Justicia y … “¿pseudojusticia?”
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Un verdadero derecho entraña en los demás, respectivas obligaciones de conciencia.
Todo acto de justicia, en último análisis, significa reconocer a cada cual el legítimo derecho que le asiste y respetarlo.
Tan simple noción, empero, ha sido complicada enormemente por la multiplicación artificial y antojadiza de unos llamados “derechos sociales.”
Con ellos se ha trastocado el sentido que todos creíamos entender de la justicia (o de la injusticia): aquel que establece la proporción entre individuos con la que han de asignarse recompensas y castigos.
Un verdadero “derecho” entraña en los demás, respectivas obligaciones de conciencia a no violarlo o desconocerlo.
Mi derecho a la vida, por ejemplo, implica la obligación por parte de todos a respetar mi integridad física, de la misma manera que tanto moral como legalmente me sé obligado a abstenerme de infligir daño alguno a la persona de cualquier humano.
Mi derecho a la libertad no menos constriñe a cada uno de mis prójimos a no coartar mis libres iniciativas, sean de opinión, de movimiento, residencia u ocupación, exactamente a como me encuentro sujeto yo, por norma moral y por ley, a honrarla sin excepciones en quienquiera otro.
También mi derecho a la propiedad señala límites infranqueables a las acciones de otros enderezadas a disponer contra mi voluntad de lo legítimamente mío, al tiempo que en lo individual, o en cuanto a miembro de cualquier grupo, debo comportarme siempre respetuoso de lo ajeno.
Pero ahora se nos insiste en que tenemos “derecho” a una vivienda digna. Mi asombro: ¿a quién hemos de obligar a proporcionármela?
O que nos asiste el derecho a un empleo, encima bien retribuido… Y, sin embargo, ¿dónde está ese personaje a quien se lo habríamos de reclamar?
Hasta se nos habla de un “derecho” a la salud, y ¿de quién hemos de esperar que se sienta compelido a custodiármela?
Botón de muestra, el artículo 51 de nuestra Constitución: “El Estado protegerá la salud física, mental y moral de los menores de edad y de los ancianos. Les garantizará su derecho a la alimentación, salud, educación y seguridad y previsión social”.
¿De veras?… ¿Y por qué han de hacerlo los demás contribuyentes por mí? Yo me encuentro entre esos “ancianos”, según lo estipula la ley guatemalteca: aclárenme, pues, ¿cómo puede alguien prever por mí? Y, ¿por qué habría de sentirse obligado hacia mí?
O a ese “derecho” a que nuestro “idioma”, o nuestra “identidad cultural”, sean tenidos en cuenta en plan de igualdad con cualquier otro, ¿a quién creeré podérselo exigir en justicia?
Peor, el derecho a un trato laboral “justo”. Más allá de lo acordado en un contrato, ¿“justo” a ojos de quién?
Aun a la educación universitaria, y a los deportes, se nos declara con “derecho”. Y ¿quién está obligado a suministrárnoslos?
Recuerdo que la Constitución de Brasil de 1988, en su Titulo II, enumera los “derechos y deberes individuales y colectivos de los brasileños”, esto es, unos 70 derechos y… ningún deber, salvo la prohibición del anonimato y el mandato al propietario privado de atender a su “función social” (art. 23). En ningún punto especifica que los derechos de cada cual supone su correspondiente obligación a respetarlo por los demás.
Esta confusión entre derechos que sí obligan y los que son meras manifestaciones de deseos y aspiraciones, o sea, entre los verdaderos y los pseudoderechos, la creo a la raíz de la ineptitud, e inclusive corrupción, de nuestro sistema de administración de la justicia, del Río Grande a la Patagonia.
Por supuesto que hay más fuentes de atropellos, como la del robo que los políticos han hecho del subsuelo. Pero nada tan corruptor como esa repetida equiparación constitucional de los derechos que sí obligan a esos otros que no obligan a nadie en particular (en teoría, sólo al Estado).
Embrollo íntimamente relacionado con otro ingrediente no menos perturbador: el de la justicia “social”.
- 23 de julio, 2015
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