Keynes fue un visionario
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Sin lugar a duda, el libro de economía más influyente del siglo XX, y de lo que llevamos del siguiente, es la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, de John M. Keynes. Ningún otro se le ha acercado en condicionar el desarrollo del pensamiento económico y, en una segunda derivada, en informar las decisiones de los políticos. Incluso alguno de sus críticos más acerados, como Milton Friedman, dijo “todos somos ahora keynesianos”. Esa no es la frase entera, pero luego volveremos a ella.
¿De dónde procede este éxito? Por el lado de los economistas el libro fue muy bien acogido porque dio el mensaje adecuado en el momento adecuado. 1936. Siete años de Gran Depresión habían convencido a muchos de que los instrumentos intelectuales con que contaban no daban respuesta a una crisis de esta magnitud. Esos instrumentos los habían proveído Alfred Marshall y Leon Walras, principalmente, y en ellos no había hueco para el desempleo permanente. Antes del libro de Keynes se habían publicado otros en Gran Bretaña (Beveridge 1908, Hicks 1932, Pigou 1933) que no podían prever lo ocurrido.
Además de la oportunidad, John Keynes tuvo el talento de englobar a todo economista viviente anterior a su libro, con algunas excepciones (no todas honrosas), en el saco de “los economistas ortodoxos”. Él mostraba que compartía esa sensación de desamparo por la teoría económica del momento. Y metió en el mismo saco todas las ideas anteriores a él, despreció sus aportaciones, dijo de ellas que eran un caso particular (equilibrio con pleno empleo), y ahorró a generaciones de economistas el esfuerzo de leerlos. ¿Para qué, si ya tenían una teoría general (puede haber equilibrio con desempleo)? ¿No había hecho lo mismo Albert Einstein en física? ¿No englobó la física de Newton en una teoría más general? Keynes, además, tenía la ventaja de que, más o menos, podíamos entenderle.
Digo más o menos, y esta es otra de las claves del éxito de Keynes. La suya es una teoría fallida y contradictoria, lo cual es muy agradecido para la pléyade de exegetas que han intentado hacer de ese amasijo de ideas un instrumento eficaz (IS-LL), o han buscado descubrir el “verdadero Keynes”. Esto les proporciona, como en el caso de Karl Marx, e incluso de Adam Smith, una oportunidad para entrenar su intelecto y para mostrarse ante el resto de la clase como el poseedor del verdadero mensaje del profeta. No es poca cosa.
Eso por lo que se refiere al éxito. Pero ¿qué dice la Teoría general? No voy a detallarlo, porque para eso sería necesario no un artículo sino varios, o un libro. O varios libros. Me interesa ahora el planteamiento que se hace el autor. Yo creo que su punto de partida es su pretendido punto de llegada: la idea de que puede haber muchos equilibrios (situaciones que llevan al sistema económico a no evolucionar en ningún sentido), y sólo uno coincide con el pleno empleo. Puede haber otros en los que el sistema descansa sobre la injusta e ineficaz situación de un desempleo permanente.
Para llegar hasta ahí, cogió el apero teórico marshalliano, lo descuajaringó como un mecano, y lo volvió a componer, pero roto. Una vez tiene a Marshall en sus manos, comienza a cambiar cosas. Ya no son los precios los que mueven la acción de los empresarios, sino los ingresos (precios por cantidades). Dos, lo que reacciona a los ingresos es el empleo, no tanto el capital. Todo ello, no del conjunto de la economía, que no es objeto de su estudio, sino sólo del sector industrial, que es el que le interesa.
El motivo es que hay dos sectores, uno intensivo en trabajo, que es el industrial, y otro sin empleo apenas, que es el de los servicios financieros. El sector industrial, y esto es clave, reacciona como si fuera una sola empresa; hinchándose o contrayéndose según sea la demanda (ahora demanda agregada). No se plantea que haya cambios en la composición del sector industrial, como sí habían planteado Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek entre otros autores.
Destruyó al consumidor como agente económico. Dado que toda la industria es como una única empresa, sus preferencias no tienen cabida; no hay precios relativos que provocarían cambios en la estructura productiva, no sólo en su tamaño. Y le quita incluso la capacidad de decidir qué parte de sus ingresos destina al consumo y cuál al ahorro. Lo único que le permite es decidir cuánto destina a la liquidez.
En su recomposición del sistema marshalliano, llevó toda la responsabilidad de provocar aumentos y disminuciones de la producción a la inversión. Y entonces vuelve a romper el juguete. Los empresarios deciden cuánto van a invertir (no dónde, pues eso ya no tiene importancia) en función de sus expectativas de ingresos. Cabría pensar que también del tipo de interés, pues éste determina el coste de financiación. Pero Keynes ha llevado al interés al título del libro para esconderlo. Él no condiciona las decisiones de inversión; sólo las expectativas de los empresarios, y éstas son irracionales. “Espíritus animales”, dijo de los empresarios Keynes, para marcar el contraste con los espíritus ilustrados y racionales como él, que asesorarían a los políticos cuánto tienen que aumentar o disminuir el gasto público para salir adelante.
Es fácil de comprender el atractivo de la Teoría general, y es fácil de entender que de Keynes sólo quede el keynesianismo. Milton Friedman lo que dijo fue: “En un sentido, todos somos keynesianos ahora. En otro sentido, nadie es ya keynesiano”. Año 1966. “Todos lo somos” hace referencia al método macroeconómico, en el que se engarza el monetarismo para ofrecer una teoría, en mi opinión, peor que el keynesianismo y neokeynesianismo en varios sentidos. Y “nadie es ya keynesiano”, porque sus seguidores han tenido que recomponer su visión con nuevos instrumentos, en una lucha permanente, y fútil, contra la idea de que el sistema económico, en libertad, tiende a reducir el desempleo. Eso es lo que queda de Keynes, su posición de visionario, aunque su visión tuviera el alcance de una crisis que desapareció en los años 40.
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