El pin parental y el “derecho a la educación”
Se ha producido un enfrentamiento entre el recientemente constituido Gobierno central, y el Gobierno de la Región de Murcia. El parlamento regional ha aprobado los presupuestos. Para ello era necesario el apoyo del partido Vox, que a cambio exigía que se decretase la aprobación del llamado pin parental. Este es el motivo de la querella entre ambas instituciones. El Gobierno ha adelantado que llevará la medida ante los tribunales.
El pin parental consiste en un procedimiento por el cual los centros educativos informarán a los padres de las actividades extraescolares que tengan lugar en las aulas, para que los padres puedan decidir si sus hijos acuden a ellas o no. Pero para entender esta cuestión es necesario ofrecer cuál es el contexto de esta medida.
El esfuerzo de numerosas asociaciones que proclaman luchar por los derechos de determinados colectivos, en connivencia con algunos partidos políticos, y con el apoyo de una parte importante de la sociedad española, ha desembocado en que en las aulas, además del currículum previsto, se le ofrezcan charlas de contenido ideológico a los alumnos. Puesto que vivimos en una sociedad plural, todas lo son, una parte de los padres no coinciden con esa ideología, o les incomoda el mero hecho de que les adoctrinen, incluso cuando puedan estar de acuerdo con el programa.
El pin parental es un instrumento para aquellos padres que no quieran que sus hijos reciban ese contenido. Es un modo de que los padres ejerzan su derecho a decidir la educación de sus hijos que, además, no supone un menoscabo a las opciones de otros padres que sí deseen que sus hijos reciban esas charlas.
La ministra de Educación, Isabel Celaá, ha sido la encargada de anunciar la posición del Gobierno, y lo ha hecho con estas palabras: “No podemos pensar de ninguna manera que los hijos pertenecen a los padres. Hablamos del interés del menor, de los derechos constitucionales de los menores”. La idea de que los hijos no pertenecen a los padres, sino al Estado, tiene antecedentes en los totalitarismos comunista y nacionalsocialista, y su historia se remonta al pensamiento de Platón y a sociedades brutales como Esparta.
La ministra Celaá, los miembros del Gobierno, los partidos políticos que lo sustentan y, en última instancia, los votantes se sentirían reconfortados al rescatar los pensamientos que forman parte de estos dos totalitarismos, si no se opusiese la incomodidad, y el rechazo estratégico, a verse identificado con el comunismo o el nacionalsocialismo. Pero, aunque procedan del mismo pozo, sus referencias son otras. Lo que tienen en la cabeza es el llamado “derecho a la educación”.
El llamado “derecho a la educación” es, como sugiere torpemente la ministra Celaá, el derecho de los niños a recibir determinadas ideas que el Estado considera que son necesarias. A eso específicamente se refiere la ministra cuando dice que los niños no pertenecen a los padres: a que los niños tienen el derecho a adquirir determinadas ideas, que son las que el propio Estado da como buenas. Consiste en proclamar el derecho del Estado a adoctrinar a los ciudadanos, pero dándole la vuelta, como si fueran los niños, objeto de esa manipulación ideológica, titulares del derecho a ser programados ideológicamente por el Estado.
Es evidente que esa concepción del “derecho a la educación” es falsa. Por un lado, los niños son personas que cuentan, como tales, con derechos inherentes a la misma, como son la vida y la libertad. Pero su ejercicio necesita el apoyo de sus padres, porque no son capaces de adquirir los medios para salir adelante, y porque no tienen el conocimiento o el dominio completo sobre su comportamiento completos. Ese acompañamiento de los padres, que les otorga un sustento material y espiritual, es necesario para que alcancen la madurez. Y, con ella, el pleno derecho a ejercer su libertad en todos los ámbitos de la vida.
Pero cuando desde el poder se dice que los niños tienen un “derecho a la educación”, que es el de estos a recibir y asumir las ideas inoculadas desde el poder, no se tienen en cuenta al menos dos cuestiones. Una de ellas es que están en una situación de inmadurez y, por tanto, no pueden valorar por sí mismos qué contenidos educativos necesitan o cuáles deben elegir. Y que, en consecuencia, no pueden tomar la decisión de ejercer ese derecho.
Porque la segunda cuestión, que queda oculta en el especioso discurso del “derecho a la educación de los niños”, es que este no es dispositivo. Sino que es una imposición. Es como si el Gobierno hablase de nuestro “derecho a pagar impuestos” cuando, como todos sabemos, no tenemos al respecto derecho alguno, porque no podemos renunciar a él.
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