a la competencia debe resultar, para los enemigos del mercado, un anatema en toda regla, y, sin embargo, es lo que explica que los gobernantes decidan comerciar en lugar de invadir otros territorios. La justicia es otra virtud a la que McCloskey le otorga una gran importancia. Ya Adam Smith la había señalado como la base fundamental de la civilización. La templanza, muy necesaria para ahorrar y no derrochar, pero que a su vez requiere "educarse a uno mismo en los negocios y en la vida, escuchar al cliente humildemente y resistir la tentación de engañar". El coraje es otra virtud burguesa que lleva, como comenta Gorka Echevarría en su revisión de la obra de McCloskey, a asumir nuevos proyectos y superar el miedo al cambio, así como el aceptar las nuevas ideas.
A estas virtudes generales, la profesora McCloskey añade algunas que ella considera más específicamente femeninas: el amor, la fe y la esperanza. La cooperación es una virtud burguesa, que no se nos olvide.
¿Cómo se fomentarían estas virtudes si regalamos a los jóvenes 120.000 euros? ¿Qué enseñamos a las futuras generaciones si los gobernantes pueden decidir a partir de qué límite tu propiedad privada no es respetable y se te puede requisar? La demonización de la propiedad privada, del patrimonio, del lucro son el pan nuestro de cada día. Puede ser que quede muy bien denostarlos en los corrillos de opinión para quedar bien. Pero la moral que hay detrás es la de las clases extractivas que favorece la deuda y penaliza el ahorro; la que promueve vivir a costa de los demás en lugar de ser autónomo; es la misma moral que exige privilegios para unos a costa de los otros. Un error de largo alcance que perjudica, paradójicamente, al pueblo.
- 23 de julio, 2015
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